28 de mayo de 2009

Ecos de un ángel rebelde: cantos desde la cornisa del infierno



Móviles de nuestros deseos más básicos y de nuestros más inconcientes impulsos, aquellos furiosos corceles negros del carruaje anímico, todavía nos atrevemos puerilmente a oponer resistencia día con día. Una resistencia inocua, irrisoria, madre de todas las filosofías y de todos los caminos de redención: un "no" contundente al pecado, a la ignorancia, al error, al exceso, al azar, a la indeterminación. Nuestra inocencia es suprema para aquellos que no sabemos dejarnos arrastrar por los mares desbocados de la lascivia y por las borrascas hirvientes de la carnalidad acendrada. "Mi pedestal es la razón, el buen juicio, la vida bienaventurada": almas rebeldes que tarde o temprano serán desmembradas por los buitres, cruel y lentamente, hasta que sólo queden de ellas, como osamenta ornamental, sus ideales sobre la seca tierra.

De manera indiscutible todos sabemos que la estupidez es la reina imperecedera del mundo, y también que sabe muy bien cómo castigar a aquellos que no sepan arrodillarse ante su trono. La hipocresía, el engaño, la farsa y el simulacro son los artilugios más socorridos del que se sirve su séquito entero para conseguir sus jugosos fines (entre ellos mismos y de vez en cuando con algún desventurado "otro"), que no son distintos que nadar entre placeres inmediatos y perderse en la ignominia de la miope voluptuosidad. Vulgaridad: naturaleza humana que el rebelde no puede resignarse a aceptar, y no porque no quiera, sino simplemente porque no puede hacerlo. No podemos volar, no podemos respirar bajo el agua, no podemos amar y olvidar al mismo tiempo.

Rebeldes: viles piezas de un ajedrez de sangre y de inercia de un juego que termina pronto para casi todos, pero que para nosotros no parece terminar nunca. El miedo irresoluble de perderlo todo en un simple juego, de salir herido siempre de una batalla que nunca se gana por carecer de estrategias, que siempre se pierde por ser transparente, una batalla en la que a veces el oponente nunca se entera que fue tal, siervo obediente de Su Majestad mundana, insensible talador (a) de bosques, imbécil cazador (a) de ballenas. El rebelde se toma demasiado en serio el juego, se arriesga demasiado de entrada en una mesa rodeada de tontos. Desproporción cruda y abrumadora del batallón de los cien mil corsarios.

Mientras tanto, el coro del teatro interior clama por una, por otra y por otra cosa, ad infinitum, de manera despiadada ¿Qué hay detrás del jolgorio de las festivas urracas parlanchinas, detrás de las pétreas puertas que aparentan resguardar las intimidades más interesantes y los sentimientos más delicados y más finos? Nada: paja, maniquíes usados, bodegas vacías. La belleza físonómica es la mejor carnada inherente del instinto, la más cruel de las decepciones para el intelecto. El rebelde sabe esto y escupe sobre la superficie de los bellos lienzos y las bellas estructuras con su desprecio y su desinterés innatos, pero no puede evitar caer de vez en cuando, de vez en siempre, en estas redes de lo inmediato. Ser rebelde no significa ser fuerte, ser inmune a las picaduras de las avispas. Muy al contrario: es la debilidad suprema del hombre.
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Vida social: función bufonesca de risotadas y de aspavientos que no llevan a ninguna parte, pues no hay en realidad a dónde ir. Bailes torpes de máscaras de yeso y de cristal opaco que se caen a pedazos con la espuma de la cebada y la llamarada del centeno, con el aroma fragante de la uva madura y el vaho pesado del agave, revelando los rostros desfigurados de la ebriedad circundante, rasgo más identificable del orden natural, o sea, la estupidez. De pronto no hay santidad ni perversión: sólo hay besos, caricias, actos reflejos de antílopes a punto de ser cazados por un león hambriento. La hora del carnero y la del cordero se confunden en un vórtice desmesurado para el rebelde: la virtud y el vicio se escurren y se esfuman en una amalgama de estupideces y de prejuicios nublados, de tropiezos y de tartamudeos sobre el lienzo de lo real: la historia personal del rebelde se escribe siempre con ceguera, siempre un paso por detrás de la pertinencia, siempre demasiado inmaduro o demasiado maduro, siempre demasiado ignorante o demasiado sabio, siempre demasiado joven para las almas degradadas y siempre demasiado viejo para los noveles cuerpos en ebullición. Entre dos mares, varados, nos encontramos, ondeando nuestra bandera roja enmedio de la nada.
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Uno quiere algo, y después lo rechaza cuando lo obtiene. Se desea fervientemente beber de la cantimplora en medio del ardiente desierto. Finalmente, la cantimplora está allí, en nuestras manos: ¿quién quiere agua? Yo no. Ya no. El síndrome de la eterna insatisfacción, del incesante rechazo de lo que se ofrece, y la incesante búsqueda de lo que se anhela de manera perseverante: el dhukka durmiente que el Sakyamuni, necio príncipe de la rebeldía, fotografió magistralmente. Ahora Mara se burla descaradamente desde su lecho de impermanencia.
¿Para qué se nos da deseo, si no podemos satisfacerlo? ¿Para qué el fuego, si no podemos ni cocinar, ni calentarnos, ni alumbrar la cueva, ni quemar a alguien?

¡Basta de teorías y de creencias, de valores y de cultura cohersitiva, de anclas y de boyas que nos pretendan mantener en los territorios seguros, en la linde de las humanidades! ¡Jajaja! ¿Humanidades? ¡La humanidad es lo que hasta ahora se ha conocido como la inhumanidad! ¡Eso es! ¡Basta de todo esto! ¿Basta? Imposible: el vocablo "rebeldía" permanece inscrito en nuestras frentes, en nuestros brazos, en nuestro pecho. Ser rebelde no es cuestión de elección: ¡nadie quiere ser rebelde! ¡Cuantiosa estupidez, pretensión de santos y de "hombres de bien"! ¡Todos queremos ser súbditos: disfrutar de los suaves perfumes y de las sedosas texturas, de las suaves pieles, de la miel de los besos y de las palpitantes sombras de las piernas y las espaldas, de los senos y de los firmes músculos, de los caprichosos mentones y de los estilizados cuellos. Queremos derretirnos en el tiempo sin acordarnos de él, sin saber quién, ni cuándo, ni dónde, ni porqué. La rebeldía también es miedo: miedo al dolor, a la crueldad injustificada, a la pérdida de espejismos fundamentales.

Se nos fue dada la capacidad de desear, y al mismo tiempo la capacidad de razonar. Y por si fuera poco, la capacidad de sentir, de compadecernos del otro ¿Qué se hace con esa contradictoria mezcla? ¡Qué descuido! ¿Cómo fue posible tal atrocidad, tal imperfección, tal defecto de fábrica? ¿Cómo es posible disfrutar al sufrir de esa manera? Para el rebelde, el erotismo no será sino una promesa siempre incumplida, un eslabón siempre roto, una isla lejana sin botes cercanos. Un simple dibujo borroso en la arena de lo posible. Sigue, rebelde, tirando tus piedras al mar, sigue dibujando poemas y escribiendo paisajes de lo que nunca podrás aprehender: sigue arrastrando tu condena en estos lares de claroscuro, de torbellinos y de brisas, hasta cumplirla con éxito. Hay más rebeldes como tú: síganse los pasos, procuren no apartarse nunca unos de otros. Sigan hasta la muerte, de frente y sin miedo, hasta el fin de los tiempos...