13 de julio de 2008

Tarde azul para jugar

Amenazado por unos ojos que se asoman a través de una rejilla. Un aliento que viene del oeste y se disipa ya lejos de mí, aunque sé que no desaparece para siempre, que siempre va a estar ahí tal vez disperso, y que antes también estaba. Una permanencia que no se justifica para mí: un mundo siempre igual y un yo siempre perdiendo cosas (y a sí mismo).

Los intrépidos ojos negros suyos seguían fijos en mí, ¿cuánto tiempo habría pasado? Cualquier cantidad podría haberse creído. Esa mirada era secundada por la imponente presencia de su piel morena y la blancura delicadeza que se habían permitido sus senos después de tanto permanecer ocultos; pero hoy no, ni mañana. Separados por una rejilla y por algo más, que verse no puede, pero sentirse sí; y unidos por algo semejante, ocasionalmente llamado deseo, con una increíble imprecisión, quizá concebida a propósito.

Una de esas cosas, uno de esos días que todo el mundo conoce pero que nadie sabe, caminando, siempre caminando llegué hasta su vista, y víctima fui nuevamente de su encantamiento y nuevamente mi pecho ardió y mis ojos se abrieron y demás blasfemias que operan sin consentimiento mío, sólo con la venia de Dios y obedientes a su propósito. Y yo sin entender la manera en que su pecho late ni en que sus pupilas se dilatan, distante de ella por un abismo, sin saber cómo ni por qué quiere ni los motivos por los que se mueve; sabiendo sólo que me miraba; sonriendo sin, tal vez, poderlo evitar, mirando a un cúmulo de carne moverse, mirarla y también sonreír.

Frío y calor como los únicos elementos del mundo: nada más se necesita para querer la vida. Una mejilla tibia recargada en mi pecho tratando de contener la fuerza de mi latido. Pensando aquí, en el olor solamente de su cabello y en los artificios que me engañan siempre, que siempre me provocan. Sin nada que decir ante el desfile desorganizado de las ardillas que por sí mismo expresa, que en sí mismo contiene todo lo que decirse puede, porque esas ardillas son nuestros pensamientos. Un cuello que oculta secretos tantos y tan varios, que ha sido visto de tantas maneras, que une, cual frágil puente, la querencia y la necesidad. Una figura conocida en un suave abdomen maleable y juguetón, y unos pies.

Parado aquí, soportando de frente la ola que viene del pasado, que está encima de mí, que caerá inevitablemente, que inevitablemente me hundirá, que me empapará de su sabor salado.

El cielo despejado, azul como nunca antes. Golpes y violencia infantil, regocijo de no poder reconocer al otro. Un asesinato inocente, un juego vaiviniente donde la naturaleza trae y arrebata, donde el sol genera y degenera; y una solemne, inexorable ley que resplandece sobre todo, que nos obliga a actuar viéndonos solos, que nos conduce, ciegos, por do le conviene, por do los juegos ya no acabarán.

Maté a la de piel morena y negros ojos, a pesar de mí mismo.

8 de julio de 2008

Metempsicosis


En medio del sordo rugido de la bella muchedumbre y de los navíos varados de mis rodillas, permanecía sonando una clase muy particular de música, festiva y energética, que comenzaba a inundar y a expandirse por todo el lugar gradualmente, convirtiendo todo en rosa, en puntos fluorescentes y de maniaco frenesí. Los agitados cabellos claros y suaves de la juventud, estandartes de lo frívolo, producían un efecto hipnótico en aquellos individuos que no participaban de la fulgurante danza, como era el caso. Luces estroboscópicas y rayos policromos de varios grosores y longitudes bañaban las deliciosas espaldas, hombros y cuellos de las estilizadas doncellas, despreocupadas espigas agitándose al ritmo cadencioso del viento de Julio. En este caso, el viento era aquella resonancia estruendosa que emergía de las bocinas y de los altavoces colocados estratégicamente a lo largo y ancho del recinto, produciendo un sonido envolvente y de alta fidelidad que erizaba los vellos y que retumbaba en los huesos.

El beat, el acompasado y monótono golpeteo dominante, recordaba aquellos ancestrales rituales de variados y míticos pueblos alrededor del globo, mismos que, bajo el influjo del ritmo de numerosos instrumentos de percusión y de la cálida sombra de las fogatas y de las piras, lograban entrar en comunidad con los otros mundos, con poderosos espíritus y dioses a través del movimiento extático de los senos y de las caderas, del abundante espumeo de sus bocas debido a la pérdida momentánea de su conciencia, de la pupila de sus ojos. Un gramo de efímero romance, una pizca de fugaz aventura, una onza de dionisíaco olvido: preciados tesoros de los asistentes esa noche a la ardiente festividad, buscados y perseguidos con tanto afán y con tanta voracidad que daba miedo, que daba asco, que daban ganas de unirse desinteresadamente a su cacería y desparramarse en el mundo, posteriormente, embriagado de placer y de deliciosa, dulce náusea.

El suelo tiembla, mis bostezos huyen despavoridos. Las botellas se vacían y dejan ver, desnudas, sus hermosos y vítreos colores. La pista de baile se llena, revelando bajo la escasa luz las exquisitas y broncíneas piernas de una horda de hembras provenientes de las mesas laterales y de los sofás blancos de enfrente, las cuales, gustosas y con carcajadas fantasmagóricas y adorables, nos muestran a través de su entusiasta agitación y de su voluptuoso brillo cutáneo, el espíritu más profundo de lo humano sin siquiera saberlo: el elixir mismo de todo lo vivo y de todo lo móvil. Hay cortinas de humo levitando por encima de las cabezas irreconocibles, figuras azuladas y caleidoscópicas que se rompen y se reconfiguran al más mínimo roce con alguno de aquellos cuerpos, de manera mágica y desconcertante. Todo es luz, todo es obscuridad con traje de fulgor y de envidiable desinhibición.

Un escalofrío asciende por mi espalda, idénticamente como el legendario dragón asciende hacia los cielos en forma de turbulento relámpago. Impredecible, como la noche, un pensamiento se abre paso y se instala, cómodamente, en medio de mis convicciones y de mi vulnerable moralidad. Me levanto de mi silla, rumbo al sanitario. En el camino, me encuentro a alguien que no reconozco en medio de todo ese alboroto, a la mitad de ese ilimitado jolgorio, deleitable auto-destrucción. Me lleva de la mano hacia la salida. Las risas se vuelven balbuceos, el mar de música se vuelven ecos lejanos. Volteo hacia atrás por última vez, y como en Sodoma, una hermosa y curvilínea chica se convierte en sal, con la Gomorra post-moderna como muda testigo. La figura desconocida, mi guía, por fin consigue sacarme de la cueva y ponerme de frente al frío saludo de las silenciosas y enigmáticas calles de la madrugada citadina. He vuelto a nacer. Me pasa todo el tiempo.