9 de diciembre de 2009

“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos)


“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos): conferencia magistral impartida por el Dr. Evaristo Adalid en la Universidad Autónoma de Bramante, durante la celebración del coloquio “De Beatrices, Dulcineas y Julietas: la figura histórica de la mujer en nuestra poesía contemporánea”, el 11 de Marzo de 1986.


(…) De ninguna manera podemos reducir una mujer a un solo fenómeno palpable e inmediatamente clasificable. Traicionaríamos su esencia más íntima, lo cual nunca podríamos perdonarnos a nosotros mismos. Sin embargo, no es posible imaginarse ni señalar la enorme cantidad de hembras individuales que transgreden este principio, que violan y violentan su propia constitución día con día, generación tras generación. Una verdadera lástima para el mundo y sus derivados. Aquellos seres inherentes con el misterio, nacidos para alcanzar las cumbres más borrosas y los abismos más inaccesibles que otorga la sensibilidad humana, forjados y templados dentro de las profundidades ígneas de los hornos del Dios Vulcano y al mismo tiempo bendecidos por las refrescantes y nubosas venias del Dios Urano, de pronto, sin previo aviso, deciden sumergirse de lleno en los monótonos fangos de la mediocridad y la limitación de sus posibilidades existenciales ¿Porqué? ¿Cómo es que se da esto? ¿Cómo es que se llega a tan lamentable situación para ellas, para nosotros, para todos?
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(…) No es lo mismo hacer preso a la fuerza a un individuo libre para convertirlo en rehén dentro de una guerra o en algún golpe de estado, que alguien que se presenta y se entrega voluntariamente ante tus pies con la cabeza gacha y las rodillas flexionadas. Es así como la mujer, hoy por hoy, se entrega por sí sola a la simplificación arquetípica del empobrecimiento cultural y a toda empresa reduccionista sexual que no conviene ni empata mucho menos con su inefable naturaleza. Una completa denigración, en toda la extensión de la palabra. No pretendo aquí establecer una distinción entre oficios o trabajos denigrantes y no denigrantes: no se me malentienda, por favor. Todo esto responde más bien a un problema ético, es decir, de coherencia consigo mismo: no es denigrante el trabajo o el oficio que desempeñe tal o cual mujer en la sociedad, sino más bien la toma de posición ética que asumen ante las comunidades o los núcleos sociales particulares y enormemente diversificados. Pero sobre todo, la denigración recae y se muestra, antes y después que a nadie, ante ellas mismas.
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Las mujeres de hoy no saben sincerarse frente a su soledad, frente a lo que ellas son, y nada más que eso. Se esconden por inercia tras maquillajes, artificios, juegos inconsistentes que ni ellas mismas comprenden ni quieren seguir en el fondo, fantasmas e inseguridades varias, gérmenes de ídolos culturales e históricos putrefactos que apestan desde hace ya varios siglos, pero que no logran descomponerse aún. A nuestras mujeres les falta esa resistencia, ese estoicismo, esa fortaleza, ese temple originario volcánico-uranio. Prefieren caer en las facilidades de lo banal, el lugar común y lo dado de manera inmediata por mediación de los esquemas de los mediocres y los limitados, esa abrumadora mayoría pertenecientes al sexo masculino castrado de espíritu: aquellos que desde la antigüedad se han conocido y catalogado bajo el nombre de “idiotas”, que, recalco, son los más (pueblo llano e intelectuales da igual, la erudición no importa casi nada en nuestra distinción cualitativa). Las mujeres, en su mayoría, no se conocen ellas mismas, no ha podido realizar con éxito tal ejercicio. Existen muchas que no se imaginan siquiera lo que representan, de lo que podrían ser capaces. Y aquí, toda puya feminista que pretenda ser lanzada contra mis aseveraciones, encontrará un argumento inobjetable: la mujer de nuestros días es apta y capaz para todo, para cualquier cosa, menos para ser mujer.
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(…) En la poesía, para poder asir la verdadera esencia de una mujer, la precisión de las letras empleadas tendría que ser magistral en su uso y su despliegue, casi una talla acabada en mármol, en ébano, lo mismo que el ritmo y el sentido endotérico de nuestros vocablos. Todo esto se da de esta manera porque los poetas somos en esencia idealistas. Si fuéramos realistas, la peor enfermedad que puede aquejar a los de nuestra raza, tendríamos que enfrentarnos al mismo problema que al solíamos enfrentarnos antes al crear cualquier poema tratando de ser siempre coherentes con la realidad: necesitaríamos antes que tomar como paradigma a una verdadera mujer, y de allí partir hacia la creación desenvuelta ¿Que qué creo que es una verdadera mujer, se preguntarán ustedes? Muy fácil: aquella que pueda portar con dignidad y perfecta adecuación el nombre que la postula como tal: adecuatio intellectus ad rem ¿Qué es aquello que la caracteriza de manera más evidente? Erotismo, dirá la mayoría. Pues no, de ninguna manera. La esencia de una mujer no puede reducirse puramente al ámbito erótico: ésta no es simplemente aquel instinto palpitante que se alberga domesticado dentro de la ramera entrenada o desmesurado en una ninfómana en ebullición: es otra cosa. De allí la dificultad de partir de la realidad, pues la mayoría de las mujeres de hoy, al igual que todos los idiotas masculinos, tienen en alta estima aquella concepción cosificadora de lo que se debe hacer como imperativo categórico contemporáneo en relación con nuestro erotismo: “gozar de la sexualidad”. Nada más idiota, impreciso y falto de perspectiva teleológica que esto.
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Pese a que el término erotismo traiga a cuenta una especie de “técnica de lo sexual”, y en ese sentido, un desarrollo de lo artístico que tiene la sexualidad animal en bruto (como bien señala Octavio Paz en su “Pan, Eros, Psique”), la mujer, en tanto mujer esencial, trasciende el ámbito del perfeccionamiento técnico del instinto de reproducción y de otorgamiento mutuo de placer sensorial. La esencia de la mujer toca esos caminos ineludibles y enigmáticos, indescriptibles, que los hijos de Prometeo hemos terminado por traer a cuenta con el nombre de belleza. Bien es cierto que la belleza se entrelaza muy a menudo con las pulsiones libidinales y se hermanan en su tendencia humana al deseo del otro, pero, si alguien en verdad es poeta, durante algunos privilegiados momentos dentro de su breve existencia en este mundo, tendrá el honor de asistir a la contemplación de la belleza impoluta de la esencia de la mujer en sí misma, lejos de los intereses particulares de satisfacción instintiva y de las manías colectivas llamadas “gusto” o “canon estético”. Es un rayo de luz cegadora, que lastima a la vez que fascina: en ese momento, no es posible sino agradecer al todo, en abstracto, sólo poniendo las energías en el acto mismo de contemplar y temblar junto con lo contemplado. Eso pasa con la belleza de la mujer, un aspecto poderosísimo de su esencia, quizás el principal. Es una rareza divina que escapa, como gas finísimo, la mayor parte de nuestro tiempo, con la mayor parte de las mujeres particulares con las que nos relacionamos cotidianamente, de cualquier rutinaria manera. El arte genuino se propone atrapar y congelar esa sustancia huidiza como su principal objetivo, y sí que lo logra cuando es tal.
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(…) Sin embargo, es pertinente diferenciar la idea de mujer de la mujer particular, sobre todo en el oficio que se supone que nos ajusta y que nos reúne a todos hoy bajo este honorable techo hoy: el de ser poetas. Un poeta, antes que nada, trabaja con ideas: son las ideas son su argamasa, sus ladrillos, su bloque en bruto en donde poder desplegar su poder creativo y mitológico, a la vez que su cincel y su martillo. En ese sentido, el poeta es un platónico. Pero no sólo es eso. Es también un spinozista. Spinozista porque logra encontrar en el lenguaje poético la unidad en la diferencia, lo uno en lo múltiple, la sustancia en los atributos, la trascendencia en la inmanencia, lo divino en lo humano. Para el poeta, la mujer particular es sólo un pretexto, una plataforma de lanzamiento hacia lo infinito misterioso, hacia lo luminoso e intangible que se muestra a través de las cortinas cristalinas del arte, de la condensación más contundente del espíritu humano. Lo importante para el poeta es la idea de mujer: es eso lo que le produce y le impele verdadera motivación, verdadero deseo. Una mujer particular no puede contener todas las cualidades divinas que posee y que es posible de desplegar a mansalva la idea de mujer en la poesía y en el arte, sus divinos dones en amalgama unitaria, plena de completud. Es demasiado para la carne contingente, para la vaciedad posible dentro de una singularidad dada. No podemos negar sin embargo que, escondidas entre la maleza, hay excepciones a la regla afortunadísimas en las que pueden aterrizar en carne de mujer algunos varios de los nueve atributos cabalísticos de perfección sin fricción alguna, danzar como libélulas en los jardines de los pasatiempos del perfecto y cerúleo Krsna, el ente más completo del mundo por ser tan femenino aún siendo un dios masculino. Aparece ante nosotros entonces, de vez en cuando en medio de nuestra cotidianeidad, algo muy cercano a una verdadera mujer. Toda una revelación. Y son a ellas a las que el poeta, si es que no quiere pasar sus días solo e incompleto, debe tender sus redes en pos de una buena pesca, la pesca de su propio reflejo embellecido en otra carne, en otro despliegue de su misma idealidad. Sólo ella, para el poeta, es digna de su amor. También es muy probable que nunca llegue a encontrarla, y es por ello que no la debe buscar. El egoísmo erótico del poeta es el más noble de los pecados mortales en la tierra, y por ende, el más placentero, el más doloroso. Es una cuerda que él mismo tiende sobre su cuello.
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(…) Dejemos de lado por un momento la cuestión del criterio selectivo para señalar a la mujer ideal. Hace ya veintitrés años, platicando con mi entrañable amigo y poeta Zacarías Buosso, surgió justo la cuestión de la denigración de la mujer como idea, y de cómo esta afecta a los poetas y a los espíritus sensibles que se resisten férreamente (muy a menudo contra su voluntad) a conformarse sólo con los placeres inmediatistas, la practicidad económica de las relaciones humanas y todos esos aparatos de coacción y de sometimiento generales que se aplican dentro de nuestra serie de sistemas regulativos en los que nos vemos inmersos (Sigmund Freud y su “malestar” cultural como estandarte más representativo de esto último). En esa ocasión, Buosso señalaba que, en efecto estaba de acuerdo con la mayoría de mis intempestivas, pero que parte de mi visión pecaba de un reduccionismo terminológico, y que, contrario a lo que yo aspiraba dentro del quehacer poético, dejaba mucho que desear en cuestión de apreciación real de la figura de la mujer en tanto metáfora útil para hacer poesía, de integrar la multiplicidad fluctuante en el núcleo unitario de lo femenino ideal. Para él, la mujer ideal no era más que una patraña utópica que debía de ignorarse tanto en la poesía como en la vida práctica, y conformarse con lo que ofrece la rica viña de los placeres mundanos, sin preocuparse demasiado por ningún tipo de criterio o de prejuicio previo sobre la mujer ideal o cualquier tipo de idealidad. Ante este revés, no tuve opción más que objetarle a Buosso que mi supuesto reduccionismo se encontraba completamente justificado en la realidad, y que a las pruebas me remitía, ya que si era verdad que él era poeta, no podría nunca, de ninguna manera, quedar satisfecho con tales determinaciones hedonistas y pragmatistas, y sería siempre un idealista aunque no se percatara de ello. Él sonrío burlonamente de manera leve y dejó el lugar después de pagar la cuenta. A los dos años se suicidó, definitivamente debido a crueldades del amor insatisfecho y de anhelos no cumplidos, de idealizaciones no realizadas, no actualizadas en la concretud de sus relaciones sentimentales. Un poeta como él (pues demostró serlo), al final, asintió mi teoría con su dolorosa muerte. Era verdad que yo ni siquiera poseía una teoría de la mujer ideal como tal (toda mi “argumentación” estaba basada en intuiciones, y él lo sabía bien), y de ninguna manera me precio de haberle ganado el duelo a mi amigo. Siempre es una lástima, una pérdida insalvable para la riqueza de la vida, que los verdaderos poetas, así como las verdaderas mujeres, abandonen este mundo prematuramente.
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(…) Es comprensible, hasta cierto punto, que una mujer pueda transformarse en una piltrafa manipuladora y sonsacadora para poder sobrevivir, pues así ha sido educada toda su vida y ha estado rodeada de infinitos ejemplos de la misma calaña; no obstante, tal conducta en una verdadera mujer no es justificable en absoluto: eso es cosa de inteligencias bajas, de sensibilidades viles. Bien es cierto que alguien nunca se siente tan vivo como cuando se está en contacto con una mujer, algo con algún sesgo de verdadera feminidad. Pero la realidad es que ciertos vicios e inconsistencias basadas en la ignorancia de su verdadera esencia destruyen y disipan por completo cualquier posibilidad de sublimación de los atributos que hacen e integran la idea de mujer, la vivacidad misma que impele lo mujeril. Tales máculas lo opacan, lo ennegrecen, lo corrompen a tal grado que se olvida todo tipo de admiración y embelesamiento, y se intercambia por contraste con una cruel repelencia abismática hacia ellas: se convierten en objetos, y nada más que eso. Repelencia y náusea aún más poderosas que las que se sienten por un hombre malogrado espiritualmente, pues se conoce el potencial de la mujer particular que tiende a idea, del ser más delicado y potente del mundo capaz de abrir constantemente brechas hacia territorios inexplorados de la experiencia vital, aquellos en donde se localiza el maná impoluto de lo latente e increado.
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(…)Los engaños y los espejismos pululan en nuestro intento poético de relacionarnos con lo femenino concreto. Una vez, por error, me relacioné con una mujer bastante necia, sumamente atractiva, corporalmente exquisita, pero demasiada necia, estúpida al fin. El principal problema con ella era que, mientras trataba de demostrarme que era algo más que un pedazo de carne que podía lamer y penetrar con singular gusto una y otra vez, me amenazaba con la posibilidad de lanzarse a los brazos de toda una horda de hombres idiotas, hambrientos de tenerla haciendo largas filas, si yo no era capaz de valorarla como ser humano, sensible e inteligente. Es decir, ella me decía que “si estaba conmigo y no con otros veinte”, era por que yo era especial para ella, pues yo era profundo y llenaba aquellas expectativas que su mundo vacío y superficial en el que desenvolvía antes no había podido otorgarle. El atractivo físico, como todos sabemos, no disipa la inseguridad personal (por el contrario a veces la termina acrecentando), provocando el impulso de querer generar, mediante prácticas y poses varias, la ilusión cosmética de inteligencia: cosa que, al igual que la sensibilidad y que el talento creativo, no es posible fingir. Intimidada por mi supuesta intelectualidad y mi refinamiento estético, lloraba y replicaba mi adjudicada arrogancia y desprecio implícito hacia su persona, exigiéndome respeto y comprensión, pues al parecer ella también se esforzaba mucho en culturizarse y en embellecer su alma, tarea que ejercía libremente por placer y por necesidad, al igual que yo ¿Pueden imaginarse algo más repugnante que esta situación en materia de relaciones humanas? Por supuesto, la dejé de inmediato. Sin duda esta experiencia propia funciona como una clara demostración práctica y material de lo que les vengo exponiendo hoy. Ahora debe estar casada con algún semental rico que la valora y que la ama tal y como ella es. El polvo al polvo, la idea a la idea. Qué felicidad la nuestra.
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(…) ¿Que qué me merece Platón? ¿Es en serio la pregunta? (Risas) ¿Pues qué me va a merecer? Nada más que gratitud, más allá que admiración. Como poeta me ha expulsado en La república, y como verdadero poeta me ha recibido en El banquete, me ha invitado de su vino. Es mi mayor enemigo y mi más grande maestro: a él le debo todo lo que odio y todo lo que sé. A través de sus diálogos, he podido empezar a conocerme a mí mismo, y por ende, al Universo. Salud en su nombre.

24 de noviembre de 2009

Entre los brazos de París (Team Sleep’s mémoires)


A lo largo de nuestras vidas nos encontramos con sucesos imposibles de olvidar, de subsanar, momentos que no se logran sepultar así como así dentro de los fosos circunscritos de la memoria huidiza, o al menos no de maneras hasta ahora conocidas. Allí estaban de pronto, justo ante mí: un fragante par de obscuros ojos europeos, engalanados por unas cejas tupidas y augustas que extendían sus fibras sobre un tamiz de alba dermis como dóciles campos de trigo negro en medio de la taciturna noche, susurrando secretos y canciones de cuna con ayuda del viento, danzando grácilmente al ritmo del misterio. Ella se quedó mirándome de manera profunda y fatal, inocentemente agresiva, como quien domina por completo la habilidad de tirar cuerdas al abismo de los hombres. De pronto, sin ningún tipo de advertencia, entreabrió sus jugosos y carmines labios, esculturas voluptuosas labradas en coral humano, sólo para vociferar en un timbre quedo, dulce y amable, pero lleno de fogosidad iridiscente a manera de recital, las siguientes palabras muy cerca de mi oído:



Que pour une vie

je veux être avec toi,

uniquement avec toi,

dans tes bras avec toi.

À Paris pour une vie

emmène moi avec toi,

ne me laisse pas ici

dans tes bras à Paris

rien à foutre de la vie.




Juste être avec toi:

6h du mat'

dans un hôtel paumé,

complètement drogué,

juste être avec toi,

dans tes bras.

La magie de Paris.

La magie d'une nuit.

Rien à foutre de la vie

juste être avec toi,

juste dans tes bras,

dans tes bras

pour une nuit

à Paris.



Sobre la pared colgaba un cuadro dorado rococó, enmarcando bellamente a la nada. Un cigarro encendido dibujaba espirales de humo azulado sobre el vacío. Un collar de perlas nacaradas pendía horizontalmente sobre su espigado y delicioso cuello. Un fino négligé de encaje blanco y seda resguardaba celoso los tesoros ardientes de la carne. Unas sombras de ojos de un gris acero valiente, desafiaban cualquier quimera trazada sobre los territorios impolutos de las propias fantasías implausibles. Y debajo de todo, un diván rojo escarlata, esponjoso incendio aterciopelado, servía como recipiente de todos nuestros placeres privados. No recuerdo siquiera cómo es que llegué hasta allí, a su cómodo lecho, hasta su oculta morada, al límite de nuestra vida y de nuestra muerte. Quizás con ayuda del vino, quizás más con la del azar. Por la ventana, la vista magnífica de la Torre Eiffel, erguida, soberbiamente iluminada e impuesta sobre nuestra frágil finitud, ennoblecía de manera especial nuestra estancia en ese espacio.

Estampas de un perfume lejano. Fuente de magníficos escalofríos. Cera caliente, céfiros flotantes y cristales suspendidos en el tiempo. Pudor dormido a látigos, a besos. Mariposas de ebriedad revoloteando sobre mis sueños. El imperio de lo sensual, para bien y para mal, había triunfado de nuevo.

1 de noviembre de 2009

Delación

Acababa de dejar caer sus setenta y tres kilos de peso sobre la cama limpia y recién tendida que se había preparado para él; acababa de encender un cigarrillo y miraba al techo, y las formas de las manchas que el humo había dejado en el techo le parecían paisajes, animales, plantas, personas… acababa de colgar el teléfono, después de una llamada que le informaba que estaba despedido, que podía pasar por el cheque de su liquidación dentro de la siguiente semana, acababa de tomar tres vasos de whiskey cuando lo pensó: «no me arrepiento».

El cigarro y la botella se consumieron. Llamó a la recepción y pidió un masaje especial, una prostituta joven «la más joven que tengan», pero reconsideró: «pensándolo mejor, preferiría que vinieran dos». Fueron ellas y fueron botellas de vino y champagne, y más whiskey para él y más cigarros para todos, y coca. Él sentado en la cama, contemplándolas embriagarse y divertirse para divertirlo. Eso tenían que hacer, una vestida con una burka, la otra, desnuda completamente; luego, las dos desnudas; luego, las dos con burkas; luego, la otra y la una. Quería escucharlas platicar «como lo hacen con sus amigas, como cuando no importa lo que piense quien las escucha». Las niñas no eran muy brillantes ni tampoco tenían el carácter de las putas de la calle, forjado en la batalla contra las criaturas y las substancias de las noches de la ciudad. Hablaban de sexo, música cursi, zapatos, ropa y chismes; nada extraordinario, salvo que estaban bajo su tutela, estaban sometidas a sus caprichos: eran personas plenamente vivas, plenamente de frente y, sin embargo la experiencia era más bien estética y la ética se perdía en la superioridad monetaria que lo autorizaba a saber que eran personas pero considerarlas como si no lo fueran. Escuchar lo que decían era simplemente hipnótico, pero su actuación estaba como de fondo, como el ruido que se necesita para que los pensamientos tengan la fuerza suficiente en su concepción para no perderse.

Las miraba y se excitaba a ratos, mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, uno de ellos recurrente «no me arrepiento». Y las niñas decían y desdecían, y él miraba en medio de sus piernas y la perfección casi plástica de su piel y su boca con ese labial rosado, brillante, casi húmedo. Y, de repente, la risa, el furor, el llanto irracional y que venga más alcohol y que no dejen de platicar y de jugar, y que se cojan si quieren. Después pidió que fueran con él y tuvo sexo con ellas, con las dos, de todas las formas que se le ocurrió hasta que no pudo más y se durmió.

Al día siguiente, desnudo todavía, escuchaba lo que había pasado la noche anterior en su cabeza con nitidez, escenas enteras se repetían ni saber por qué, sin recordar exactamente lo que había ocurrido, pero escuchándolo. Tenía hambre, mucha; se sentía sucio: pequeñas punzadas recorrían esporádicamente todo su cuerpo. Se bañó, se vistió y se fue a la calle. Diez kilómetros y una llave perdida lo separaban de su casa; tal vez no había reparado en ello, pero se dirigía hacia allá caminando. Recordaba también, como un instantáneo parpadeo, la cara de una de las prostitutas llena de ternura y de estupidez, tenía tantas ganas de volver a ella, a ese momento esfumándose en la nada de una memoria débil. Decidió entrar a un café y se sentó en un gabinete porque no le gusta que lo molesten.

—¿En qué le puedo servir?

—Quiero un café americano.

—¿Desea algo más, señor?

—No.

Se desparramó. Recordó de pronto que estaba despedido, que había perdido su coche, que no le quedaba nada hacia adelante. Todo volvió de repente, encendió un cigarro, dejó un billete de cincuenta pesos en la mesa y salió de la cafetería si consumir nada. Por horas caminó y esquivó autos y recordó los momentos de prepotencia que había pasado sobre su camioneta, recorrió banquetas agrietadas… y ese olor a drenaje que está por todos lados en la ciudad. Ahora, como nunca antes, sentía empatía: hacia los perros callejeros, con los abandonados, más que con los que nacieron en ella; buscando alimento en los desperdicios de otros, reclamando supervivencia de lo que a los demás no les importa. Caminaba más y pensaba «desde ayer, desde siempre, perdido por ellos. Gracias a ellos. Nunca los he mandado, siempre he sido lo que ellos quieren. No sé quién soy yo; no sé si soy realmente»; verdaderamente que esa criatura pequeña, que ya arrastraba sus pasos en los laberintos inmensurables de una urbe que trasciende por mucho a sus habitantes, ingobernable; esa criatura que andaba con una dirección, pero sin un rumbo parecía más vaporosa que sólida, más fugaz que permanente.

Llegó a su casa y se enfrentó con el alto muro y con el alambre electrificado que mandó poner para su protección. Sin su llave, sin el control remoto, sin servidumbre dentro. Afuera de su casa, solo, destrozado, hambriento, acalorado, irritado… Se sentó en la banqueta y se quedó viendo una fila de hormigas.

Antier hubo una fiesta de aniversario en su oficina, él se quedó hasta tarde; todos bebieron, menos él, que nunca acostumbró hacerlo. Cuando ya casi no había nadie, se encontró a la esposa de su jefe; había llegado y visto a su esposo coqueteando sin recato con varias de las secretarias, sin importarle su presencia. Después de unas copas, se puso necia; su esposo, ya muy ebrio, la golpeó y la dejó lamentándose sola. Cuando la encontró, henchida de rabia, de celos, de vergüenza y de impotencia, se le insinuó, él no quería al principio; ella se subió el vestido y él no pudo contenerse al ver sus piernas y su rostro suplicante, lo hizo más por lástima, por compasión (eso es lo que siempre pensó), lo hizo porque no pudo soportar sus súplicas, sus promesas, sus caricias…

Ayer, sin que realmente hubiera un sincero remordimiento, le habló a su jefe y le dijo lo que había pasado, aunque sin detalles: «es lo correcto y no me arrepiento».

25 de octubre de 2009

Para poder alimentarse

Se supone que un cuchillo sirve para eso: para deslizarse suavemente y conseguir fragmentar lo que estando unido nos era inútil o estorboso. Se supone que la carne de un animal recién muerto puede alimentarnos sin remordimientos. Hay quien dice que alimentarse de animales tales como perros u hombres no está bien, que no se debe destruir el alma de un ente para satisfacer una necesidad que sólo en casos extremos puede ser fatal, que eso es imperdonable y que la imagen de la expresión de ellos jamás nos abandonará si lo hacemos, que se pasará uno pensando y pensando en lo que pudo haber sido y no es, que incluso se siente nostalgia del dolor que le estamos evitando, de la sarna y de la rabia que no lo carcomen, de los delitos que no cometió el que ahora es muerto… Yo no lo sé, quisiera pensar que me interesa, pero no es así. Porque, ¿qué sentido tiene encontrarse todos los días sentado en el mismo asqueroso lugar, haciendo siempre lo mismo? Y repito: la cultura es el mayor de los males de que se tiene noticia; pobres los animales domésticos, que se hallan un poco contagiados.

De todas las maneras en las que se suele presentar un hombre ante otro, hay muy pocas que sean tan desagradables como para provocar una ira tal que el otro acabe por matarle. Eso, en México, parece no ser tan presente como lo era en el porfiriato y antes, y aún más antes. No, por lo menos, con el contraste con el que durante la primera mitad del siglo pasado se enfrentaba la ausencia de respeto por la vida y la muerte propias —y, por lo tanto, ajenas— contra una pretendida inserción en el concierto de las civilizaciones europeas, los derechos humanos y otras cosas realizables sólo en países colonialistas, en los que se pueden saludar los unos a los otros gracias a que en otro lado hay quienes no soportan el peso de la inutilidad de su trabajo o su no trabajo, de su hacer o no hacer, de su vivir o su no vivir. El México rural siempre ha estado encantado, siempre ha conservado la memoria de los tiempos peores, porque ahí siempre son peores; y la ciudad de México que se vio invadida por hordas de los parias que alimentaban las veredas y caminos monteses y que se convirtieron en parias urbanos, vagos, carteristas, violadores, representantes del salvajismo de la gran urbe, los que mueren en cualquier cantina y matan ante cualquier desplante. Fue con luchadores y tianguistas de La Merced que se conformó el batallón Olimpia (1968) que luego fue los Halcones (1971). Hoy, a buen seguro, no es difícil encontrar quien mate por unos pocos pesos; los indígenas que asesinaron materialmente a los integrantes de Las Abejas en Acteal (1997) al parecer lo hacían por quinientos pesos y algo de droga. Muy poco, migajas: no saben al poder que están sirviendo. No hay, ni ha habido desde poco después de 1521 una noción de bien común, ni objetivos comunes; para muchos ni siquiera hay noción de bien particular: los mismos siempre, sin trabajar ganan; y los mismos siempre, trabajando pierden. Y la estupidez general de la humanidad facilita las cosas… Pero los mexicanos no me interesan, aunque ahora resurgen la vida y la muerte fáciles, gracias a la honda pobreza, a la gran humillación, al incansable rencor y al poder del narcotráfico: colgar cadáveres como escarnio, como hace miles de años, siempre la misma lección.

Caminar por las calles y estar pendiente de cada ruido, estar esperando el momento para lanzarte contra la amenaza, pasearse con la tensión perpetua comiéndote y con muy pocas fuerzas para seguir, ¿por qué seguir? Yo no sé… si solamente pudiera matarlos a todos, a todos. A ellos y a los otros, a los que se pasean en sus mustangs y que levantan murallas para que sus creaturas no los alcancen: son la misma basura oportunista y carroñera, son la misma mierda con diferente olor, o con el mismo, pero disfrazado. Todo es igual, todo se mueve igual, por sí mismo y nos usa como instrumentos viles y fácilmente reemplazables. Ni modo, así es la cosa.

Ayer yo no quería, o no estoy seguro, pero en esa calle sin alumbrado lo vi: un tipo cualquiera, con un traje fino, con unos zapatos llenos de lodo, con estrujando a una jovencita, con su sonrisa de simio brabucón, con el insulto en la boca y con un orgullo indecible —por inexplicable— a flor de piel, dispuesto a ser defendido ante cualquier amenaza. Ella no quería, pero él la forzaba; era, al parecer, la sirviente de su casa. A mí nadie me llamó a intervenir, ni siquiera ahora me explico cómo fue, sólo recuerdo que cada paso que daba para alejarme de ahí me dolía indeciblemente, tuve que regresar, tuve que decirle que la dejara. Él me miró, con una erección ridícula y los pantalones a medio bajar, con los ojos enardecidos: «lárgate pinche naco de mierda». Yo sólo lo veía y no me moví; él quiso continuar, pero súbitamente volteo: «¿Por qué no te vas a la chingada pendejo muerto de hambre?, ¿quieres varo?» Sacó un billete de cincuenta sin atreverse a dármelo, más porque pensaba que era mucho para mí que porque dudara en hacerlo. Al final no lo hizo. «¿Quieres a la vieja? ¡Es mía puto, MÍA!». La chica estaba ahí, con la blusa desgarrada, sin moverse; al parecer había salido de la casa huyendo y él la había alcanzado aquí, pero ahora ya no quería huir, esperaba. Yo me limitaba a mirar y él perdió la paciencia, ya no se aguantaba y sólo mi presencia le impedía saciarse de la inmundicia que es. Se me echó encima sin medir las consecuencias; si no lo hubiera hecho yo no me hubiera atrevido a atacarlo, en realidad, hasta ese momento sólo quería largarme de ahí, pero ya no podía, no sin la vergüenza del ridículo, y eso sí no lo soporto. Con facilidad introduje mi cuchillo en su abdomen y me aparté rápidamente, tal vez sin darse cuenta de lo que había pasado se abalanzó otra vez y ahora le corté el brazo. No fue sino hasta que vio la sangre que comenzó a sentir dolor y se tiró al piso lanzando maldiciones. La chica sólo atinaba a chillar hasta que súbitamente se fue sobre de él y le preguntaba si estaba bien y decía de su hijo y de que necesitaba el trabajo y de que no podría volver por él y de que iría a la cárcel. Me propuso que lo lleváramos al hospital y que podíamos decir que fue un asalto; yo, por única respuesta, deslice el cuchillo por el cuello del tipejo aquél y luego se lo clavé en los ojos. Ella chilló más y decía que su hijo estaba en la casa, que no sabía a dónde ir, ni qué hacer y que yo tenía la culpa. Y por un momento sentí culpa. Voltee a verla: su ropa vieja y descolorida, su blusa desgarrada, su cabello despeinado, su cara tierna, deformada por el dolor y por el miedo; de rodillas, chillando como cerdo, sujetando la cabeza de un cadáver sin saber qué hacer. Y yo, que sólo quería salir de ahí, encaminé mis pasos, pero nuevamente me dolían; voltee: me miraba, expectante y suspiraba con la cara enjugada de lágrimas. Me devolví, la alcance, la tomé del brazo y la levanté, la miré de frente, miré sus ojos grandes, enrojecidos y cristalinos… y sus pujidos. Lo más rápido y fuertemente que pude, la degollé también.

Yo creo que es un gran pecado que haya carne muerta y fresca y que se desperdicie de manera cobarde. Por lo menos podré comer cuatro días, pero sobrará mucha que se echará a perder; estoy sondeando a las personas que conozco, pero no parece fácil que la acepten. No quieren, dicen, que la imagen de los muertitos vaya con ellos. A mí me acompaña en las noches, a veces, el rostro del niño de la muchacha. Pero qué va, si la cosa es así…

8 de octubre de 2009

Esta mañana

Cuando cierro los ojos y me encuentro con eso yo sé que es real y que está ahí, yo sé que lo que miro cuando no miro nada más es lo más visible de todo. No espero que lo entiendan los que no lo viven, pero presiento que todos lo hacen, presiento que en el fin de los tiempos de esta condenada raza de malditos eso estará encontrando mejor lugar de inoculación, de envenenamiento, de enfermizo arraigamiento, de putrefacción y de satisfacción.

No he podido evitar que la mirada suya llegara a alcanzarme y he tenido, entonces, que pasearme por ahí en su compañía. No es que su cuerpo gordo y tres veces mayor que el mío me moleste tanto —es decir, sí, pero no tanto—, no es que la casi estridencia de su respirar me parezca enfermiza, o asustada y pusilánime —es decir, sí, pero no tanto—, no es que el movimiento ondulado y lento de su maldita grasa me haga querer atravesarlo con una barra metálica —es decir, sí, pero no tanto—: es que no quiero que se entere de mi odio, es que cuando lo veo y me da asco me siento sucio, enfermo, ¿cómo es posible que sienta asco por algo así? Es absurdo… insignificancia… eso es, pero eso no siento. La mañana de hoy no he podido evitar que me mirara y que se me acercara y que me pidiera que lo acompañara a dónde su madre estaba vendiendo quesadillas, en un pasaje infame a la salida del metro: quería dinero; cien pesos para embriagarse con destilado de caña… yo le hubiera dado quinientos por alejarse de mí, yo le hubiera partido el cuerpo en dos, en cuatro, en ocho para que se largara, pero lo acompañe, porque lo que hubiera sido no es lo que soy. Su madre es igual que él, quizá si fueran de la misma edad no habría manera de distinguirlos, como no fuera ese par de chiches caídas y arrugadas que se asomaban por un escote que su vestido viejo y percudido no podía evitar y que de lejos se mimetizaban con su panza, todo debajo de por lo menos cuatro prendas que inexplicablemente custodiaban la piel de la señora de la mirada de los choferes de peceras y de los vagabundos otro tanto infames. Antes de irnos de ahí alcancé a ver una mancha de semen sobre su vestido y que uno de los pepenadores que ya a esa hora comienzan a deambular por las ruinas de lo que en el día fue un tianguis arruinado se acercaba y permanecía detrás de ella. ¿Qué pasará luego?: Los dos se irán a la parte menos iluminada, ella se levantará su vestido y él, perdido en la locura incontenible del calor y del escape de la muerte se le echará encima como un perro, y comenzará a rugir como un perro, mientras ella no sentirá nada y de vez en cuando pujirá, mientras el indigente la jalará de las orejas y le azotará la cabeza contra las bolsas de basura que habrán tomado como lecho y ella comienza a llorar, sin saber por qué; y él la insultará con tanto odio en su voz que ella le parecerá que de nuevo vive y él le morderá la nuca hasta hacerla sangrar y le escupirá en la cara y seguirá esperando que ella empiece a gemir y a gritar, pero sus únicos gritos y jemidos serán de dolor; y luego él terminará con un grito ahogado y se irá a mear al poste más cercano, mientras ella permanecerá como inherte sobre la basura y él se alejará sin pronunciar palabra… sí, eso seguramente…

Pero, ¿por qué sigo con él?, ¿por qué tuvo que verme esta mañana? En este lugar, afuera de su casa, donde aún esperamos a su madre y donde los dos estamos ebrios y él habla de que alguna vez estuvo a punto de agarrar una puta para que se la mamara, pero que se dio cuenta de que no llevaba dinero cuando se estaba bajando los pantalones y me cuenta también de la vez en la que él y uno de sus amigos se encontraron con esa chica borracha en el callejón, y dice que le hicieron de todo, pero que se desmayó antes de la mamada y habla de cuánto añora su mamada y de las veces que la ha perdido y de que no es posible, que todos sus cuates ya y que la chingada. Y a mí que más sus tonterías; yo, con mis ganas de partirlo en dos y con la maldita calle vacía mirándome… se queda dormido hablando de un video que tenía en su celular, y de que hay que ir por más alcohol y yo veo que es mi oportunidad y me levanto y me encamino hacia la avenida para buscar un taxi que me saque de aquí, de este maldito lugar, tendría que irme de la ciudad… o no, sólo nunca más aparecerme por el rumbo… ¿por qué tenía que verme en el mañana? Bueno, yo también estoy ebrio, no podría decirse que de lo que hice soy completamente responsable y eso me entristece, pero cuando menos hecho está. A ver qué taxi anda por aquí a estas horas, a ver cuál no se fija en la sangre de mi ropa, a ver si nadie sale ahorita y encuentra el cadáver del maldito ese…

24 de septiembre de 2009

Doncellas de Cnosos



Como mota de polvo se viaja
de asiento en asiento y de ventana en ventana,
de papel en papel, de persona en persona;
sólo hasta que el cuerpo estira
el mejor de sus brazos: la llamada alma.
Amanece en mis ojos entonces
la efigie ajena de tu mirada honda.
A menudo una mota de polvo cae, azarosa,
sobre las tranquilas aguas del sosiego beato,
trémulas y conocidas fuentes
que refrescan y amontonan célibes las ansias;
y tras la blanquecina faz de la hora exacta,
un amor nos hace señas,
pequeñas y discretas,
sin levantar la voz en demasía.
A veces, de entre las flores marchitas,
se yergue un embrión de cristal,
embrión dulce y curvilíneo
como el humo de tu pelo
y las olas de tus hombros.

Transparente, igual que los primeros besos,
se entra y se bebe de un trago
el rayo de luz que penetra
como saeta fina y afilada,
alabarda radiante y rectilínea,
hacia adentro de mi alcoba.
Rayo de luz que es tu presencia:
tus vestidos diarios, tu sonrisa ingenua.
Labios carnosos y desesperados,
desgajadas camas rojas,
piel que grita, que exclama,
la sazón del mundo y de las cosas.
Un motivo que deambula vagabundo, ciego,
por debajo de las piernas infinitas
que marchan, a trote y comparsa,
sobre la gran planicie de la vida diaria.
Esa alba y espumosa ilusión llamada libertad.

Justo ahora, en este instante, frente a ti,
sucumbo hipnotizado ante tu rostro,
rostro que no sólo es tu rostro:
es también el eco de milenios abultados,
serie incompleta de cerámica impoluta,
reflejo metálico de eslabones muertos
y de otros aún no vivos, igual de bellos que tú.
Eres radiografía tersa, ardiente, inquilina
del piano batiente de Satie
y de las cortinas de satín de Schiele.
Nostalgia y deseo: los hermanos gemelos.
Celosos de las manos y de los pies de ambos,
los caprichos propios se sublevan y se aplacan.
Un ídolo sube a la tarima después de otro,
a cada asomo del erótico fantasma,
imagen proyectada impertinente, en cualquier parte,
sobre tacones de aguja o zapatillas,
encarnada en una musa momentánea.
Sí: me refiero a ti… y a ninguna.
¿O es que acaso la belleza es monopolio?
Quizás no… pero hoy sí.

Hoy te alzas, magnífica,
como pino estoico en medio del follaje
para sosiego de uno solo: yo, que soy tu espejo.
Espejo cóncavo que alberga
la verdad de tu gracia, sumergida
dentro de los pozos ignotos y brumosos
que hay detrás de lo evidente.
Hoy el hilo no se corta
ni los puentes se levantan.
Hoy se incendia el susurro
sobre el suave almizcle de tu sudor bendito,
hechizo de desnudez y de confort inocuo,
ígneas marejadas, voraces, destructoras
de los erectos y soberbios faros del entendimiento.
Es así como uno sabe que no sabe,
que las hojas caen sin que uno se lo ordene,
que la gloria canta en el lecho de tu carne,
en los jardines-espejismo de nuestras alegrías.
Mañana bailaremos, de nuevo, en forma de polvo,
con pausados vaivenes e inesperados compases
sobre la sinfonía continua de la eternidad de viento.

5 de agosto de 2009

La lira y el arco


- A veces pienso que la única cosa que nos mantiene juntos es la música. No puedo concebir lo nuestro de otra manera, no encuentro mejor explicación que esa. El gusto por la ópera, por ejemplo. Y nada más.


- ¿Nada más eso?


-Pues así me parece a veces, y de hecho muy a menudo. Si te fijas bien, allí quedan resumidos todos nuestros sentimientos y todos nuestros intereses mutuos: en la ópera. Ponte a pensar en eso.


- Eres un exagerado. Me niego a aceptar que sólo sea eso.


- No, pues yo también me niego a creerlo, pero parece que así es ¿Qué? ¿Te parece poca cosa lo que te acabo de decir?


- No, no me lo parece. Nada más que no puedo aceptar que todo lo que sentimos y lo que somos juntos termine representado sólo por nuestras preferencias musicales. Es absurdo.


- Es que no comprendes la magnitud del problema, la profundidad del asunto.


- Puede ser… aunque lo dudo.


- Ven acá. Dame un beso.


Así comenzó la noche de ese día. La música permanecía en su reproducción fugándose por las bocinas, llenando el apartamento de resonancias soberbias, de resoplidos y cuerdazos simétricos, grandilocuentes; de esas modulaciones de voz que atraviesan la piel y penetran en la médula, como astillas clavadas en los dedos de un niño curioso jugando con un madero. Allí, recostados sobre el diván, sus cuerpos desnudos retozaban juguetonamente y sus ojos se clavaban de vez en cuando en el hipnótico péndulo del reloj viejo colgado sobre la pared, regalo del abuelo. Así permanecían un buen rato, como suspendidos sobre la habitación, hasta que aquel hechizo paralizante se rompía de manera súbita y volvían a las andadas un poco más enérgicos que antes.


- Te repito que con frecuencia me pregunto qué demonios es lo que nos mantiene juntos. No estoy jodiendo: lo digo con toda seriedad (Da una fumada a su cigarro, exhala el humo y deja el cilindro sobre el cenicero). Por ejemplo, a ti te encanta pasear por el parque en las mañanas, junto al quiosco ése; correr como gacelita espantada, con paso jogging y tus Adidas, con tus mallas ajustadas y tu sudadera azul zafiro. Y yo aborrezco las caminatas. Tú lo sabes bien.


- No tienes qué recordármelo.


- Te ves muy bien de mallas, no lo puedo negar. Tienes muy bonitas piernas, atléticas, bien formadas… exquisitas, casi diría. Pero no es mi estilo. No es mi estilo ése, el del sporty way of life. Y en cambio, el tuyo sí. Ya me han señalado varios esa cuestión, que dicen que no creen que estemos juntos. Y de repente a mi también me extraña eso. Me cuesta trabajo.


- Déjalos que digan.


- Sí, sí, claro… que digan. Pero no es nada más eso. Una de mis fascinaciones, por ejemplo, es el vino, el alcohol, la bebida: soy vasallo de Dionisos dirían por allí, jajaja… En cambio, tú eres abstemia, y te duermes por lo regular a las diez de la noche, casi en punto. Yo soy un vampiro, no me duermo antes de las tres de la mañana, todos los días… y si hay fiesta, empeoran las cosas ¿No te parece extraño todo este embrollo?


- Así fui educada. Así crecimos, no es la gran cosa. Déjame ya de joder.


- Es que no es joder. Es en serio. Piénsale. Odio la vida familiar, y tú la buscas como un jodido tesoro: eres una niña mimada, de eso no hay duda. Está bien, no te estoy criticando en lo absoluto, pero en serio, piénsale. Te gustan mucho los gatos, y a mi me provocan alergia. Ese fue un problema al venirnos acá, ¿recuerdas?


- Sí.


- ¿Ves? Me encantan tus senos, míralos, tan tiernos y suaves (Un tierno beso se posa en cada aureola)… y tú en cambio no paras de quejarte de ellos, e incluso piensas en operártelos.


- Les falta “esfericidad”. No es el tamaño. Ya te lo he explicado.


- Lo que sea. Incluso en lo más elemental. Por ejemplo, cuando te miro de frente, directo a los ojos, tú agachas la cabeza, bajas la mirada como tímida puberta. En cambio, en muy raras ocasiones, cuando te sorprendo mirándome a los míos, no dejo de sostenerte la mirada, como queriéndolos absorberte, tragarte como un hoyo negro a través de mis cuencas. Y Luego tú vuelves a agachar la cabeza.


- ¿Y eso qué? Eso no significa nada. Tienes la mirada pesada. Eso es todo.


- Tú crees que no significa nada. Pero yo no lo creo. No es así de fácil.


- Piensas demasiado… y a lo estúpido. Ven, abrázame.


Una pierna entrelazada sobre otra, de diferente textura, una más morena que otra, una más bella y más sólida que otra, apretujándose, estrangulándose placenteramente como dos ofidios deslizándose hacia la copa de los árboles desde la base del tronco. Un brazo fuerte, ancho, y luego el otro, cercando suavemente una estrecha cintura, la cual sirve de base a unas pródigas caderas, amalgama de hueso y músculo finamente esculpida, digna de ser exhibida. Así permanecieron las cosas… veinticinco, quizás treinta minutos. Todo en calma, sin perturbaciones, todo bajo la cálida sábana del etéreo silencio que brinda la compañía del sexo opuesto, aquel momento en el que todo está en su lugar correcto, en el que nada falta ni nada sobra, en que se respira mejor el aire y en el que el hambre y el sueño escapan corriendo por la puerta, huyendo de su miseria, como cegados por una fulgurante luz que los impacta de lleno. Un mosquito impertinente se posa de pronto sobre la nariz de alguien, y ese alguien abre la boca de nuevo, moviéndola repetidas veces junto con su lengua de manera súbita.


- Es que en serio me resulta increíble nuestra situación. No tenemos casi nada en común ¿Te das cuenta? ¡Casi nada! Por eso llegué a la conclusión de que lo único que nos mantiene unidos es la música, lo que sentimos y traemos a cuenta con ella, gracias a su influjo. Porque… ¿si no, qué es?


- ¿Quieres dejar ya eso? Empiezo a ponerme incómoda. Sólo déjalo y ya.


- Sí, sí, de acuerdo… sólo… recuerda… recuerda por ejemplo, el día en que te conocí. Los amigos con los que venías no eran precisamente del tipo de…


- ¡Que te calles ya, con un carajo! ¡Cállate ya! ¡Ya!


Sus miradas se intercambiaron, una llena de desprecio hacia la otra, emulando así el fin de los tiempos, un simulacro del ocaso de un fragmento breve de felicidad que se había abierto paso hasta hace poco, expandiéndose gradualmente hasta tocar todos los rincones del cuarto que habitaban. Allí pudo haber terminado todo: la frágil cuerda pudo haberse tensado de más y romperse para siempre, de una vez por todas, como otras cien mil cuerdas se rompen, una y otra vez, todos los días. Pero no se rompió. Permaneció allí, tensa, a punto de romperse, pero acoplada en su tensión, increíblemente sostenida, como por manos de ángeles o de algún agente externo e invisible que impedía cualquier tipo de catástrofe, cualquier tipo de disolución.


Por las mentes de ambas criaturas cruzaron todos los momentos previos de desacoplamiento, de inconformidad y de caprichos injustificados que terminaban en enojo, de diferencias insalvables bajo las cuales parecía imposible la convivencia mutua… pero, como ya se dijo, nada terrible ocurrió. Una gota más de lluvia. Un sorprendente equilibrio sobre la balanza que sopesa los días y las horas, con precisión impecable. Justo en aquel momento ardientemente obscuro de tensión, logró escaparse de repente un crescendo cúspide del Thaïs de Massenet del reproductor en curso, incrustándose de lleno en sus, en ese momento, frágiles y desnudos corazones, más desnudos incluso que sus cuerpos.

Sin aliento, se miraron inocentemente a los ojos, de manera espontánea y casi por inercia. Ella bajó la mirada rápidamente, agachó la cabeza poco a poco incrustándose finalmente en el regazo ajeno, como de costumbre, con más ternura y suavidad que nunca. Él respondió no menos impetuosamente, de manera recíproca. El reloj de péndulo marcó entonces las diez de la noche. Después de diez o quince minutos, uno de ellos se quedó dormido sobre el otro, igual que sucedía por lo general todos los días a esa misma hora. El otro se quedó despierto un rato más, mirando hacia la nada dulce y apaciguadamente, como quien mira el mar, como el que observa penetrantemente algo sublime y misterioso que lo rebasa por completo.

28 de mayo de 2009

Ecos de un ángel rebelde: cantos desde la cornisa del infierno



Móviles de nuestros deseos más básicos y de nuestros más inconcientes impulsos, aquellos furiosos corceles negros del carruaje anímico, todavía nos atrevemos puerilmente a oponer resistencia día con día. Una resistencia inocua, irrisoria, madre de todas las filosofías y de todos los caminos de redención: un "no" contundente al pecado, a la ignorancia, al error, al exceso, al azar, a la indeterminación. Nuestra inocencia es suprema para aquellos que no sabemos dejarnos arrastrar por los mares desbocados de la lascivia y por las borrascas hirvientes de la carnalidad acendrada. "Mi pedestal es la razón, el buen juicio, la vida bienaventurada": almas rebeldes que tarde o temprano serán desmembradas por los buitres, cruel y lentamente, hasta que sólo queden de ellas, como osamenta ornamental, sus ideales sobre la seca tierra.

De manera indiscutible todos sabemos que la estupidez es la reina imperecedera del mundo, y también que sabe muy bien cómo castigar a aquellos que no sepan arrodillarse ante su trono. La hipocresía, el engaño, la farsa y el simulacro son los artilugios más socorridos del que se sirve su séquito entero para conseguir sus jugosos fines (entre ellos mismos y de vez en cuando con algún desventurado "otro"), que no son distintos que nadar entre placeres inmediatos y perderse en la ignominia de la miope voluptuosidad. Vulgaridad: naturaleza humana que el rebelde no puede resignarse a aceptar, y no porque no quiera, sino simplemente porque no puede hacerlo. No podemos volar, no podemos respirar bajo el agua, no podemos amar y olvidar al mismo tiempo.

Rebeldes: viles piezas de un ajedrez de sangre y de inercia de un juego que termina pronto para casi todos, pero que para nosotros no parece terminar nunca. El miedo irresoluble de perderlo todo en un simple juego, de salir herido siempre de una batalla que nunca se gana por carecer de estrategias, que siempre se pierde por ser transparente, una batalla en la que a veces el oponente nunca se entera que fue tal, siervo obediente de Su Majestad mundana, insensible talador (a) de bosques, imbécil cazador (a) de ballenas. El rebelde se toma demasiado en serio el juego, se arriesga demasiado de entrada en una mesa rodeada de tontos. Desproporción cruda y abrumadora del batallón de los cien mil corsarios.

Mientras tanto, el coro del teatro interior clama por una, por otra y por otra cosa, ad infinitum, de manera despiadada ¿Qué hay detrás del jolgorio de las festivas urracas parlanchinas, detrás de las pétreas puertas que aparentan resguardar las intimidades más interesantes y los sentimientos más delicados y más finos? Nada: paja, maniquíes usados, bodegas vacías. La belleza físonómica es la mejor carnada inherente del instinto, la más cruel de las decepciones para el intelecto. El rebelde sabe esto y escupe sobre la superficie de los bellos lienzos y las bellas estructuras con su desprecio y su desinterés innatos, pero no puede evitar caer de vez en cuando, de vez en siempre, en estas redes de lo inmediato. Ser rebelde no significa ser fuerte, ser inmune a las picaduras de las avispas. Muy al contrario: es la debilidad suprema del hombre.
*
Vida social: función bufonesca de risotadas y de aspavientos que no llevan a ninguna parte, pues no hay en realidad a dónde ir. Bailes torpes de máscaras de yeso y de cristal opaco que se caen a pedazos con la espuma de la cebada y la llamarada del centeno, con el aroma fragante de la uva madura y el vaho pesado del agave, revelando los rostros desfigurados de la ebriedad circundante, rasgo más identificable del orden natural, o sea, la estupidez. De pronto no hay santidad ni perversión: sólo hay besos, caricias, actos reflejos de antílopes a punto de ser cazados por un león hambriento. La hora del carnero y la del cordero se confunden en un vórtice desmesurado para el rebelde: la virtud y el vicio se escurren y se esfuman en una amalgama de estupideces y de prejuicios nublados, de tropiezos y de tartamudeos sobre el lienzo de lo real: la historia personal del rebelde se escribe siempre con ceguera, siempre un paso por detrás de la pertinencia, siempre demasiado inmaduro o demasiado maduro, siempre demasiado ignorante o demasiado sabio, siempre demasiado joven para las almas degradadas y siempre demasiado viejo para los noveles cuerpos en ebullición. Entre dos mares, varados, nos encontramos, ondeando nuestra bandera roja enmedio de la nada.
*
Uno quiere algo, y después lo rechaza cuando lo obtiene. Se desea fervientemente beber de la cantimplora en medio del ardiente desierto. Finalmente, la cantimplora está allí, en nuestras manos: ¿quién quiere agua? Yo no. Ya no. El síndrome de la eterna insatisfacción, del incesante rechazo de lo que se ofrece, y la incesante búsqueda de lo que se anhela de manera perseverante: el dhukka durmiente que el Sakyamuni, necio príncipe de la rebeldía, fotografió magistralmente. Ahora Mara se burla descaradamente desde su lecho de impermanencia.
¿Para qué se nos da deseo, si no podemos satisfacerlo? ¿Para qué el fuego, si no podemos ni cocinar, ni calentarnos, ni alumbrar la cueva, ni quemar a alguien?

¡Basta de teorías y de creencias, de valores y de cultura cohersitiva, de anclas y de boyas que nos pretendan mantener en los territorios seguros, en la linde de las humanidades! ¡Jajaja! ¿Humanidades? ¡La humanidad es lo que hasta ahora se ha conocido como la inhumanidad! ¡Eso es! ¡Basta de todo esto! ¿Basta? Imposible: el vocablo "rebeldía" permanece inscrito en nuestras frentes, en nuestros brazos, en nuestro pecho. Ser rebelde no es cuestión de elección: ¡nadie quiere ser rebelde! ¡Cuantiosa estupidez, pretensión de santos y de "hombres de bien"! ¡Todos queremos ser súbditos: disfrutar de los suaves perfumes y de las sedosas texturas, de las suaves pieles, de la miel de los besos y de las palpitantes sombras de las piernas y las espaldas, de los senos y de los firmes músculos, de los caprichosos mentones y de los estilizados cuellos. Queremos derretirnos en el tiempo sin acordarnos de él, sin saber quién, ni cuándo, ni dónde, ni porqué. La rebeldía también es miedo: miedo al dolor, a la crueldad injustificada, a la pérdida de espejismos fundamentales.

Se nos fue dada la capacidad de desear, y al mismo tiempo la capacidad de razonar. Y por si fuera poco, la capacidad de sentir, de compadecernos del otro ¿Qué se hace con esa contradictoria mezcla? ¡Qué descuido! ¿Cómo fue posible tal atrocidad, tal imperfección, tal defecto de fábrica? ¿Cómo es posible disfrutar al sufrir de esa manera? Para el rebelde, el erotismo no será sino una promesa siempre incumplida, un eslabón siempre roto, una isla lejana sin botes cercanos. Un simple dibujo borroso en la arena de lo posible. Sigue, rebelde, tirando tus piedras al mar, sigue dibujando poemas y escribiendo paisajes de lo que nunca podrás aprehender: sigue arrastrando tu condena en estos lares de claroscuro, de torbellinos y de brisas, hasta cumplirla con éxito. Hay más rebeldes como tú: síganse los pasos, procuren no apartarse nunca unos de otros. Sigan hasta la muerte, de frente y sin miedo, hasta el fin de los tiempos...

17 de marzo de 2009

Samarkanda


Desde el lapislázuli aliento
del tiempo instanciado
y del eco
de las carcajadas frías,
oye el infante el galope sanguíneo.
Tierra inextensa de soles
y de caireles que se tienden
como espejos,
espejos que transmutan los ojos
en vapor
y en sueños de libélula.
Un arcaico pensamiento atraviesa
como daga
la carne blanda del momento:
de ese momento ígneo
y húmedo a la vez,
estandarte de rostros pasados
y de futuros vientres prominentes.
Sacrilegio en tu piel,
territorio de belicosas sacudidas
y de amables cosechas de Marzo.
Mecen las manos del aire
aquellas macizas espigas,
erectas,
bailarinas en estoica pose.
El huevo dorado se rompe,
y emerge
nuevo y eterno
el universo y sus astillas flotantes:
brillo en un grano de arena.
Crisol de sensaciones y motivos,
encrucijada de instantes:
tú la Samarkanda de mis horas.

Playing cold


You might be a big fish in a little poem.
You may stay in silence surfing on a cloud.
You must paint the forest with both of your eyes.
You could keep this bottle inside of my heart.

You should taste the sunshine by the lonely beach.
You should smell these flowers and fly like a bee.
You should sing our anthem from a crystal boat.
You should bless my forehead with a burning kiss.

You can be a lot of things. You can live a bunch of lives, on and on, one after another: you can travel by my side using one of these, sweet and tender, like an evanescent dream, like the humble seed hidden in the fruit. But at the moment, I am far away from you. I am just playing cold today.

2 de marzo de 2009

Surrender


Behind those dunes, your shoulders,
and your little bare feet on the bed,
I stand.
Soliloqium of ten thousand voices.
Dead-weight of a soft slumber.

All the broken compromises
and our non-sense discussions
I forgot.
Hard fist through the walls of paper.
White kiss in the mourning shadow.
One glowing-and-swimming consciousness
is making me bigger and louder
than I used to be back in the winter:
there is no time for simple hesitations here.

I am just waiting for some substance, some glee,
something bright, something fresh.
I walked slowly, down, the alleyways in silence
whispering our names like a harmless bullet.

This couch is so wide for me only
and the garden outside
is too green for my eyes:
"To Realize" as the harshest part of the game.

If I always rescue you from the blue flames,
do you will feel the same when I am gone?
Jumping among a line of black trees,
always turning branches into snakes.

Like a scumbag locked in this room
I rule now the whole world and the universe.
You were also ruled my system once upon a time,
when the golden butterflies emigrated to the south... remember?

Did I ever saw your arms in danger? Did I?
Would you ever will be my torch, my lamp for one night only?
Will I ever start to slide my fingers
into the sinuous roads of your legs?

Your reflex stand still by the clean window.
I am just humblely catching flies in the market:
that is why I am not going to get anywhere around,
unless I was breath… unless I was air.

In the hardest and helpless conditions,
between the thickest and heaviest dark fog
I remain.
An old ship that gets lost in the distance.
A roaring soul seeking for the damned grail.

Every time you call me,
anything you want to say
I listen to it.
A fortunate wanderer came to the beach.
The neverending story of the beginning of love.

10 de febrero de 2009

Liebespfeil


Ven. Acércate. Mírame de frente, directo a los ojos. Te ríes. Dices que estamos haciendo algo que no es lo correcto. Recoges una flor del césped y me la enseñas muy risueña. Tu risa: una y otra vez, tu risa. El viento suave nos pega de costado. Camina y juega la gente lejos de nosotros. Miras el reloj, y luego lo escondes bajo la manga. No te alejes: no en este momento, por favor. Quiero que estés cerca, muy cerca para susurrarte algo al oído. Te sonrojas. Todos somos niños. Te alejas, desvías tu mirada y vuelves a atreverte a mirarme de reojo. Nadie sabe qué es lo que pasa. No tendríamos por qué saberlo. Observo tu cuello y tus hombros. Frente a mí permanece también tu rostro, ni más ni menos. Te ríes de nuevo, y te vuelves a sonrojar. De pronto me tiendes la mano. Algo sucede. Nada acontece alrededor de nosotros. Me aprietas los dedos. Te miro de nuevo. Por fin me miras. Los dos ya no volteamos a ver ni a los árboles ni a la gente. Estamos juntos. Siento el calor de tu cuerpo, muy próximo. Ahora somos dos hojas del árbol, en medio de muchas otras. Te vuelves a reír. Yo también me río. Reímos los dos. Ambos cómplices de nuestro secreto encuentro. El enigma más caro del mundo.

24 de enero de 2009

De malecones y caminatas

Sólo después de tres horas pudo dejar de ver ese rincón, de recordar los tiempos en que los sabores de las golosinas eran mejores, porque no estaban hechos con basura. Una alacena pequeñita, con pocos trastes; conservas de coacuyul con una consistencia que no se compara con las falsas baratijas que ahora se ofrecen en las afueras de las escuelas… pero eso ya no importa demasiado. Con una acción maquinal enroscó la bufanda en su cuello, y caminó de nuevo, mirando hacia el suelo, contando sus pisadas y observando con atención cada pedazo de banqueta que era cubierto por sus pies, a cada rato. Alzó la vista y apareció una ciudad desquiciada como nunca antes. Caminó más rápido, quería alejarse tan solo, y esconderse en su madriguera, en su refugio contra las hostilidades de lo externo, que son muchas, y últimamente más que antes.

Llegó a un edificio viejo, con más años de construcción de los que él tenía de nacido. Sacó de su bolsillo un llavero, e introdujo la más grande en la puerta, subió cinco pisos y abrió una puerta con el número 404 inscrito en ella. Mismas sillas, misma estufa, mismo catre. Todo como lo esperaba. Aposentó su pesado cuerpo en una silla, junto a una mesa pequeña y cuadrada, llena de legajos sueltos y libros sin separador, y separadores sin libros, una taza de café ya sin café, un par de platos sucios y una botella de vino barato, la cual tomó entre sus manos y examinó detenidamente: «vino barato». Llenó la taza de café, aún con residuos, y la empinó en su boca, y sintió un sabor amargo, que todavía no era vinagre. Pero entonces recuperó la facultad de pensamiento. Sí, podía saberlo con claridad, aquello que se paseaba por su cabeza no eran recuerdos, sino pensamientos auténticos y todos ellos nuevos. Su mano apretaba la botella más fuerte. «Me gusta pensar, pero sólo cuando soy estúpido». Después de dos tazas más la botella quedó vacía, así que se acercó a la pared, donde había algunos huacales encimados y, dentro de ellos, algunos trastes, garrafoncitos de agua y de mezcal, sobres de café, de té, cucharas, cuchillos y una hielera de unicel con carne pudriéndose en su interior. Tomó una garrafa de mezcal y volvió a la mesa. Hasta que vio la hielera no se había dado cuenta de que el olor a podredumbre estaba por todos lados, dentro del cuartucho, fuera del cuartucho; en las calles era igual, pero los demás parecían no notarlo. Al final, unos cuantos gases evaporándose desde lo que una vez había estado lleno de la calidez de la sangre y de la movilidad de una monotonía determinada innatamente, antes de la humanidad y no por los humanos.

Después del primer trago de mezcal se sintió listo y entonces recordó ese día. Pantalón negro, chamarra café obscuro, camisa azul marino. Un oleaje que una persona que pasaba a su lado en aquel día había calificado de “brutal”, con total disgusto de su parte; viento, mucho viento. Pero todos estos detalles siempre los había recordado, lo que buscaba era pensarlos, hacer algo con ellos, estudiarlos, entenderlos… nada que pudiera hacer sin la ayuda de una consciencia alterada, sin alterarse él.

Caminando con la insistente necesidad de tomarla de la mano, y preguntándose «¿por qué?»; y quizás, en el fondo, es esa la única pregunta que existe «¿por qué?». Finalmente, nada es un milagro, todo se reduce a otra cosa, aunque no lo entendamos así. «¿Por qué siento eso, por qué no puedo dejarlo? Es una mano, ¿y qué? Manos yo tengo, cada uno tiene, son muchas, son demasiadas». Pero la necesidad no lo abandonaba, y lo apremiaba cada vez más, sus zapatos se volvieron más pesados. «¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué tengo que respetarla y respetar sus gustos? ¿Por qué no puedo entregarme al infantilismo que nunca he abandonado y que me destruye? Mi destrucción como persona, mi construcción como yo… pero no, no puedo porque yo, solo, no valgo nada». Ahora sí, ahora que lo recordaba: «solo, no valgo nada». ¿Cuánto tiempo realmente pasó? No, claro que no se refería a la valía superficial que la gente entiende, se refería a la valía que sólo unos pocos pueden conocer y que carece de valor consensual y, para la vida en este mundo, no vale nada; y, ¿cómo permanecer en un valor que se funda y se agota en uno mismo? Pero tal vez ella lo comprendiera, ¿cómo saberlo? Es esa una pregunta que no puede ser formulada. «¿Qué es lo que vale?», no podría entender lo que quisiera saber de ella. Tal vez formulada de otra manera, tal vez, «¿por qué no te gusta que te tomen de la mano?» o «¿Por qué no quieres sentir el calor de mi cuerpo?» o «¿Por qué cuando estamos juntos siempre cierras los ojos?, ¿por qué cuando caminamos siempre miras tus pies?, ¿por qué no puedo entender lo que dices?, ¿por qué no puedo quedarme dentro de ti para siempre, por que no me devoras en la inversión de un parto?, ¿por qué no puedo meter mi mano en tu pecho y arrancarte el corazón, y hacerlo parte mi cuerpo cuando todavía está tibio?» Sí, tal vez cualquiera de esas habría resultado mejor; mejor que quedarse callado con una ardorcito quemante en el pecho con la boca del estómago desecha en un limbo sensorial de lo más molesto. De cualquier forma, lo que él sí sabía era su respuesta: porque así es. Esa fue siempre la respuesta en los hechos, y siempre lo será.

Sirvió su segunda taza de mezcal y reconoció en esa una causa perdida. No importa qué, no importa cómo, pero ella nunca iba a comprender la forma en que la quería; nunca, porque así no quieren las mujeres; nunca, porque ella nunca necesitó de veras; nunca, porque no podía comprehender a las personas como personas, sino como agentes, como algo que se hace, que no es; que se manifiestan, que no existe; que hace, que no dice; que mira, que no desea; que llora, que no sufre; que camina por los malecones mirando a los barcos que son agitados a mereced del mar —todavía—azul, no que se desgarra tratando de comprender la lógica de una relación que tiene su fundamento en el más arcano de los deseos y la forma en que ella comprende lo mismo y la causa de que para poder quererlo como él quiere que ella lo quiera tiene que destruirse primero la cause de que él la quiera como la quiere… O, por lo menos eso es lo que él supone.

Toma otro trago y ahora trata de averiguar, de conocer o de suponer la diferencia entre el amor (el verdadero amor) y el deseo (el verdadero deseo) del otro… o entre al amor vulgar y el deseo vulgar del otro. La diferencia entre recargar la cabeza en su regazo y sonreír sin poder evitarlo, sin siquiera pensar en eso, y el sentir sus piernas alrededor de sus caderas, empujando. La diferencia entre decirle “te amo” y la respiración entrecortada y jadeante en su oído.

Mientras, el olor fétido que viene del exterior se ha vuelto más intenso que el que viene de la hielera, y los automovilistas gritan y hacen ruidos sin el concurso de la inteligencia y sin poder advertir que sus vidas pasan, desfilan en una serie de desperdicios que no pueden percibir

[…]

14 de enero de 2009

Aphrodite Kallipygos: the waltz of the marvelous marbels


Si en cada capullo de piel fuera posible aprehender la substancia...


... lejos de las hojas caducas y de la corrupción de los frutos...


...sobrevolando por encima de los protocolos y de los maquillajes...


... y si pudiéramos preservar sólo la llama, el perfume, la voz...


...para llevarlas así a todas partes, como un collar bendito ...


...el arte no sería ya arte: ecos de vida transfigurada.

3 de enero de 2009

Canto ordinario


















La rosa florece en medio de la fuente.
Poco a poco se estira: alcanza finalmente al Sol.
Veo su sombra proyectada sobre la roca.
Toco mi rostro: se encuentra lleno de sal.

Muevo, uno por uno, mis dedos,
jinetes del desierto blanco.
Encaramado el viento sobre tu piel,
estremece los días y las horas.

Recuerdo aún las risas y el eco
y el mudo testigo, el Cielo.
Siento a la edad deslizarse, ligera,
suavemente entre nuestros huesos.

Hace frío: caen copos y arena
del reloj bermellón del crepúsculo.
Me mantengo en espera, erguido,
estoico y ebrio de miradas perdidas.

Un anciano cargando a un niño.
Bálsamo del corazón latente.
Anclo inútilmente mis sueños
sobre las olas fugaces de luz.

Se desata la lluvia implacable
de los sauces y de los calendarios.
Me encojo de hombros, despacio,
para no despertar a las ondas del agua.

Paso mi mano por tus cabellos.
Veleros que surcan los santos hilos.
Veo tus ojos, terribles hondonadas
de insospechado placer y misterio.

Inmóviles, nuestros cuerpos tiritan.
Llamas titilantes de un solo capricho.
Las escamas se desprenden, una a una.
Perdemos materia… la estrella polar.

Te abrazo, te absorbo, y me desintegro.
Calurosa fusión de simples impermanencias.
Se calla el pensamiento, sumergido en sí.
Sólo hablan la noche y los cuerpos.

Serpientes silbantes y necias
enredadas en el frágil momento.
Recorro tus piernas, tiernamente,
mientras la luna te arranca y te arrastra.

Vagos colores sobrevuelan el aire.
Formas que se descomponen y nacen.
La rueca que teje: incesante girar
que eternamente desgarra el vestido.

La rosa se marchita en medio de la fuente.
¿Era blanca, o gris, o negra?
Tus labios: ámbar que antes fue savia.
Mi cristal, talismán protector del olvido.