27 de enero de 2011

Sombra roja de noche


Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más tersas, las más exquisitas. El solo hecho de recordarme allí, efervescente y salvaje junto a su desnudez, muslo contra muslo, aislado de los ruidos de la noche por paredes tan gruesas como montañas, oculto y alejado del vulgar barullo de las calles, situado a lado de aquel par de columnas de marfil esculpidas a la perfección y bañadas a su vez por la luz roja, me estremece por completo. La evocación de semejante escena me hace temblar, no tanto de indignación en contra de mí mismo y de mis débiles principios como de febril delirio, de cruel excitación.

Todo comenzó desde las siete de la noche. 
-Aclaro que esto no es una fiesta, sino una reunión literaria, una tertulia.
-No importa: trajimos vino.
-Bien. Bebamos... pero sólo un poco.

Ella leía en voz alta. El otro sujeto que le acompañaba le escuchaba con detenimiento (al menos en apariencia: seguramente pensaba en otras cosas, es decir, en ella), aunque al mismo tiempo su mirada se mantenía un poco distraída con los muebles y la decoración del apartamento, desviando su atención de momento en momento. "Aquí hay puras reliquias", diría después. Yo simplemente no podía dejar de mirarla, persistentemente. Experimentaba el hambre de belleza que corre a raudales, como un río subterráneo, a través de los cuerpos jóvenes, indetenible, furibunda, recalcitrante; se manifestaban en mí esos ojos que abren boquetes en las cosas, que perforan edificios y estructuras por igual, y que son capaces de penetrar la piel de cualquier criatura viva que despierte su apetito en demasía, de llegar hasta sus huesos mediante una sola y persistente mirada. Todos leímos un poco, y nos seguimos escuchando de manera mutua, respetuosa, por un tiempo.

Después de unas cuantas páginas, no muchas ni pocas, el libro se quedó a un lado de nosotros, cerrado, sobre la mesa de centro. Las copas se llenaban. La botella se vaciaba. Risas intercaladas con exclamaciones y suspiros lentos inundaban la sala, en crescendo. Había que pensar en algo, y pronto. El plan se consumó: ir por más vino. En realidad no eran copas las que se llenaban una y otra vez, sino tazas: tazas de té, pequeñas, de porcelana blanca, manchadas por la tintura roja, quizás de manera permanente. Rojo obscuro, moscatel, rojo casi negro que llenaba las tazas y que vaciaba las mentes, desangrando las horas, gota a gota, una y otra vez.

- ¿En dónde está la música?

Caderas danzantes: semejante figura hizo acto de presencia de manera súbita y despampanante, un monolito de gracia en movimiento, el símbolo que se hizo eterno aquella velada. Caderas contorsionistas, lascivas, de ofidio, sacudiéndose al ritmo de los tambores modernos con la gracia de una sacerdotisa cretense, plena dueña de su fiereza flagrante, la sensual estupidez hecha carne, y humo. Carne y humo: par de humores que se elevan, nos envuelven y conducen desde nuestras fosas nasales, nuestra lengua y nuestra piel hasta los confines de nuestros instintos, sublimando así nuestras bajezas, expulsándonos de nosotros mismos e iniciándonos sutilmente en los ritos mistéricos de la timidez rota, la inocencia resquebrajada, la virginidad de lo privado. El pecado apenas empezaba esa noche. Su acompañante también la observaba penetrantemente ahora, alterado hasta los límites del conocimiento, tratando de contener su enorme turbación frente a la  prohibida efigie de su mejor amiga que bailaba, distante y provocadora, frente a nosotros. "No tienes porque ocultarlo: ve y tócala. Tócala toda, aún en contra de su voluntad. No tienes por qué sufrir así, no tenemos por qué sufrir así", me hubiera gustado decirle, ahora que lo pienso con detenimiento.

El cuerpo de las horas perdía cada vez más sangre. Soplaba ya el frío de la madrugada. Los cuerpos se agotan pronto envueltos en su propio frenesí, consumiéndose en su propia llama: las miradas que antes se contenían disimuladas dentro de sí mismas, después de explotar con violencia hacia el mundo que las estimula, regresaban a su núcleo, ajetreadas, con menos de la mitad de su fuerza. Uno acaba de comprender esto recién ha terminado la convulsión de nuestros pensamientos más vigorosos, el terremoto de nuestras impresiones sensoriales incendiadas de colores y de formas. Pero el deseo no muere. No, el deseo nunca muere. Eso lo comprobé esa noche.

- ¿Se puede fumar aquí adentro?
- No.
- Entonces ven, acompáñame afuera.

Sentados en la escalera del patio, ha comenzado a llover. Me preocupa mi salud: no es una tormenta, es cierto, ni siquiera una lluvia fuerte, pero siempre he sido muy susceptible a las enfermedades respiratorias. A ella parece no importarle nada, como de costumbre. Sólo desea hablar, y hablar... y hablar ¿Sufres? ¿No encuentras tu centro? ¿Te agobia la vida? Déjalo ir, suéltalo y déjalo ir...

- Mi padrastro abusó de mí cuando era pequeña. Mi madre se enteró de todo y no obstante... siguió con él... no hizo nada... ¡nada! ¡Eso no se le hace a una niña! ¡Por eso la odio, los odio a los dos! ¡Más a ella que a él!

Terrible historia: un par de monstruos morales, sin duda alguna. Puedes confiarme lo que sea: yo también soy uno de tus mejores amigos, incluso más confiable y comprensivo que ése que se ha quedado dormido allá adentro, en el sofá de mi sala. Yo estoy aquí, bajo la lluvia, desprotegido, a la intemperie, con los flecos de mis cabellos goteando, junto a ti, haciéndote compañía en tus momentos de mayor fragilidad ¿Te hago compañía porque te aprecio? Sin duda ¿Porque eres mi amiga, una de mis más entrañables compañeras desde hace ya varios años? Por supuesto. Escucho tus problemas, tus quejas y tus lamentos, uno a uno... ¿pero... es por eso realmente? ¿Me importa resolver tus conflictos, aconsejarte bien, mejorar tu existencia en lo sucesivo? ¿Soy un filántropo acaso, un alma noble que se compadece de su prójimo, un ser humano ejemplar, culto, sensible?

No.

Estoy aquí afuera, contigo, porque tengo hambre. Tú empezaste esto, y es menester que lo termines ¿Creíste que podías atizar el fuego sin sufrir las consecuencias, eh? Estabas muy equivocada, mujer de cortos alcances. Quiero besar tu piel, morder tus labios, lamer tu espalda, exprimir tus senos con mis manos, deslizarme por enmedio de tus deliciosas piernas, furiosamente, hasta el fondo. Tus palabras, sollozos y lamentos se me resbalan, como las gotas que cuelgan de los flecos de mis cabellos y caen hacia el suelo, sin ninguna trascendencia. Espero con ansias a que termines de hablar, a que cese tu llanto. Estás demasiado ebria. Pobrecilla. Me importas en demasía, por lo que quiero ayudarte: ven, entremos a la casa. Vamos a secarnos. Quitémonos la ropa, pieza por pieza, en mi recámara, antes de que cojas un resfriado. Así está mejor. Lo hago por tu bien. Sólo por tu bien. Es lo menos que podría hacer un amigo, ¿recuerdas?, uno de los mejores y más entrañables que posees (no como el otro que ha venido contigo, que se ha quedado dormido, de ebrio).

Se enciende el rojo. Y nos baña con su luz. Esta luz obscura, apagada, casi sombra. Una serie de femeninos relieves yacen sobre el lecho, curvas sobre una gran planicie, claroscuro de vilezas, susurros suaves y exquisitos de las pasiones más bajas que habitan en los hombres. Relieves trémulos, apetitosos, todavía húmedos, superficies rojas y negras que se han sumergido en los territorios de Morfeo con gran facilidad, en picada, después de la tormenta. Esta luz no redime: al contrario, nos ensucia con su fulgor ¿Y qué somos en última instancia sino puercos insaciables, incapaces de contener nuestros hocicos frente a un buen bocado de estiercol, de dulce y bello estiercol, el más hermoso y perfumado que pudiéramos encontrar? Mi lengua y mis dedos navegan finalmente a sus anchas, descubriendo horizontes insospechados de trecho en trecho, tierras quizás abandonadas por otras naves hace algunas jornadas, quién sabe cuántas.  Mis manos exprimen sus frutos con violencia y desenfreno, y yo bebo de su sucio néctar, encantado. Me encumbro de espaldas, riendo, edificando una mueca desfigurada, en silencio.

Ella duerme profundamente, olvidada de sí, de todo y de todos. A veces despierta a intervalos cortos y me opone resistencia, murmurando quejumbrosamente y aplicando un poco de fuerza en contra de mis brazos desquiciados que la recorren y la estrujan con vigor, pero tarde o temprano vuelve a sumergirse en el abismo de la inconciencia, como si nada. Es una náufraga. Un pedazo de carne humeante varado en estos lares hasta el amanecer. Pasto de buitres y chacales como yo, de monstruos alados y de hocicos largos bañados en rojo, con las plumas hediondas y el pelaje apestoso, emanando deleite. La compasión, desollada. La buena voluntad, decapitada. Y junto unas piernas, tan suaves, tan deliciosas, tan bien formadas, las más bellas del mundo. Podría jurarlo.

- ¿Qué hora es?
- Las siete de la mañana.
- Ya tengo que irme... ¿en dónde está...?
- Dormido, en el sofá.
- Mmmh... eh... me siento algo rara... ¿me pasas mi ropa, por favor?
- Sí: aquí está.
- Gracias.

18 de noviembre de 2010

¿Quién ha visto el rostro de Eros? (ALEGORÍA)


¿Quién ha visto el rostro de Eros, de frente y sin miramientos, a través de todos los velos que sostiene nuestra historia? ¿Acaso tú, fiel amigo? ¿Sí? Dime entonces: ¿es hermoso? ¿Es terrible? ¿Es blanco y terso como lo describen los cantos que le alaban, o por el contrario, negro y averrugado como los de aquellos que le injurian? ¿Tiene los cabellos lacios o rizados, obscuros o bermejos? ¿Cómo es su boca: carnosa, o más bien delgada? ¿Sus ojos reflejan la esencia del mundo, o sólo nuestra propia endeblez, como todos los demás espejos? ¿Cómo es su nariz, su frente, su barbilla? ¿Es hombre o mujer, los dos o ninguno? ¿Has probado sus besos, o sus flechas? Deseo saber esto, más que ninguna otra cosa.  

A lo largo de las secas estepas y de las sinuosas carreteras de la existencia, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, has marchado durante mucho tiempo. El saco que cargas sobre tus espaldas te  ha pesado enormemente desde entonces y tú, estoico de formación aunque romántico por naturaleza, has diambulado en silencio, mordiéndote la lengua. Has practicado primero el amor cortés que enseñaron los antiguos franceses, y has fallado. Has intentado después el libertinaje hedonista por el que son famosos los franceses modernos, y también has fallado. Has revisado el reverso de las relaciones conyugales, sus pros y sus contras, una y otra vez, con ojo de verdadero artesano, y no has encontrado más que arena gris y hojas muertas. Has gastado lo último que aún te quedaba ahorrado en cosas sin valor alguno. No obstante permaneces de pie, como una noble estatua helena, soportando el dolor sin desfigurar el rostro, de manera bella, admirable, suprahumana, como el viejo Laocoonte.

El desprecio y el despojo lo has experimentado por igual, lo mismo en la carne que en el espíritu, las  dos plataformas ficticias que más admiro. Has probado la amargura del reproche, y el infierno de los celos. A veces cantas tristemente, como las flores, apagadas, de cara al sol que se esconde tras de los montes: "No te vayas, no te mueras aún, no desaparezcas en la obscuridad del olvido... ¿no ves que te amamos?". No sé si las cosas son así porque debieran de serlo, o si lo son sólo por capricho, por negligencia, o por mero azar. Sólo sé que sangran nuestros labios al impactarse contra el suelo, que se nos raspan las rodillas al caer de bruces. Nos levantamos, llenos de polvo, y continuamos nuestra marcha. Así es como sueles hacerlo. Y te admiro profundamente por ello. Eres mi guía, aunque no pueda ya alcanzarte.

Pocos saben o intuyen que el (des)amor individual no es más que una metáfora de algo más grande, de un (des)engaño más complicadamente urdido y de una mayor envergadura, universal y sin tiempo ¿Qué importan nuestras míseras individualidades respecto del todo? ¿A qué clase de dios le interesaría leer nuestros diarios, seguir de cerca nuestras vidas privadas, insípidas copias del mismo modelo desde hace milenios? El gallo negro canta en lo alto del granero sin hacer distinciones, y en las capillas repican con ferocidad solemne las campanas que nos anuncian la caducidad que nos conforma desde aquella mítica caída primigenia. No soy gnóstico ni mucho menos, pero me he caído muchas veces, y gusto de las hipérboles poéticas.

"Seca tus lágrimas. Sigue adelante, sin titubear" - me has dicho. Y es sincero tu consejo, además de sabio. Las lágrimas se congelan rápidamente y se transforman en témpanos, en dagas afiladas que nos alejan de nuestros propósitos, pero sobre todo, de la gente, de las personas vivas, aún de aquellas a las que más amamos, poco a poco, sin que nos demos cuenta. Cuando nuestro núcleo es muy blando, suelen ablandarse los demás miembros que le circundan. Aprovecha hoy que soy más blando que de costumbre, que no opongo demasiada resistencia, así podrás ver a través de mis numerosas máscaras, de los muros helados que levantan el fuerte de mis ásperas conductas. Embísteme de frente, de lado, de espaldas, y realiza el daño al que te has acostumbrado a recibir. Eres mi amigo, el mejor que tengo, y por ende, tienes el derecho a ser, aunque sea por un momento, el mejor de mis verdugos.

¿Cómo es el rostro de Eros, dime? Yo le he visto más de cien caras, y ha logrado confundirme, se ha salido con la suya el muy truhán. Me encuentro perdido, sin ruta, girando sobre algo vago e informe, como un planeta estúpido y burdo. No logro ver la luz entre las grietas de la cueva, me enceguecen las tinieblas de las mutaciones constantes. El instinto me subyuga por el día, y el intelecto me atormenta por la noche. Hay fuego en mis sueños, y vacío en mis actos. Arrójame una soga, si es que puedes o quieres, porque ya no te sigo más, ni puedo seguirte.

{Finalmente, el otro abrió los ojos. Se miraron mucho tiempo.
Una eternidad. 
Después ambos sonrieron, levemente, sin decirse nada}  

25 de septiembre de 2010

Canción popular

114

En el dedo se mece una rosa,
y la espina se queda en la piel.
Por el valle cabalga un rocín
con pelaje de nieve y de miel.

Viento, viento, ¿a dónde te llevas
las ramitas del diente de león?
¿Dónde puedo salvar mi inocencia
de tus manos, oh, mi corazón?

Suena un vals en las hojas caídas
y un romance en la tierra mojada.
Se oye un trino clarear a lo lejos
junto al río y a su agua, helada.

La voz llama a las cuatro estaciones
entonando sus nombres, gustosa:
Nadia, Esther, Esperanza e Inés.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

En los montes se tejen las nubes
y en las rocas se yergue la flor,
florecilla de mil y un secretos
firme y bella, de suave color.

La muchacha recoje naranjas
con sus dos bellas manos, sin par.
Esa ninfa tan pura, tan limpia
que aún no sabe lo que es el amar.

¡Cuánta dicha en el suave murmullo
de las olas que rompen las costas!
En las sábanas blancas, tendidas,
las arrugas se marcan, angostas.

¡Sopla, viento, con todas tus fuerzas!:
que te escuche la anciana en su lecho
y la niña que juega en el huerto.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

Ya la araña se esconde en sus hilos
y atrás de la leña, el ratón.
Ya se escucha acercarse a la noche
y al búho entonar su canción.

De pequeño miraba  las cosas
a través del cristal de mi cuarto.
La ventana, cubierta de vaho.
El calor que se escapa de un salto.

Hambre tengo del pan de los hombres,
de la piel, ese fruto prohibido.
Es la carne que nunca se sacia,
el manjar que se ofrece podrido.

¡Ay, qué lindos se ven tus caireles!
¡Ay, qué hermosas tus amplias enaguas!
¡Baila, nena, al son de estas notas!

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

5 de septiembre de 2010

Maculada inconcepción

Sentada en el pasto, sobre esa manta que solía cargar con cuadros rojos y blancos, con esa ropa que en su decencia invita más cada vez al deseo y los zapatos que rodean exactamente sus pies, sin que ni un espacio sobre dentro de ellos. Martes, día soleado; ella, colorida toda. Medio día y los placeres de la imaginación no podrían estar más sagaces ante la centelleante viveza de las telas que rodean la apacible ingenuidad —dichosa de gracia y de coquetería— en la que el revuelo del viento y la astucia inmoral de los insectos claman por alcanzar aquello que por Dios mismo es temido, aquello que en su fragilidad suspende el ánimo de cuanto la rodea, en la desesperancia de su fin y en la dicha del ver la armonía primorosa destruida tan solo en un instante, en que se alertará de lo del mundo, en el que el santuario sagrado de su ser se verá colmado del crimen de recibir la noticia del otro que la mira y de la sensación del pasto que la irrita y del peso ligero, pero insoportable, del estambre del suéter con que viste hoy y siempre.

En la tarde, en su casa. Con sus hermanos y sus padres indolentes, insensibles ante su maravilla y ante todo lo que es digno de verse. Se encierra en su cuarto y recuerda el día: las pláticas fútiles, el silencio que carcome durante la siesta fingida, las ganas de reír que se contienen, las ganas de correr, de brincar, de morder que han de quedarse en ella para siempre, que ha de ser digeridas con el hambre y puestas al servicio de la salvaje impotencia y de los impulsos espontáneos y furiosos de hacerse daño y de asfixiar (algo, algo pequeño, algo que haga frente, que rete, que evite, que tiente, que suplique ser llevado a la picota…): el acto sencillo de volearse el dedo durante la clase, hasta que ya no se pueda, hasta que su frágil cuerpo sienta el desmayo próximo y el desperdicio solícito del tiempo (de toda la vida que es el tiempo).

Pero lejos de eso se encuentra ahora. Ahora, sólo puede concentrarse en este tiempo, en esta ventana, en la mirada de la terrosa calle, de los perros juguetones (que juegan ¡Juegan! a pesar del hambre de días y de la fría y húmeda noche que no les permite calma ni sueño: juegan por el sol, que se ha asomado y que les brinda, como a todos, su vida y su muerte)… Entonces, ella también juega, juega a acariciarse los cabellos, juega a desnudarse y a contemplar lo que en el espejo refleja algo de la sacralidad que todos miran, aunque directamente sólo acompaña —inerte y malicioso— la vida en la que ella se destaca. Juega a deslizar sus dedos en la suavidad pasmosa de su piel, a presionar un poco la firmeza admirada de su carne… y voltea en el espejo para sonreír, para decirse «sólo es un juego», para despreciar que su mente sepa y que sus dedos sientan lo que su pecho, sus piernas y su cara también.

Llega la noche y sus muslos están desesperados después del juego, sus caricias no bastan; su rabia tampoco, ¿qué se puede hacer? Las cosas son así. Debo decir que no hay momento en el que la tranquilidad se apodere de un cuerpo que digiere su rabia, porque la rabia que se encarna sólo puede conseguir pena y delirio de vivir. Agua fría, agua caliente. No se puede dormir, no se puede imaginar alguien digno de su desesperación, no se puede acabar la vida a los catorce años…

Todos duermen; ella respira la ausencia de cualquier cosa compartible. Todos se ríen; ella calla y sentencia el absurdo del disfrute, la destrucción inexorable del anhelo y de la poca felicidad a que se aspira. Todos se revuelcan, se mezclan y creen que comparten su alma superflua y sucia del mundo y creen que quieren compartirla; ella piensa, calla, siente y mira con dolor de la eternidad en su mirada. Tanta falsedad y tan pocos a quienes les importa, tantas ganas de hacerlos sonreír con una navaja, tantas ganas de acabar con ellos para siempre.

Búscalo, ahí está, es ése el vestido más bonito, más blanco, más ceñido y elegante. Báñate, límpiate, muérdete los labios, tiende la cama con las sábanas rosas, escribe «váyanse al demonio» «nada tengo más que hacer, nada necesitan de mí, nada yo de ustedes. Mejor suerte otra vez»… otra vez.

Y el charco de sangre inundó su cama, manchó su vestido, palideció su rostro, mientras el resto de la casa dormía plácidamente.

30 de agosto de 2010

Nabí






Dime, profeta, ¿qué es lo que vendrá mañana?
El barniz de la juventud se me cae a pedazos.

Predestinadas
estuvieron
las flores en tu cabello.

Las flores, y el brillo religioso de tu pecho.
¿Quién es ése, El Demonio, contra el que luchas?

¿Cómo suenan tus ojos sin mí?
He nacido como fábula a partir de tu exhalación.
Me has dado a luz sin siquiera saberlo.

Al margen del baúl de la memoria, la corrosión muerde el marfil de mis días más jubilosos con singular avidez. Recostada en mi diván de terciopelo, mirando a las estrellas que subyacen en el mar obscuro de mis párpados cerrados, un látigo luminiscente ha reactivado mi deseo, antes completamente muerto. Viene de mis adentros, aunque no puedo saber exactamente de dónde.

En tus rezos, profeta, resuena el eco de lo múltiple, la seda negra con hilos nácar de colores vivos que componen las microporciones de las que está hecho lo visible. Los pétalos más frescos y suaves del orbe, tirados al azar sobre tus palabras sagradas, describen y dibujan las anécdotas de un lirismo como pocos, un lirismo profético, a través del cual no me es posible mirar la frontera entre lo erótico y lo hierático. Cuando hablas, mi carne entera tiembla, tu roja boca penetra hasta mis huesos, y mi espíritu desfallece, exultante.

¿Es porque eres casto, es acaso esa la razón?

La escarcha de la obscenidad recorre mis senos perfumados, transfigurada en una áspid que me va desposeyendo de mi atuendo, lentamente, dejando poco a tu imaginación. Pasa por mi vientre como escalofrío llegando hasta mis firmes muslos de porcelana, de tersa piedra caliza, ésos que te rehúsas a tomar por parecerte demasiado ardientes, demasiado corrompidos, demasiado exquisitos. Mi cabello se encarama sobre mis deliciosos hombros y cuello, tornándose un espeso maremoto de ébano; ahora me mira de frente, con rostro terrible, a contraluz de tu sombra distante y orgullosa. Al mismo tiempo, montado en el corcel de tu galante timidez de asceta, me arrojas con tus pupilas un dardo mitad desprecio / mitad lascivia, una chispa ígnea que cae sobre el territorio fértil de mis sueños pisoteados, de mi lengua experta, de mi piel cauterizada una y mil veces con el roce de otras pieles, de otras lenguas, de otros sueños pisoteados.

¿Qué tipo de pureza es la tuya,
profeta,
que consigues que ardan las cenizas?

Dulce vapor,
Veneno/Visión/Verdad,
único y genuino amante:
enséñame el camino empedrado hacia la aurora.

Toca las cuerdas de la cítara
y deja el diamante en suspenso
sobre el espejo de mi cráneo.

No hay indulto sin arrojo previo.
El ayuno de los cuerpos es un mágico crisol
por donde las cosas pasan y se transforman en violetas.

Tu enigma es mi esclavo
para el cual trabajo
y por el cual perezco.

17 de junio de 2010

Bêtise merveilleux


La niña abre los ojos.
Finalmente ha despertado.
Despeinada, hermosa, enciende la radio.
Comienza a mover sus pequeñas caderas al ritmo del sol.
Con este sonidito: tik-tak- tikititik-tak...
También canta, con su aguda, encantadora vocecilla.
10:37 am.
Nuestras melodías matinales se filtran por las cortinas de los demás cuartos.
Ella voltea y me dice: '¿verdad que no soy cursi?'
No.
Cuando se es feliz, nunca se es cursi, sino congruente.
Vamos por el desayuno.
Aprovecha la salida para recoger florecitas de jacaranda tiradas en el piso.
Con sus zapatitos rojo brillante, y sus labios carmín.
'¿Quién quieres ser hoy: mi novia, mi hermana o mi hija?', le pregunto.
Sólo sonríe, de manera deliciosa, y me abraza las piernas.
Bosteza.
Brinca de júbilo al ver el carrito de los helados.
'Dos de fresa con choco-chispas, por favor.'
Lame el hielo cremoso con suavidad, con una inocencia luminiscente.
Sus ojos: entrecerrados, entre dormidos y despiertos.
Inolvidables.
Las nubes cambian de posición mientras caminamos.
El césped cambia de tonalidades con el viento.
Las ventanas de los autos reflejan las cosas de manera chistosa.
Nuestros rostros parecen los de otras personas.
'¿Porqué no me abrazas?', me dice.
Y yo la abrazo.
Le doy un beso en la frente, cerca de la ceja.
'¡Globos, glo-bos, glooobooos!', alza la voz de pronto.
Le compro dos: uno en forma de corazón, y otro que parece un gatito.
¿Me siento estúpido? Sí, un poco.
De hecho bastante.
Mientras pienso, algo cálido se apodera de mi vientre.
Una sensación extraña, desconocida para mí.
Una cosquilla que dice: 'tira a la basura tus discursos, no te sirven de nada aquí.'
Una comezón que susurra: 'deja de forcejear, ¿no ves que soy la cumbre de la vida?'
Es que es demasiado bella, ella, la mujercita a mi lado.
¿O sólo soy yo el que lo nota?
También son demasiado bellas las orillas de los objetos, las esquinas y los techos.
Hay treinta y dos canciones desplegadas en mi cerebro.
Yo las canto todas al unísono, y ella sólo tararea una de ellas.
A través de sus suaves, humectados y brillosos labios de carmín.
Con ese alto cuello de adolescente y esas pestañas de ciervo.
Una cervatilla en la ciudad.
Eso es, justamente.
Brincando en cada remanso del río y restregando su delicado lomo en cada campo florido.
Y yo allí, viéndolo todo, como un verdadero idiota.
Pero no sólo viendo, desde lejos, como antes.
Siendo un verdadero idiota: la primera certeza que he experimentado alguna vez.
El mundo es idiota, ¡mira cuánto brilla!
¡Mira cómo me brillan las manos, y las de ella también!
¡Mira cómo se proyectan nuestras sombras sobre las aceras!
Percibo su perfume de pronto.
Esa fragancia que huele a canela, agridulce, tan particular, tan fresca.
Me estremezco de sólo recordarla.
'Te amo', le digo.
Qué vergüenza me da el escucharme.
Soy el idiota más grande del mundo.
Pero ella vuelve a sonreír, y el mundo despliega sus colores sobre mí, uno por uno.
Me obnubila.
No puedo ver nada.
El pavoreal abre su plumaje, y me muestra el reverso de todo.
Mientras se sonroja tímidamente, me abraza con fuerza de nuevo.
Qué maravillosa estupidez.
Sólo espero no abrir los ojos jamás.

16 de mayo de 2010

Algo crece en los puentes (hommage à Mallarmé)


Opacado por la penumbra que proyectan las púrpuras cortinas del desengaño amoroso y del cinismo hedonista, mi carácter, desalmado como de costumbre, ha conseguido llegar hasta tus más íntimas comarcas bajo la forma de cordial brisa y de inofensivo polen, impactando azarosamente el templo de cúpulas trigeñas y de pedestales apiñonados que configuran parte importante de lo que eres. Y con aquel dejo de tus carnes manchadas de ese azul tan puro y tan poco sacrílego que soy cuando duermo a tu lado, girando todavía alrededor de las quijadas lánguidas de ángel y de las horas carcomidas por la serie de pantallas en blanco que sólo tú y yo hemos podido rellenar, añoro al fin la sutil retirada. La mayoría de tus dedos, esos mástiles fragmentados y de cojines tallados con jeroglíficos irrepetibles, han señalado el lugar común, pretérito y perfecto, para la consecusión de nuestro deslices y de nuestros desagradables pero apasionados trances, de esa intimidad que se cuela por enmedio de los ilimitados espejos, y que agranda cada vez más el camino entre lo vedado y lo suelto al sol, vociferando palabras áureas todos los días, llenas de un pletórico significado latente.

Superada la falacia de todo lo que somos y lo que hemos sido juntos, dime, ¿qué podría salir mal? Muy pocas cosas de valor se han llegado a forjar desde la salvaguarda total de los bienes y de los tesoros propios, aún si las urracas perseveran en triturar con sus envidiosas pupilas las orillas rosáceas de las pulidas intenciones. Deviniendo de manera acre pero suavizada en esa criatura polígama y de muchos puertos que ahora puedo preciarme de ser, es también evidente que la luz ya no nos daba lo mismo, esa esencia de luciérnagas muertas que solían darle forma a nuestras mediocres aspiraciones cuando eran arrojadas desde lo alto de la mañana, plenas de albricias y de cajones vacíos, impregnadas de olor a lavanda y de todas las mágicas nimiedades que nadie pudo alcanzar a capturar, más que tú y yo.

Nos vemos obligados ahora a recuperar esas rígidas y marcadas pausas que se le imponen al intrépido cazador de intensidades, no importando si se es güelfo o gibelino, sino más bien procurando medir, a través de la decantación cuidadosa de las gotas del desprecio hacia lo mundano, lo hermosamente cruel que se logra transparentar a través de los ágiles desenlaces de nuestros secretos encuentros. El momento surge, bosteza, llenándose de árboles hirvientes y de frágiles crestas de vidrio aéreo que no conviene mandar a paseo todavía al soplarles, ni por todas las pausas del mundo. Así es como tú permites que haya lunas, y seda, e insectos de toda clase, manifestándose toda la serie de estructuras cosmológicas y teocráticas que exigen los crédulos y los ingenuos para construir sus diamantes con paja y con heno, como es su costumbre. Sacas el guante con salvaje marrullería, y ensartas las perlas metálicas en el hilo que las mantiene unidas, una por una, logrando así que las barreras que antes separaban el ensueño y la fantasía se quiebren para siempre, como un inútil e innoble jarrón de cemento.

La culpa es tuya, y no del viento. Bien lo sabes, aunque pretendas ocultarlo. Es tiempo ya de sacudirte esa serie de inútiles premisas que no le hacen bien ni al más robusto de los ánimos enfermos, y mucho menos considerando lo particular de tu paisaje interno, desbordante de auroras y descuidado de inextensos atardeceres que han ido floreciendo a la deriva ¿Qué se puede decir sobre el caso, si no viene al caso decir algo? Héme aquí otra vez, atravesado por disímiles puntas de cabello y por primitivas facciones enclaustradas, con todas tus máscaras, todos juntos sentados en la antesala de la auto-conciencia, como esperando el trazo y la sed, la vuelta de todo, el faro encendido de la vereda hacia la serenidad, inútilmente, desde luego ¿Y por qué digo "inútilmente", de dónde ese desprecio, esa farsante pose de víctima, de cordero amagado, de apurada cicuta que se desliza con remordimiento sobre la garganta del sabio? Si estoy aquí hoy contigo, no es por deber ni mucho menos por beneficio propio: es porque me da la gana.

La libertad de arbitrio es un milenario misterio que ni tú ni yo podremos desentrañar jamás, ni siquiera bajo la comunión de nuestras almas, porque nunca se ha visto que un hombre completo arrastre tras de sí las anclas de los pescadores, ni que se ensucie las manos cuando los demás arrecifes han dejado su discurso incompleto. Si hemos sido orillados a amarnos y destruirnos al mismo tiempo, que así sea, y no de otra manera. Retroceder es un gesto impuro, la voz opaca que ahuyenta a las gaviotas. Cálmate, seca tus lágrimas, y regresa tus prendas al lugar que ocupaban antes sobre tu cuerpo, y mejor opta por pensar que, si atinamos en nuestra predestinada jugada, la espiral de las jornadas sabrá recompensarnos.

24 de febrero de 2010

Estampa vespertina (la violence et l'amour)



¡Estúpida! ¡No es a Héctor al que debes de sonreírle, es a mí... a mí!

Cinco cuarenta y cinco de la tarde.

A unos cuantos metros de distancia de la reja plateada que separaba el colegio de la calle, cubierta apenas por la sombra del eucalipto más alto del patio, desde allí, sólo me era posible observar por enmedio de los barrotes, sus blancas y ajustadas calcetas reflejando el ámbar resolana de la tarde. Era patente su coqueteo inconciente al caminar desde ese entonces, esa poderosa y estremecedora inocencia concentrada en un par de piernecillas enfundadas en tela, delgados hilos de carne, gráciles columnitas de papel pintado. Diáfana, airosa, de un solo trazo, sin grandes pensamientos pero con enormes ojos color miel, así, tal cual, saliendo tranquilamente de la escuela primaria todas las tardes, de la mano de su madre. Es así como mejor la recuerdo.

La mamá habla: - ¿Quieres un helado?

- ¡Sí! De fresa con chocolate... ¡también con vainilla!

Se lo compra. Las dos se marchan del local, suben a su auto y se pierden a lo lejos. Mi rostro sabe a sal, se ha secado el sudor. Estoy hecho un asco ¡Mira nada más estos pantalones! Ya no debo de correr tanto en el receso: me lo han dicho mi maestra y mi papá muchas veces. Debo estar todo despeinado y apestoso. A lo mejor por eso ella ya no se me acerca...

Algo explota y se derrumba allá afuera. Posiblemente una bomba cayó muy cerca de mí. Ya casi estoy sordo. No veo más que sombras y luces pequeñas, deslumbrantes, desordenadas, como jugando con lo que queda de mi habilidad para captar lo que se mueve. No siento la mitad de la cara. Bueno, sólo un pedazo de nariz. Si tan sólo pudiera... sólo unos pocos segundos... me sigue pareciendo íncreible cómo pueden persistir tanto tiempo un par de calcetas blancas en la mente de un hombre. Bien colocadas, a la rodilla, justo enmedio de la falda tablonada y de los zapatos negros de charol con un broche. Sí... probablemente poseía las rodillas más finas que jamás he admirado, de niña o de mujer, las corvas de las piernas más graciosas de la escuela. Parecía una cervatilla. Los edificios se caen a pedazos, las llamas los devoran con rapidez; los misiles atraviesan las paredes de concreto y las vuelven escombros, los vidrios vuelan por todas partes, como el rocío de la tarde; el pesado humo difumina y pierde a los tanques, a los jets, a los batallones enteros... ¿En dónde está mi capitán?

- No, es que no me gustas.

- Pe... pe... pero... ¿por qué?

- No sé. No me gustas y ya.

¡Idiota! ¡Yo te amaba! ¡Nunca, ni en mi vida adulta, amé tanto a una mujer como a ti! ¡Estúpida! ¡Ah! ¡Me arden los pies, y la nuca, de sólo pensarlo! ¡Puta madre! Sí... ya empiezo a sentir otra vez... tengo toda húmeda la casaca... pero no puedo ver de qué color es el... ¡Re-puta madre! ¡Capitán! ¡Capitáaaan! ¡Tengo sed! ¡Por favor, déme agua! ¡Agua! Ya sé... necesito... necesito levantar el rifle y me verán... seguro alguien me verá... sólo cambiarlo de posición... lo jalo y... ¡Al carajo! ¡Sólo teníamos diez años, los dos, y todos los demás! ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil en ese entonces? Ahora todo lo que se hace es preparar, apuntar, y disparar... eso es todo. No hay más. No. Antes tenía que pensar las cosas. Razonar mucho, sentir demasiado. Ahora ya casi no siento nada, sobre todo ahora... ¡¡¡capitáaaaaaan!!! ¡¡¡Agua por favoooor!!! Estoy mojado... sí, sí... estoy mojado... mira nada más...

¡Era yo! ¡Era a mí al que debiste de haber besado! ¡No a Matías, por Dios! ¡Qué idiota!

Los contornos de las cosas se iban desvaneciendo lentamente, perdían sustancialidad de manera progresiva. Un olor a combustible quemado mezclado con pólvora cruda le inundaba todo el cerebro, y llegaba hasta su lengua. Sus recuerdos se abrían camino, fluyentes, por enmedio de los hondos surcos que permitían derramar incesantemente aquella sangre, misma que antes fuera su más cálida amiga, la púrpura guardiana de sus secretos más íntimos. De manera súbita, rauda, le pareció que todo lo que había sentido y experiementado a lo largo de su vida era vano, vulgar y barato, incluso ese amor, en comparación con lo que se avecinaba a continuación, con eso que estaba a punto de acontecer. Se encontraba en el umbral en el que dejaba de pertenecer al campo semántico de los hombres, diferente de todos ellos, alertas y vigorosos soldados, que le rodeaban y le pasaban ya por encima como si fuera un costal; dejaban de emparentarse de tajo. Dentro de pronto tampoco tendría ya nada en común con los árboles o con las flores, ni con los peces, ni con las aves ni con las bacterias, ni siquiera con aquella fiel y anciana cigarra que solía frotar sus patas contra su cuerpo de manera puntual y beligerante, todas las noches, desde el jardín de su casa.

Siete treinta y seis de la noche.

- Señor, encontramos el cuerpo del Sargento V. y los de todos los integrantes de su pelotón a un lado de la trinchera oeste, junto con otros cuatro cuerpos más, aún sin reconocer, señor. Señor, Al parecer son civiles, señor.

- ¡Mierda! Es una lástima. ¡Bien! Prepárense para avanzar desde el ala izquierda. Quiero listo el cuarto regimiento, presto a mis órdenes, en menos de diez minutos ¡Muévanse! En cuanto al sargento y sus soldados, entiérrenlos como es debido, pongan en orden todos sus papeles... y mándenle un telegrama a todas las madres de los caídos, de parte mía, con mis conmiseraciones incluídas. Ellas sabrán entender la situación. Que Dios guarde las valientes almas de esos muchachos.

Viéndolo de otra manera, no todo estuvo mal. Durante una jornada en cuarto grado, entre clases, le pregunté: "¿Quién te gusta del salón?". Ella se sonrojó. Me miró tímidamente, con una sonrisita continente de emociones fuertes y privadas, ya casi pubertas, y estalló: "¡Ay, qué te importa!". Echóse a correr hacia donde estaban sus amigas, a murmurar todo lo ocurrido, con cuchicheos y pequeños jalones propios de la edad. Era yo. Uno de ellos. Yo también le gustaba. Sí... estoy seguro... yo también le gustaba. Si no, ¿por qué actuó de esa manera? Sí... era yo uno de ellos. Lo sé. Sí, lo sé... muy bien... lo sé... lo... sé... (.)

- Sí, la verdad sí me gustaba, pero me intimidaba un poco. Sólo un poquito. Era simpático. Me gustaba cómo corría al jugar futbol, sus pecas, sus mejillas rojas y agitadas, y su cabello crespo despeinado. Después crecimos y me dejó de gustar. Pero bueno... al final, ¿qué importancia tiene todo ésto? Jejeje... sólo éramos unos niños, ¿no es así?

6 de febrero de 2010

L' Amour et La Violence

La chica finalmente llegó ante la puerta. Tocó. Él abrió con cortesía y fragilidad, como todas las veces. Las flores del parque eran muy bellas, de colores exuberantes que invitaban a posarse a las abejas, así como sutiles y refrescantes eran las olas que les golpeaban, con suavidad, las plantas de sus pies descalzos, hundidos en la arena. Ese día las nubes eran increíblemente hermosas y extensas, al igual que las estrellas demasiado brillantes, demasiado penetrantes, aún como se encontraban, a lado del sol.

Un par de parpadeos intercambiados bastaron para revelarlo todo, el misterio del universo. Y aún así, ambos se aventuraron a hablar, decidiendo transgredir lo frágil del instante, desviando los caminos. Frente a frente, los dos sabían que esto no debía continuar así. No era sano, no era recomendable ni nada de eso. Pero también sabían que era posible seguir juntos. Y a veces, muy a menudo, sólo lo posible basta para sostener las cosas. Si no, no habría mundo, no habría nada.

Sabían también que habían sido creados de arcilla, como todos nosotros. El frío les calaba hondo en los huesos, y las narices se les hacían cada vez más insensibles, más inexistentes, como era costumbre en los inviernos nevados. Las palmeras soleadas que les circundaban por doquier se agitaban de un lado a otro, en inquieto vaivén danzarín, como agitadas por aquella familiar brisa vespertina de ámbar, de rocío y de espuma; agitados de igual forma se encontraban sus corazones, los ánimos que los mantenían erguidos, cara a cara, isla contra isla.

- ¿Recuerdas cuando teníamos que cruzar la avenida corriendo, en medio de los autos que pasaban, para poder vernos a escondidas del otro lado del fraccionamiento?

- Sí, sí me acuerdo.

Una serie de nudos invisibles los ataban mutuamente, nudos que no apretaban pero que tampoco dejaban escapar. “¿Para qué escapar?”: a veces se inquirían ellos mismos. “No, no, escapar jamás. Eso no”. Sus adolescencias entrecruzadas, sus amaneceres compartidos, sus aromas absorbidos, sus pupilas titilantes de nostálgico deseo. Poderosas y desconocidas fuerzas los mantenían aún juntos, más allá de toda probabilidad. Mediante un solo golpe de suerte, es posible encontrar el tesoro. O la muerte. Con una sola exhalación, les era posible saber qué tan bien les había ido en el trabajo, o cuáles eran las treinta y siete cosas que por lo regular pensaban y sentían, de manera cíclica y recurrente. Él sabía de antemano en qué momento temblaría al recorrer su frágil espalda con roces apenas insinuados. Ella sabía que tenía que colocar un minuto con cincuenta segundos la sopa instantánea dentro del horno de microondas, no más, no menos: la temperatura adecuada para el paladar de su cónyuge. Ambos poseían el mapa ajeno de sus laberintos subterráneos, o al menos una gran parte de éste.

Nada de artificios. Quizás uno o dos, pero los inevitables, los de siempre, aquellos que hacen posible la comunicación entre los hombres. Todo lo demás había sido subsumido al sonido de sus pensamientos, al cálido rumor de sus arroyos subcutáneos. Una multitud de niños pasaron por donde estaban, rozándoles sus ropas; las jalaban a manera de cortina y se escondían, juguetones, detrás de sus cuerpos. También ambos se escondían detrás de sus propios cuerpos. No es seguro si era tan solo un juego para ellos. Quién sabe. Después se dieron cuenta que no eran niños los que jugaban a las escondidillas, sino aves, aves blancas, volando en parvadas ingenuas, muy cerca unas de las otras. La abuela de uno de los dos los miraba desde lejos, con una sonrisa apenas dibujada, portando sus clásicos vestidos de seda, tan famosos en su época ¿Era su abuela, o era un peñasco, o un trozo de vidrio, o un anhelo moribundo? Sí: era su abuela, sin duda. El vestido era inconfundible. También estaban allí sus madres, sus padres, sus dos mejores amigos, y un hijo que aún no había nacido, un pequeñuelo de cuatro años, con caireles dorados y macizas mejillas coloreadas. Todos lejanos espectadores.

- Entonces… dime qué es lo que piensas.

- ¿De qué?

- De mi vida.

Allí estaban, de nuevo. Una vez más, como hace un par de días, como hace un par de siglos, de milenios, de eones, como hace un par de vueltas de la rueca. No más que estatuas mirando hacia los rincones inhóspitos del tiempo, a la mitad de un rascacielos y en contacto directo con las montañas más sublimes, los valles más sensuales y los acantilados más deliciosos, formas ansiosas por dejarse acariciar, por dejarse sacudir de dolor y de solaz, de placer y de agonía. La boca llena de sangre y de dulce miel, apurando el elixir prohibido desde tiempos inmemorables, de manera simultánea. Los dedos, ágiles, de pianista, habían empezado a trazar siluetas amorfas sobre su largo cuello ¿Qué más tenían, sino se tenían el uno al otro? ¡¿Qué?! Una daga atravesada en el hombro, otra en la pierna, otra más en la médula de su orgullo, su dignidad, su egolatría ¿Era posible aún marchar, caminar, arrastrase? ¿En esas condiciones? Sí, sí era posible. Siempre es posible en estos casos. Crueles asesinos a sueldo, dormido uno al lado de otro, desnudos, plácidamente recostados, mientras afuera de su recámara la frágil noche soltaba el sereno despreocupada, unánime, justiciera, en el techo de todas las casas.

De repente un beso. Un hierro candente en los labios. Un pacto sellado. Una condena acordada. Ambos nacían una vez más hacia una irremediable esclavitud. Hacia la más grande de las libertades, quizás.

La chica comenzó a llorar, de alegría, sobre su regazo. Él, no pudo menos que hacer lo mismo. Abrazados, en un instante eterno y por ende ilimitado, toda la comarca se borró, y los telones se cayeron, uno tras de otro, de manera simétrica y acompasada. La flor era dicha, la ola era dicha, las aves eran dicha pura, volando en parvadas blancas. Las nubes eran dichosas, las estrellas también. Las guerras, las pestes, las hecatombes universales, su sombrío destino: todo esto era asimismo dicha, una dicha a gran escala. Una dicha histórica, cosmológica, ontológica. Finalmente, él le hizo pasar hacia dentro de la casa, y la puerta se cerró detrás de ella.

5 de enero de 2010

Bosquejos de una inerme soltería

Una gran lubricidad asomaba tras las cortinas de sus ropas y chocaba violentamente contra los límites de su cuerpo, se expandía y ascendía gota a gota, estímulo a estímulo; un lúbrico comportarse del que él ni siquiera estaba cierto de su origen o de su causa primera, de su más profunda madriguera. Como es regla general en todos nosotros, todo lo que sabía era lo que sentía: la detestable sensación de estar siendo empujado brutalmente hacia el borde del trampolín de los tiburones sin que uno diera previamente su consentimiento. Ya estaba bastante acostumbrado (adiestrado, casi diríamos) a este tipo de exabruptos incómodos y embarazosos, a estos esclavizantes deslices en medio de cualquier situación del cotidiano. Allí, en el supermercado, en la zona de frutas y legumbres, muy cerca de la de lácteos y carnes, a partir de cierto instante en que la abulia finalmente fue apartada, en lo único en lo que podía clavar la vista fija era en los múltiples escotes de las señoras bien dotadas, quienes, como benévolos dioses domésticos que escogen los aguacates más firmes y los plátanos menos maduros palpándolos con sus palmas juiciosas y abarcadoras, le regalaban sin empachos esta especie de paraísos incesantes e instantáneos, en medio del barullo adormecedor y gris de la economía familiar. A una de ellas, él la fue siguiendo, pasillo por pasillo, hasta sentir ese polar y gélido golpe de los refrigeradores de la comida congelada sobre sus manos, su nariz y sus orejas. Necesitaba comprar yogurth, por tanto, su camuflajeada persecución estaba bien justificada, casi con respaldo teorético y todo el asunto. A la vuelta, junto al anaquel de las cajas de cereal, un par de muslos bien delineados pertenecientes a una notablemente esbelta y tonificada adolescente robaron por un momento su atención; sin embargo, su líbido deliberó sabiamente, en esos momentos de tambaleo y de asomo al precipicio, a favor de la señora de los senos increíbles, por lo que siguió adherido al primer plan de satelitaje humano. Las ruedas del carrito de compras de la dama rechinaron y se pusieron en movimiento una vez más, pues había decidido por fin qué tipo de mermelada quería para sus hijos: no demasiada azúcar, no demasiados pedazos de fresa. Doce, once, diez, nueve, ocho: la numeración de los pasillos avanzaba de manera descendente, según podía notar de reojo, sin despegar disimuladamente y a intervalos su mirada de aquella ofrenda de frutos prohibidos, deliciosos, exquisitas piezas semi-redondas de porcelana, iluminadas de manera desafortunada por las horrendas y poco fulgurantes lámparas de neón que alumbraban aquel lugar; apetecibles par de frutos que por estar tan a la mano estaban así mismo completamente apartados y vedados para él y su voluptuosidad, su auriga implacable.
*
Cuando llegó a su casa, se quitó los zapatos, suspiró hondamente dos veces y encendió, por inercia, el primer distractor que se cruzó por su camino. Lo único que quedaban del recuerdo de esos senos que había perseguido minutos antes eran jirones mnemotécnicos, trazos geométricos de fantasmas que iban desapareciendo, gradualmente, conforme avanzaban los minutos y los estímulos sensoriales subsiguientes ¿Eran como un círculo achatado de los polos, o tan sólo como un ovalo demasiado redondo; como sandías, o más bien como melones? No obstante, sólo un remanente permanecía todavía de la experiencia anterior: un acre sabor de boca, algo indeseablemente impalpable, obscuro, un malestar inaprehensible, una astilla-verdugo colocada estratégicamente en medio del ceño. Se producía, inconcientemente como lo era siempre, una ebullición saturada de sangre y de altas temperaturas, oleajes púrpura y marejadas tangerinas, terribles y aterciopeladas, justo en la base de sus orquídeas arrugadas. En ese momento de glorioso combate entre dos o más contrincantes en el agón de sus sensaciones, una alocada y dionisíaca imagen emergió de la pantalla de televisión, haciéndole concentrarse de una manera constreñida y omniabarcante sobre una serie de puntos coloreados, micro-mosaicos del rompecabezas fluorescente que constituía en ese instante la pantalla: el par de impresionantes muslos de esa actriz afroamericana, en perfecto ensamblaje con sus glúteos de corcel de batalla decimonónica, del más prestigiado y noble del regimiento, de ésos que pintaba Delacroix suspendidos sobre sus dos patas traseras entre una aura de magnificencia y de sublime libertad, o de aquellos que modelaba amorosamente con cera o con barro Degas de manera casi obsesiva en su estudio; pedazos de carne firme y apetitosa que empujaba y contorsionaba, a la base de sus pródigas caderas de deidad fértil, contra las ingles recostadas de un joven desnudo, como una domadora de fieras encima de su montura, a horcajadas, danzando grácilmente con el tenue vacío de la recámara-set que le rodeaba, atmosféricamente artificiosa. Él, todavía espectador, impávido desde el cómodo pero limitado lecho que le proporcionaba su sofá, se dejó halar furtivamente y sin resistencia alguna por la serie de asociaciones deliciosas que permitía la contemplación de aquel arquetipo femenino al interior de su ya por demás entrenada imaginación, esa capacidad de multiforme fantasía que le proporcionara casi la totalidad de los placeres carnales del mundo, y sin la cuál, muy probablemente se hubiera dado un tiro en la cabeza, sin titubeos, ya desde hace muchos ayeres. Demasiada locura en este mundo de cuerdos. Henchido de esta lluvia de estrellas interior, de fuegos artificiales oficiosos que deslumbraban y dejaban deshabilitado por completo a su razonamiento e ilación causal de los fenómenos presentes, permaneció así por otros tres minutos, hasta que la dúctil imagen de la mamba negra se desvaneció, y él, con esa tensión irresoluta e implacable tirándole desde el extremo más poderoso de su perineo, no pudo hacer otra cosa que levantarse del sillón, apagar el rey electrodoméstico y jugar un rato con él mismo, en la privacidad neblinosa de su propia incognosciblidad: el encuentro más cálido y más intimista al que él, en ese momento preciso de su vida, hubiera podido aspirar.
*
Como por arte de magia, de súbito, la imagen de la despampanante hembra desapareció por completo. Fue expulsada con fuerza, exorcizada ferozmente, llevada por el torbellino de las complacencias autistas, del único diálogo posible del alma consigo misma, la verdadera diánoia platónica. Los segundos inmediatamente posteriores a la erupción volcánica, todo lo que atravesaba por enfrente de su res, eran guijarros, pedazos de luces muertas, navíos varados de formas y de figuras desarticuladas que habíanse soltado en algún momento de infortunio del haz de cosas primigenias del mundo, mismo que antes sostuviera con orden y razón absolutas el puño firme del presuntamente difunto demiurgo, es decir, antes de la brutal sacudida de mástiles y de orografías imaginarias: después, todo volvería a lo normal. Lo que a él le costaba trabajo entender era, a fin de cuentas, cómo era posible que las febriles visiones que le atacaban, desprevenido, sin ningún tipo de sutileza, pasaran tan rápido y sin ninguna importancia, en cabalgata fugaz del olvido, como intrépidos trenes sin estaciones que siguen del largo por los países exóticos y sus riquezas proliferantes hasta finalmente caerse en trompicada por los bordes limítrofes de la Tierra. Allí, extenuado y tendido en su cama, no deseaba articular palabra alguna, pues no podía pensar aún en nada: sagrado deleite muy poco valorado en estos tiempos de vulgar saturación mediática. No obstante, el dragón de siete cabezas no había sido vencido ni mucho menos: sólo se escondía, aguardaba risueño tras la maleza de las horas venideras, del próximo brote de atractivo lascivo, rica miel y anzuelo infalible para las moscas. Él lo sabía muy bien, siempre lo había sabido. No es que fuera creyente, religioso, ni nada de esas muletillas. Las fábulas sobre el pecado natural y las mansiones transmundanas le tenían sin ningún cuidado. Era sólo que los fulgurantes látigos de sus pulsiones no lo dejaban tranquilo nunca. Eso era todo, nada más que esta aparente simpleza. Aunque quizás, bien visto, era peor que sólo eso, debido a su atenuadamente ascética naturaleza. Él, en su papel de estoico obligado por las circunstancias adversas (como todos los estoicos), se encontraba empecinado en no permitir el desbordamiento de su propia animalidad en ocasiones inadecuadas, ni de ceder, así como así, tan fácilmente a la tiranía invasiva de la gula sobre su espíritu, a la completa sodomización de su intelecto y de su voluntad deliberativa: sabía que en esos pantanosos territorios se sumergiría frágil e indefenso con demasiada facilidad, y que no había manera de triunfar sobre lo real de esta manera. Quizás había aprendido eso en la mazmorra. La sombra del buen juicio pesaba demasiado sobre el reloj de arena de sus configuraciones, tratando de luchar a cada momento contra algo que no tenía ni espada ni escudo, ni casco ni peto con qué defenderse ni con qué amortiguar las sólidas invectivas de su lógica marmórea: un “algo” ciego y completamente indeterminado, pero germinado y florecido en él desde dentro a muy tempranas edades, imposible de saciar, imposible de extinguir, imposible de apagarse por completo. Era la capacidad del disfrute que le cedía su trono a la tortura. La tortura, sucedida a su vez por el acérrimo estallido del placer inmediato. Y después, el cántaro que se llena de nuevo. Un Sísifo femenino con seductoras y vaporosas ropas de lino, con una figura moldeada en los talleres del mismo Hefestos, delimitada por suaves curvas y justas proporciones que brindan uno de los espectáculos más bellos del mundo y una de las satisfacciones más entrañables que son posibles de alcanzar sin esfuerzo en el agridulce y sinuoso sendero de nuestra mortandad trazada. Satisfacción significa castigo, y viceversa, una y otra vez, como él sabía, demasiado bien, ya de antemano.
*
Después de una semana y media del singular suceso, aconteció una charla de café por aquí, una fiesta por allá, una función de cine el miércoles, una visita al museo el domingo. Salir con una, besar a otra. Prospectos, plausibilidades, meros antojos, descalificaciones y claudicaciones, caras familiares, a veces ridículas y aburridas, a veces interesantes pozos hacia donde mirar en su profundidad. Nada fuera de su espectro, de su todo delimitado dentro de las líneas de gis esbozadas sobre el suelo, trazadas por él mismo. Las pláticas normativas circulaban sin problemas, fluían atropellada pero felizmente, como el decurso del vino sobre las copas y las gargantas de los comensales ebrios: la moda, la familia, la academia, el futuro, el amor, los libros, las tardes perdidas, las rencontradas, los recuerdos de ferias, de niños, de adultos. Quitarle la ropa a una, dejar que se la quite la otra mientras se le mira plácidamente desde una suave esquina llena de almohadas. Gozo extático, idilio, sentido directriz de la existencia. Hilo que se desenreda por sí solo y que cae por los peldaños de una escalera, uno a uno, quién sabe hasta dónde. Novias como barcos de papel, amantes como cometas voladores en una tarde de verano con fuerte viento: nada fijo, nada estable. Lo único que seguía permaneciendo sobre todo y bajo todo era ese rojo hilo conductor que ataba y que anudaba con tirones continuos y con crudo magnetismo a todos sus conyugales pasatiempos. Él sabía bien todo esto, pero parecía no importarle demasiado ya, incluso había aprendido a disfrutar moderadamente de este pícaro y absurdo juego de mesa, avivado por el eco de la risa sarcástica sobre sí mismo y sobre los demás. La única cuestión que le seguía pareciendo grotesca e irrebasable era la de siempre, la de su propia insaciabilidad. Sí: había leído sobre la cupiditas, sobre el Eros y demás mitos contemporáneos ¿Y qué? ¿Era razón suficiente para aceptar tan desgastante peregrinar, tan secular epopeya del destino que no tiene principio, ni medio, ni final que nos ampare y nos dé su cariño de abuela, con chocolates calientes y mantas abrigadoras? Los íconos mutaban, las fachadas se derruían y se montaban otras encima: rubias, morenas, pelirrojas, delgadas, medianas, gruesas, con estilo o sin él, sin inteligencia o con ella, con buen humor o con pésima sensibilidad para el doble sentido, con elegancia admirable o con tropical mal gusto y vulgaridad arrabalera. Lo de menos parecía ser la persona, el contingente humano al que se ceñían sus atenciones y su lujuria decantada sobre un ente particular. Siempre brotaba algo más, un faro augusto en la lejanía, siempre brillaba más fuerte que la anterior una moneda al fondo de la fuente de las añoranzas y de las promesas encantadoras. “Quizás soy demasiado joven todavía”, rezaba ingenuamente para sus adentros. “Quizás en la madurez de mis años, esto cese, o por lo menos, amaine su fuerza y su embrujo”. Esa era su única religión, su único y verdadeo credo, sus únicas mansiones transmundanas con sucursal en el porvenir de sus días. “Ojalá que esto cese, que esto se acabe algún día”: esa su redención, su más preciada anestesia, su anhelado boleto al Paraíso. Muchos años después, con singular orgullo y desdén, pudo notar que, en efecto, la tempestad amainaba, poco a poco, mujer tras mujer, alegría tras alegría, duelo tras duelo. Después, la vejez finalmente le alcanzó y le quitó todos sus dones sexuales, excepto el de seguir deseando. Un fulminante derrame cerebral le mató, un día lunes del mes de julio. Justo en aquella memorable y esperada jornada veraniega, para alivio de sus ángeles de la guarda y de sus genios protectores, pero sobre todo para beneplácito de los filósofos y de los anacoretas de todos los tiempos y de todas las tradiciones, terminó la dictadura.

9 de diciembre de 2009

“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos)


“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos): conferencia magistral impartida por el Dr. Evaristo Adalid en la Universidad Autónoma de Bramante, durante la celebración del coloquio “De Beatrices, Dulcineas y Julietas: la figura histórica de la mujer en nuestra poesía contemporánea”, el 11 de Marzo de 1986.


(…) De ninguna manera podemos reducir una mujer a un solo fenómeno palpable e inmediatamente clasificable. Traicionaríamos su esencia más íntima, lo cual nunca podríamos perdonarnos a nosotros mismos. Sin embargo, no es posible imaginarse ni señalar la enorme cantidad de hembras individuales que transgreden este principio, que violan y violentan su propia constitución día con día, generación tras generación. Una verdadera lástima para el mundo y sus derivados. Aquellos seres inherentes con el misterio, nacidos para alcanzar las cumbres más borrosas y los abismos más inaccesibles que otorga la sensibilidad humana, forjados y templados dentro de las profundidades ígneas de los hornos del Dios Vulcano y al mismo tiempo bendecidos por las refrescantes y nubosas venias del Dios Urano, de pronto, sin previo aviso, deciden sumergirse de lleno en los monótonos fangos de la mediocridad y la limitación de sus posibilidades existenciales ¿Porqué? ¿Cómo es que se da esto? ¿Cómo es que se llega a tan lamentable situación para ellas, para nosotros, para todos?
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(…) No es lo mismo hacer preso a la fuerza a un individuo libre para convertirlo en rehén dentro de una guerra o en algún golpe de estado, que alguien que se presenta y se entrega voluntariamente ante tus pies con la cabeza gacha y las rodillas flexionadas. Es así como la mujer, hoy por hoy, se entrega por sí sola a la simplificación arquetípica del empobrecimiento cultural y a toda empresa reduccionista sexual que no conviene ni empata mucho menos con su inefable naturaleza. Una completa denigración, en toda la extensión de la palabra. No pretendo aquí establecer una distinción entre oficios o trabajos denigrantes y no denigrantes: no se me malentienda, por favor. Todo esto responde más bien a un problema ético, es decir, de coherencia consigo mismo: no es denigrante el trabajo o el oficio que desempeñe tal o cual mujer en la sociedad, sino más bien la toma de posición ética que asumen ante las comunidades o los núcleos sociales particulares y enormemente diversificados. Pero sobre todo, la denigración recae y se muestra, antes y después que a nadie, ante ellas mismas.
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Las mujeres de hoy no saben sincerarse frente a su soledad, frente a lo que ellas son, y nada más que eso. Se esconden por inercia tras maquillajes, artificios, juegos inconsistentes que ni ellas mismas comprenden ni quieren seguir en el fondo, fantasmas e inseguridades varias, gérmenes de ídolos culturales e históricos putrefactos que apestan desde hace ya varios siglos, pero que no logran descomponerse aún. A nuestras mujeres les falta esa resistencia, ese estoicismo, esa fortaleza, ese temple originario volcánico-uranio. Prefieren caer en las facilidades de lo banal, el lugar común y lo dado de manera inmediata por mediación de los esquemas de los mediocres y los limitados, esa abrumadora mayoría pertenecientes al sexo masculino castrado de espíritu: aquellos que desde la antigüedad se han conocido y catalogado bajo el nombre de “idiotas”, que, recalco, son los más (pueblo llano e intelectuales da igual, la erudición no importa casi nada en nuestra distinción cualitativa). Las mujeres, en su mayoría, no se conocen ellas mismas, no ha podido realizar con éxito tal ejercicio. Existen muchas que no se imaginan siquiera lo que representan, de lo que podrían ser capaces. Y aquí, toda puya feminista que pretenda ser lanzada contra mis aseveraciones, encontrará un argumento inobjetable: la mujer de nuestros días es apta y capaz para todo, para cualquier cosa, menos para ser mujer.
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(…) En la poesía, para poder asir la verdadera esencia de una mujer, la precisión de las letras empleadas tendría que ser magistral en su uso y su despliegue, casi una talla acabada en mármol, en ébano, lo mismo que el ritmo y el sentido endotérico de nuestros vocablos. Todo esto se da de esta manera porque los poetas somos en esencia idealistas. Si fuéramos realistas, la peor enfermedad que puede aquejar a los de nuestra raza, tendríamos que enfrentarnos al mismo problema que al solíamos enfrentarnos antes al crear cualquier poema tratando de ser siempre coherentes con la realidad: necesitaríamos antes que tomar como paradigma a una verdadera mujer, y de allí partir hacia la creación desenvuelta ¿Que qué creo que es una verdadera mujer, se preguntarán ustedes? Muy fácil: aquella que pueda portar con dignidad y perfecta adecuación el nombre que la postula como tal: adecuatio intellectus ad rem ¿Qué es aquello que la caracteriza de manera más evidente? Erotismo, dirá la mayoría. Pues no, de ninguna manera. La esencia de una mujer no puede reducirse puramente al ámbito erótico: ésta no es simplemente aquel instinto palpitante que se alberga domesticado dentro de la ramera entrenada o desmesurado en una ninfómana en ebullición: es otra cosa. De allí la dificultad de partir de la realidad, pues la mayoría de las mujeres de hoy, al igual que todos los idiotas masculinos, tienen en alta estima aquella concepción cosificadora de lo que se debe hacer como imperativo categórico contemporáneo en relación con nuestro erotismo: “gozar de la sexualidad”. Nada más idiota, impreciso y falto de perspectiva teleológica que esto.
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Pese a que el término erotismo traiga a cuenta una especie de “técnica de lo sexual”, y en ese sentido, un desarrollo de lo artístico que tiene la sexualidad animal en bruto (como bien señala Octavio Paz en su “Pan, Eros, Psique”), la mujer, en tanto mujer esencial, trasciende el ámbito del perfeccionamiento técnico del instinto de reproducción y de otorgamiento mutuo de placer sensorial. La esencia de la mujer toca esos caminos ineludibles y enigmáticos, indescriptibles, que los hijos de Prometeo hemos terminado por traer a cuenta con el nombre de belleza. Bien es cierto que la belleza se entrelaza muy a menudo con las pulsiones libidinales y se hermanan en su tendencia humana al deseo del otro, pero, si alguien en verdad es poeta, durante algunos privilegiados momentos dentro de su breve existencia en este mundo, tendrá el honor de asistir a la contemplación de la belleza impoluta de la esencia de la mujer en sí misma, lejos de los intereses particulares de satisfacción instintiva y de las manías colectivas llamadas “gusto” o “canon estético”. Es un rayo de luz cegadora, que lastima a la vez que fascina: en ese momento, no es posible sino agradecer al todo, en abstracto, sólo poniendo las energías en el acto mismo de contemplar y temblar junto con lo contemplado. Eso pasa con la belleza de la mujer, un aspecto poderosísimo de su esencia, quizás el principal. Es una rareza divina que escapa, como gas finísimo, la mayor parte de nuestro tiempo, con la mayor parte de las mujeres particulares con las que nos relacionamos cotidianamente, de cualquier rutinaria manera. El arte genuino se propone atrapar y congelar esa sustancia huidiza como su principal objetivo, y sí que lo logra cuando es tal.
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(…) Sin embargo, es pertinente diferenciar la idea de mujer de la mujer particular, sobre todo en el oficio que se supone que nos ajusta y que nos reúne a todos hoy bajo este honorable techo hoy: el de ser poetas. Un poeta, antes que nada, trabaja con ideas: son las ideas son su argamasa, sus ladrillos, su bloque en bruto en donde poder desplegar su poder creativo y mitológico, a la vez que su cincel y su martillo. En ese sentido, el poeta es un platónico. Pero no sólo es eso. Es también un spinozista. Spinozista porque logra encontrar en el lenguaje poético la unidad en la diferencia, lo uno en lo múltiple, la sustancia en los atributos, la trascendencia en la inmanencia, lo divino en lo humano. Para el poeta, la mujer particular es sólo un pretexto, una plataforma de lanzamiento hacia lo infinito misterioso, hacia lo luminoso e intangible que se muestra a través de las cortinas cristalinas del arte, de la condensación más contundente del espíritu humano. Lo importante para el poeta es la idea de mujer: es eso lo que le produce y le impele verdadera motivación, verdadero deseo. Una mujer particular no puede contener todas las cualidades divinas que posee y que es posible de desplegar a mansalva la idea de mujer en la poesía y en el arte, sus divinos dones en amalgama unitaria, plena de completud. Es demasiado para la carne contingente, para la vaciedad posible dentro de una singularidad dada. No podemos negar sin embargo que, escondidas entre la maleza, hay excepciones a la regla afortunadísimas en las que pueden aterrizar en carne de mujer algunos varios de los nueve atributos cabalísticos de perfección sin fricción alguna, danzar como libélulas en los jardines de los pasatiempos del perfecto y cerúleo Krsna, el ente más completo del mundo por ser tan femenino aún siendo un dios masculino. Aparece ante nosotros entonces, de vez en cuando en medio de nuestra cotidianeidad, algo muy cercano a una verdadera mujer. Toda una revelación. Y son a ellas a las que el poeta, si es que no quiere pasar sus días solo e incompleto, debe tender sus redes en pos de una buena pesca, la pesca de su propio reflejo embellecido en otra carne, en otro despliegue de su misma idealidad. Sólo ella, para el poeta, es digna de su amor. También es muy probable que nunca llegue a encontrarla, y es por ello que no la debe buscar. El egoísmo erótico del poeta es el más noble de los pecados mortales en la tierra, y por ende, el más placentero, el más doloroso. Es una cuerda que él mismo tiende sobre su cuello.
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(…) Dejemos de lado por un momento la cuestión del criterio selectivo para señalar a la mujer ideal. Hace ya veintitrés años, platicando con mi entrañable amigo y poeta Zacarías Buosso, surgió justo la cuestión de la denigración de la mujer como idea, y de cómo esta afecta a los poetas y a los espíritus sensibles que se resisten férreamente (muy a menudo contra su voluntad) a conformarse sólo con los placeres inmediatistas, la practicidad económica de las relaciones humanas y todos esos aparatos de coacción y de sometimiento generales que se aplican dentro de nuestra serie de sistemas regulativos en los que nos vemos inmersos (Sigmund Freud y su “malestar” cultural como estandarte más representativo de esto último). En esa ocasión, Buosso señalaba que, en efecto estaba de acuerdo con la mayoría de mis intempestivas, pero que parte de mi visión pecaba de un reduccionismo terminológico, y que, contrario a lo que yo aspiraba dentro del quehacer poético, dejaba mucho que desear en cuestión de apreciación real de la figura de la mujer en tanto metáfora útil para hacer poesía, de integrar la multiplicidad fluctuante en el núcleo unitario de lo femenino ideal. Para él, la mujer ideal no era más que una patraña utópica que debía de ignorarse tanto en la poesía como en la vida práctica, y conformarse con lo que ofrece la rica viña de los placeres mundanos, sin preocuparse demasiado por ningún tipo de criterio o de prejuicio previo sobre la mujer ideal o cualquier tipo de idealidad. Ante este revés, no tuve opción más que objetarle a Buosso que mi supuesto reduccionismo se encontraba completamente justificado en la realidad, y que a las pruebas me remitía, ya que si era verdad que él era poeta, no podría nunca, de ninguna manera, quedar satisfecho con tales determinaciones hedonistas y pragmatistas, y sería siempre un idealista aunque no se percatara de ello. Él sonrío burlonamente de manera leve y dejó el lugar después de pagar la cuenta. A los dos años se suicidó, definitivamente debido a crueldades del amor insatisfecho y de anhelos no cumplidos, de idealizaciones no realizadas, no actualizadas en la concretud de sus relaciones sentimentales. Un poeta como él (pues demostró serlo), al final, asintió mi teoría con su dolorosa muerte. Era verdad que yo ni siquiera poseía una teoría de la mujer ideal como tal (toda mi “argumentación” estaba basada en intuiciones, y él lo sabía bien), y de ninguna manera me precio de haberle ganado el duelo a mi amigo. Siempre es una lástima, una pérdida insalvable para la riqueza de la vida, que los verdaderos poetas, así como las verdaderas mujeres, abandonen este mundo prematuramente.
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(…) Es comprensible, hasta cierto punto, que una mujer pueda transformarse en una piltrafa manipuladora y sonsacadora para poder sobrevivir, pues así ha sido educada toda su vida y ha estado rodeada de infinitos ejemplos de la misma calaña; no obstante, tal conducta en una verdadera mujer no es justificable en absoluto: eso es cosa de inteligencias bajas, de sensibilidades viles. Bien es cierto que alguien nunca se siente tan vivo como cuando se está en contacto con una mujer, algo con algún sesgo de verdadera feminidad. Pero la realidad es que ciertos vicios e inconsistencias basadas en la ignorancia de su verdadera esencia destruyen y disipan por completo cualquier posibilidad de sublimación de los atributos que hacen e integran la idea de mujer, la vivacidad misma que impele lo mujeril. Tales máculas lo opacan, lo ennegrecen, lo corrompen a tal grado que se olvida todo tipo de admiración y embelesamiento, y se intercambia por contraste con una cruel repelencia abismática hacia ellas: se convierten en objetos, y nada más que eso. Repelencia y náusea aún más poderosas que las que se sienten por un hombre malogrado espiritualmente, pues se conoce el potencial de la mujer particular que tiende a idea, del ser más delicado y potente del mundo capaz de abrir constantemente brechas hacia territorios inexplorados de la experiencia vital, aquellos en donde se localiza el maná impoluto de lo latente e increado.
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(…)Los engaños y los espejismos pululan en nuestro intento poético de relacionarnos con lo femenino concreto. Una vez, por error, me relacioné con una mujer bastante necia, sumamente atractiva, corporalmente exquisita, pero demasiada necia, estúpida al fin. El principal problema con ella era que, mientras trataba de demostrarme que era algo más que un pedazo de carne que podía lamer y penetrar con singular gusto una y otra vez, me amenazaba con la posibilidad de lanzarse a los brazos de toda una horda de hombres idiotas, hambrientos de tenerla haciendo largas filas, si yo no era capaz de valorarla como ser humano, sensible e inteligente. Es decir, ella me decía que “si estaba conmigo y no con otros veinte”, era por que yo era especial para ella, pues yo era profundo y llenaba aquellas expectativas que su mundo vacío y superficial en el que desenvolvía antes no había podido otorgarle. El atractivo físico, como todos sabemos, no disipa la inseguridad personal (por el contrario a veces la termina acrecentando), provocando el impulso de querer generar, mediante prácticas y poses varias, la ilusión cosmética de inteligencia: cosa que, al igual que la sensibilidad y que el talento creativo, no es posible fingir. Intimidada por mi supuesta intelectualidad y mi refinamiento estético, lloraba y replicaba mi adjudicada arrogancia y desprecio implícito hacia su persona, exigiéndome respeto y comprensión, pues al parecer ella también se esforzaba mucho en culturizarse y en embellecer su alma, tarea que ejercía libremente por placer y por necesidad, al igual que yo ¿Pueden imaginarse algo más repugnante que esta situación en materia de relaciones humanas? Por supuesto, la dejé de inmediato. Sin duda esta experiencia propia funciona como una clara demostración práctica y material de lo que les vengo exponiendo hoy. Ahora debe estar casada con algún semental rico que la valora y que la ama tal y como ella es. El polvo al polvo, la idea a la idea. Qué felicidad la nuestra.
*
(…) ¿Que qué me merece Platón? ¿Es en serio la pregunta? (Risas) ¿Pues qué me va a merecer? Nada más que gratitud, más allá que admiración. Como poeta me ha expulsado en La república, y como verdadero poeta me ha recibido en El banquete, me ha invitado de su vino. Es mi mayor enemigo y mi más grande maestro: a él le debo todo lo que odio y todo lo que sé. A través de sus diálogos, he podido empezar a conocerme a mí mismo, y por ende, al Universo. Salud en su nombre.

24 de noviembre de 2009

Entre los brazos de París (Team Sleep’s mémoires)


A lo largo de nuestras vidas nos encontramos con sucesos imposibles de olvidar, de subsanar, momentos que no se logran sepultar así como así dentro de los fosos circunscritos de la memoria huidiza, o al menos no de maneras hasta ahora conocidas. Allí estaban de pronto, justo ante mí: un fragante par de obscuros ojos europeos, engalanados por unas cejas tupidas y augustas que extendían sus fibras sobre un tamiz de alba dermis como dóciles campos de trigo negro en medio de la taciturna noche, susurrando secretos y canciones de cuna con ayuda del viento, danzando grácilmente al ritmo del misterio. Ella se quedó mirándome de manera profunda y fatal, inocentemente agresiva, como quien domina por completo la habilidad de tirar cuerdas al abismo de los hombres. De pronto, sin ningún tipo de advertencia, entreabrió sus jugosos y carmines labios, esculturas voluptuosas labradas en coral humano, sólo para vociferar en un timbre quedo, dulce y amable, pero lleno de fogosidad iridiscente a manera de recital, las siguientes palabras muy cerca de mi oído:



Que pour une vie

je veux être avec toi,

uniquement avec toi,

dans tes bras avec toi.

À Paris pour une vie

emmène moi avec toi,

ne me laisse pas ici

dans tes bras à Paris

rien à foutre de la vie.




Juste être avec toi:

6h du mat'

dans un hôtel paumé,

complètement drogué,

juste être avec toi,

dans tes bras.

La magie de Paris.

La magie d'une nuit.

Rien à foutre de la vie

juste être avec toi,

juste dans tes bras,

dans tes bras

pour une nuit

à Paris.



Sobre la pared colgaba un cuadro dorado rococó, enmarcando bellamente a la nada. Un cigarro encendido dibujaba espirales de humo azulado sobre el vacío. Un collar de perlas nacaradas pendía horizontalmente sobre su espigado y delicioso cuello. Un fino négligé de encaje blanco y seda resguardaba celoso los tesoros ardientes de la carne. Unas sombras de ojos de un gris acero valiente, desafiaban cualquier quimera trazada sobre los territorios impolutos de las propias fantasías implausibles. Y debajo de todo, un diván rojo escarlata, esponjoso incendio aterciopelado, servía como recipiente de todos nuestros placeres privados. No recuerdo siquiera cómo es que llegué hasta allí, a su cómodo lecho, hasta su oculta morada, al límite de nuestra vida y de nuestra muerte. Quizás con ayuda del vino, quizás más con la del azar. Por la ventana, la vista magnífica de la Torre Eiffel, erguida, soberbiamente iluminada e impuesta sobre nuestra frágil finitud, ennoblecía de manera especial nuestra estancia en ese espacio.

Estampas de un perfume lejano. Fuente de magníficos escalofríos. Cera caliente, céfiros flotantes y cristales suspendidos en el tiempo. Pudor dormido a látigos, a besos. Mariposas de ebriedad revoloteando sobre mis sueños. El imperio de lo sensual, para bien y para mal, había triunfado de nuevo.

1 de noviembre de 2009

Delación

Acababa de dejar caer sus setenta y tres kilos de peso sobre la cama limpia y recién tendida que se había preparado para él; acababa de encender un cigarrillo y miraba al techo, y las formas de las manchas que el humo había dejado en el techo le parecían paisajes, animales, plantas, personas… acababa de colgar el teléfono, después de una llamada que le informaba que estaba despedido, que podía pasar por el cheque de su liquidación dentro de la siguiente semana, acababa de tomar tres vasos de whiskey cuando lo pensó: «no me arrepiento».

El cigarro y la botella se consumieron. Llamó a la recepción y pidió un masaje especial, una prostituta joven «la más joven que tengan», pero reconsideró: «pensándolo mejor, preferiría que vinieran dos». Fueron ellas y fueron botellas de vino y champagne, y más whiskey para él y más cigarros para todos, y coca. Él sentado en la cama, contemplándolas embriagarse y divertirse para divertirlo. Eso tenían que hacer, una vestida con una burka, la otra, desnuda completamente; luego, las dos desnudas; luego, las dos con burkas; luego, la otra y la una. Quería escucharlas platicar «como lo hacen con sus amigas, como cuando no importa lo que piense quien las escucha». Las niñas no eran muy brillantes ni tampoco tenían el carácter de las putas de la calle, forjado en la batalla contra las criaturas y las substancias de las noches de la ciudad. Hablaban de sexo, música cursi, zapatos, ropa y chismes; nada extraordinario, salvo que estaban bajo su tutela, estaban sometidas a sus caprichos: eran personas plenamente vivas, plenamente de frente y, sin embargo la experiencia era más bien estética y la ética se perdía en la superioridad monetaria que lo autorizaba a saber que eran personas pero considerarlas como si no lo fueran. Escuchar lo que decían era simplemente hipnótico, pero su actuación estaba como de fondo, como el ruido que se necesita para que los pensamientos tengan la fuerza suficiente en su concepción para no perderse.

Las miraba y se excitaba a ratos, mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, uno de ellos recurrente «no me arrepiento». Y las niñas decían y desdecían, y él miraba en medio de sus piernas y la perfección casi plástica de su piel y su boca con ese labial rosado, brillante, casi húmedo. Y, de repente, la risa, el furor, el llanto irracional y que venga más alcohol y que no dejen de platicar y de jugar, y que se cojan si quieren. Después pidió que fueran con él y tuvo sexo con ellas, con las dos, de todas las formas que se le ocurrió hasta que no pudo más y se durmió.

Al día siguiente, desnudo todavía, escuchaba lo que había pasado la noche anterior en su cabeza con nitidez, escenas enteras se repetían ni saber por qué, sin recordar exactamente lo que había ocurrido, pero escuchándolo. Tenía hambre, mucha; se sentía sucio: pequeñas punzadas recorrían esporádicamente todo su cuerpo. Se bañó, se vistió y se fue a la calle. Diez kilómetros y una llave perdida lo separaban de su casa; tal vez no había reparado en ello, pero se dirigía hacia allá caminando. Recordaba también, como un instantáneo parpadeo, la cara de una de las prostitutas llena de ternura y de estupidez, tenía tantas ganas de volver a ella, a ese momento esfumándose en la nada de una memoria débil. Decidió entrar a un café y se sentó en un gabinete porque no le gusta que lo molesten.

—¿En qué le puedo servir?

—Quiero un café americano.

—¿Desea algo más, señor?

—No.

Se desparramó. Recordó de pronto que estaba despedido, que había perdido su coche, que no le quedaba nada hacia adelante. Todo volvió de repente, encendió un cigarro, dejó un billete de cincuenta pesos en la mesa y salió de la cafetería si consumir nada. Por horas caminó y esquivó autos y recordó los momentos de prepotencia que había pasado sobre su camioneta, recorrió banquetas agrietadas… y ese olor a drenaje que está por todos lados en la ciudad. Ahora, como nunca antes, sentía empatía: hacia los perros callejeros, con los abandonados, más que con los que nacieron en ella; buscando alimento en los desperdicios de otros, reclamando supervivencia de lo que a los demás no les importa. Caminaba más y pensaba «desde ayer, desde siempre, perdido por ellos. Gracias a ellos. Nunca los he mandado, siempre he sido lo que ellos quieren. No sé quién soy yo; no sé si soy realmente»; verdaderamente que esa criatura pequeña, que ya arrastraba sus pasos en los laberintos inmensurables de una urbe que trasciende por mucho a sus habitantes, ingobernable; esa criatura que andaba con una dirección, pero sin un rumbo parecía más vaporosa que sólida, más fugaz que permanente.

Llegó a su casa y se enfrentó con el alto muro y con el alambre electrificado que mandó poner para su protección. Sin su llave, sin el control remoto, sin servidumbre dentro. Afuera de su casa, solo, destrozado, hambriento, acalorado, irritado… Se sentó en la banqueta y se quedó viendo una fila de hormigas.

Antier hubo una fiesta de aniversario en su oficina, él se quedó hasta tarde; todos bebieron, menos él, que nunca acostumbró hacerlo. Cuando ya casi no había nadie, se encontró a la esposa de su jefe; había llegado y visto a su esposo coqueteando sin recato con varias de las secretarias, sin importarle su presencia. Después de unas copas, se puso necia; su esposo, ya muy ebrio, la golpeó y la dejó lamentándose sola. Cuando la encontró, henchida de rabia, de celos, de vergüenza y de impotencia, se le insinuó, él no quería al principio; ella se subió el vestido y él no pudo contenerse al ver sus piernas y su rostro suplicante, lo hizo más por lástima, por compasión (eso es lo que siempre pensó), lo hizo porque no pudo soportar sus súplicas, sus promesas, sus caricias…

Ayer, sin que realmente hubiera un sincero remordimiento, le habló a su jefe y le dijo lo que había pasado, aunque sin detalles: «es lo correcto y no me arrepiento».

25 de octubre de 2009

Para poder alimentarse

Se supone que un cuchillo sirve para eso: para deslizarse suavemente y conseguir fragmentar lo que estando unido nos era inútil o estorboso. Se supone que la carne de un animal recién muerto puede alimentarnos sin remordimientos. Hay quien dice que alimentarse de animales tales como perros u hombres no está bien, que no se debe destruir el alma de un ente para satisfacer una necesidad que sólo en casos extremos puede ser fatal, que eso es imperdonable y que la imagen de la expresión de ellos jamás nos abandonará si lo hacemos, que se pasará uno pensando y pensando en lo que pudo haber sido y no es, que incluso se siente nostalgia del dolor que le estamos evitando, de la sarna y de la rabia que no lo carcomen, de los delitos que no cometió el que ahora es muerto… Yo no lo sé, quisiera pensar que me interesa, pero no es así. Porque, ¿qué sentido tiene encontrarse todos los días sentado en el mismo asqueroso lugar, haciendo siempre lo mismo? Y repito: la cultura es el mayor de los males de que se tiene noticia; pobres los animales domésticos, que se hallan un poco contagiados.

De todas las maneras en las que se suele presentar un hombre ante otro, hay muy pocas que sean tan desagradables como para provocar una ira tal que el otro acabe por matarle. Eso, en México, parece no ser tan presente como lo era en el porfiriato y antes, y aún más antes. No, por lo menos, con el contraste con el que durante la primera mitad del siglo pasado se enfrentaba la ausencia de respeto por la vida y la muerte propias —y, por lo tanto, ajenas— contra una pretendida inserción en el concierto de las civilizaciones europeas, los derechos humanos y otras cosas realizables sólo en países colonialistas, en los que se pueden saludar los unos a los otros gracias a que en otro lado hay quienes no soportan el peso de la inutilidad de su trabajo o su no trabajo, de su hacer o no hacer, de su vivir o su no vivir. El México rural siempre ha estado encantado, siempre ha conservado la memoria de los tiempos peores, porque ahí siempre son peores; y la ciudad de México que se vio invadida por hordas de los parias que alimentaban las veredas y caminos monteses y que se convirtieron en parias urbanos, vagos, carteristas, violadores, representantes del salvajismo de la gran urbe, los que mueren en cualquier cantina y matan ante cualquier desplante. Fue con luchadores y tianguistas de La Merced que se conformó el batallón Olimpia (1968) que luego fue los Halcones (1971). Hoy, a buen seguro, no es difícil encontrar quien mate por unos pocos pesos; los indígenas que asesinaron materialmente a los integrantes de Las Abejas en Acteal (1997) al parecer lo hacían por quinientos pesos y algo de droga. Muy poco, migajas: no saben al poder que están sirviendo. No hay, ni ha habido desde poco después de 1521 una noción de bien común, ni objetivos comunes; para muchos ni siquiera hay noción de bien particular: los mismos siempre, sin trabajar ganan; y los mismos siempre, trabajando pierden. Y la estupidez general de la humanidad facilita las cosas… Pero los mexicanos no me interesan, aunque ahora resurgen la vida y la muerte fáciles, gracias a la honda pobreza, a la gran humillación, al incansable rencor y al poder del narcotráfico: colgar cadáveres como escarnio, como hace miles de años, siempre la misma lección.

Caminar por las calles y estar pendiente de cada ruido, estar esperando el momento para lanzarte contra la amenaza, pasearse con la tensión perpetua comiéndote y con muy pocas fuerzas para seguir, ¿por qué seguir? Yo no sé… si solamente pudiera matarlos a todos, a todos. A ellos y a los otros, a los que se pasean en sus mustangs y que levantan murallas para que sus creaturas no los alcancen: son la misma basura oportunista y carroñera, son la misma mierda con diferente olor, o con el mismo, pero disfrazado. Todo es igual, todo se mueve igual, por sí mismo y nos usa como instrumentos viles y fácilmente reemplazables. Ni modo, así es la cosa.

Ayer yo no quería, o no estoy seguro, pero en esa calle sin alumbrado lo vi: un tipo cualquiera, con un traje fino, con unos zapatos llenos de lodo, con estrujando a una jovencita, con su sonrisa de simio brabucón, con el insulto en la boca y con un orgullo indecible —por inexplicable— a flor de piel, dispuesto a ser defendido ante cualquier amenaza. Ella no quería, pero él la forzaba; era, al parecer, la sirviente de su casa. A mí nadie me llamó a intervenir, ni siquiera ahora me explico cómo fue, sólo recuerdo que cada paso que daba para alejarme de ahí me dolía indeciblemente, tuve que regresar, tuve que decirle que la dejara. Él me miró, con una erección ridícula y los pantalones a medio bajar, con los ojos enardecidos: «lárgate pinche naco de mierda». Yo sólo lo veía y no me moví; él quiso continuar, pero súbitamente volteo: «¿Por qué no te vas a la chingada pendejo muerto de hambre?, ¿quieres varo?» Sacó un billete de cincuenta sin atreverse a dármelo, más porque pensaba que era mucho para mí que porque dudara en hacerlo. Al final no lo hizo. «¿Quieres a la vieja? ¡Es mía puto, MÍA!». La chica estaba ahí, con la blusa desgarrada, sin moverse; al parecer había salido de la casa huyendo y él la había alcanzado aquí, pero ahora ya no quería huir, esperaba. Yo me limitaba a mirar y él perdió la paciencia, ya no se aguantaba y sólo mi presencia le impedía saciarse de la inmundicia que es. Se me echó encima sin medir las consecuencias; si no lo hubiera hecho yo no me hubiera atrevido a atacarlo, en realidad, hasta ese momento sólo quería largarme de ahí, pero ya no podía, no sin la vergüenza del ridículo, y eso sí no lo soporto. Con facilidad introduje mi cuchillo en su abdomen y me aparté rápidamente, tal vez sin darse cuenta de lo que había pasado se abalanzó otra vez y ahora le corté el brazo. No fue sino hasta que vio la sangre que comenzó a sentir dolor y se tiró al piso lanzando maldiciones. La chica sólo atinaba a chillar hasta que súbitamente se fue sobre de él y le preguntaba si estaba bien y decía de su hijo y de que necesitaba el trabajo y de que no podría volver por él y de que iría a la cárcel. Me propuso que lo lleváramos al hospital y que podíamos decir que fue un asalto; yo, por única respuesta, deslice el cuchillo por el cuello del tipejo aquél y luego se lo clavé en los ojos. Ella chilló más y decía que su hijo estaba en la casa, que no sabía a dónde ir, ni qué hacer y que yo tenía la culpa. Y por un momento sentí culpa. Voltee a verla: su ropa vieja y descolorida, su blusa desgarrada, su cabello despeinado, su cara tierna, deformada por el dolor y por el miedo; de rodillas, chillando como cerdo, sujetando la cabeza de un cadáver sin saber qué hacer. Y yo, que sólo quería salir de ahí, encaminé mis pasos, pero nuevamente me dolían; voltee: me miraba, expectante y suspiraba con la cara enjugada de lágrimas. Me devolví, la alcance, la tomé del brazo y la levanté, la miré de frente, miré sus ojos grandes, enrojecidos y cristalinos… y sus pujidos. Lo más rápido y fuertemente que pude, la degollé también.

Yo creo que es un gran pecado que haya carne muerta y fresca y que se desperdicie de manera cobarde. Por lo menos podré comer cuatro días, pero sobrará mucha que se echará a perder; estoy sondeando a las personas que conozco, pero no parece fácil que la acepten. No quieren, dicen, que la imagen de los muertitos vaya con ellos. A mí me acompaña en las noches, a veces, el rostro del niño de la muchacha. Pero qué va, si la cosa es así…