18 de noviembre de 2010

¿Quién ha visto el rostro de Eros? (ALEGORÍA)


¿Quién ha visto el rostro de Eros, de frente y sin miramientos, a través de todos los velos que sostiene nuestra historia? ¿Acaso tú, fiel amigo? ¿Sí? Dime entonces: ¿es hermoso? ¿Es terrible? ¿Es blanco y terso como lo describen los cantos que le alaban, o por el contrario, negro y averrugado como los de aquellos que le injurian? ¿Tiene los cabellos lacios o rizados, obscuros o bermejos? ¿Cómo es su boca: carnosa, o más bien delgada? ¿Sus ojos reflejan la esencia del mundo, o sólo nuestra propia endeblez, como todos los demás espejos? ¿Cómo es su nariz, su frente, su barbilla? ¿Es hombre o mujer, los dos o ninguno? ¿Has probado sus besos, o sus flechas? Deseo saber esto, más que ninguna otra cosa.  

A lo largo de las secas estepas y de las sinuosas carreteras de la existencia, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, has marchado durante mucho tiempo. El saco que cargas sobre tus espaldas te  ha pesado enormemente desde entonces y tú, estoico de formación aunque romántico por naturaleza, has diambulado en silencio, mordiéndote la lengua. Has practicado primero el amor cortés que enseñaron los antiguos franceses, y has fallado. Has intentado después el libertinaje hedonista por el que son famosos los franceses modernos, y también has fallado. Has revisado el reverso de las relaciones conyugales, sus pros y sus contras, una y otra vez, con ojo de verdadero artesano, y no has encontrado más que arena gris y hojas muertas. Has gastado lo último que aún te quedaba ahorrado en cosas sin valor alguno. No obstante permaneces de pie, como una noble estatua helena, soportando el dolor sin desfigurar el rostro, de manera bella, admirable, suprahumana, como el viejo Laocoonte.

El desprecio y el despojo lo has experimentado por igual, lo mismo en la carne que en el espíritu, las  dos plataformas ficticias que más admiro. Has probado la amargura del reproche, y el infierno de los celos. A veces cantas tristemente, como las flores, apagadas, de cara al sol que se esconde tras de los montes: "No te vayas, no te mueras aún, no desaparezcas en la obscuridad del olvido... ¿no ves que te amamos?". No sé si las cosas son así porque debieran de serlo, o si lo son sólo por capricho, por negligencia, o por mero azar. Sólo sé que sangran nuestros labios al impactarse contra el suelo, que se nos raspan las rodillas al caer de bruces. Nos levantamos, llenos de polvo, y continuamos nuestra marcha. Así es como sueles hacerlo. Y te admiro profundamente por ello. Eres mi guía, aunque no pueda ya alcanzarte.

Pocos saben o intuyen que el (des)amor individual no es más que una metáfora de algo más grande, de un (des)engaño más complicadamente urdido y de una mayor envergadura, universal y sin tiempo ¿Qué importan nuestras míseras individualidades respecto del todo? ¿A qué clase de dios le interesaría leer nuestros diarios, seguir de cerca nuestras vidas privadas, insípidas copias del mismo modelo desde hace milenios? El gallo negro canta en lo alto del granero sin hacer distinciones, y en las capillas repican con ferocidad solemne las campanas que nos anuncian la caducidad que nos conforma desde aquella mítica caída primigenia. No soy gnóstico ni mucho menos, pero me he caído muchas veces, y gusto de las hipérboles poéticas.

"Seca tus lágrimas. Sigue adelante, sin titubear" - me has dicho. Y es sincero tu consejo, además de sabio. Las lágrimas se congelan rápidamente y se transforman en témpanos, en dagas afiladas que nos alejan de nuestros propósitos, pero sobre todo, de la gente, de las personas vivas, aún de aquellas a las que más amamos, poco a poco, sin que nos demos cuenta. Cuando nuestro núcleo es muy blando, suelen ablandarse los demás miembros que le circundan. Aprovecha hoy que soy más blando que de costumbre, que no opongo demasiada resistencia, así podrás ver a través de mis numerosas máscaras, de los muros helados que levantan el fuerte de mis ásperas conductas. Embísteme de frente, de lado, de espaldas, y realiza el daño al que te has acostumbrado a recibir. Eres mi amigo, el mejor que tengo, y por ende, tienes el derecho a ser, aunque sea por un momento, el mejor de mis verdugos.

¿Cómo es el rostro de Eros, dime? Yo le he visto más de cien caras, y ha logrado confundirme, se ha salido con la suya el muy truhán. Me encuentro perdido, sin ruta, girando sobre algo vago e informe, como un planeta estúpido y burdo. No logro ver la luz entre las grietas de la cueva, me enceguecen las tinieblas de las mutaciones constantes. El instinto me subyuga por el día, y el intelecto me atormenta por la noche. Hay fuego en mis sueños, y vacío en mis actos. Arrójame una soga, si es que puedes o quieres, porque ya no te sigo más, ni puedo seguirte.

{Finalmente, el otro abrió los ojos. Se miraron mucho tiempo.
Una eternidad. 
Después ambos sonrieron, levemente, sin decirse nada}  

25 de septiembre de 2010

Canción popular

114

En el dedo se mece una rosa,
y la espina se queda en la piel.
Por el valle cabalga un rocín
con pelaje de nieve y de miel.

Viento, viento, ¿a dónde te llevas
las ramitas del diente de león?
¿Dónde puedo salvar mi inocencia
de tus manos, oh, mi corazón?

Suena un vals en las hojas caídas
y un romance en la tierra mojada.
Se oye un trino clarear a lo lejos
junto al río y a su agua, helada.

La voz llama a las cuatro estaciones
entonando sus nombres, gustosa:
Nadia, Esther, Esperanza e Inés.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

En los montes se tejen las nubes
y en las rocas se yergue la flor,
florecilla de mil y un secretos
firme y bella, de suave color.

La muchacha recoje naranjas
con sus dos bellas manos, sin par.
Esa ninfa tan pura, tan limpia
que aún no sabe lo que es el amar.

¡Cuánta dicha en el suave murmullo
de las olas que rompen las costas!
En las sábanas blancas, tendidas,
las arrugas se marcan, angostas.

¡Sopla, viento, con todas tus fuerzas!:
que te escuche la anciana en su lecho
y la niña que juega en el huerto.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

Ya la araña se esconde en sus hilos
y atrás de la leña, el ratón.
Ya se escucha acercarse a la noche
y al búho entonar su canción.

De pequeño miraba  las cosas
a través del cristal de mi cuarto.
La ventana, cubierta de vaho.
El calor que se escapa de un salto.

Hambre tengo del pan de los hombres,
de la piel, ese fruto prohibido.
Es la carne que nunca se sacia,
el manjar que se ofrece podrido.

¡Ay, qué lindos se ven tus caireles!
¡Ay, qué hermosas tus amplias enaguas!
¡Baila, nena, al son de estas notas!

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

5 de septiembre de 2010

Maculada inconcepción

Sentada en el pasto, sobre esa manta que solía cargar con cuadros rojos y blancos, con esa ropa que en su decencia invita más cada vez al deseo y los zapatos que rodean exactamente sus pies, sin que ni un espacio sobre dentro de ellos. Martes, día soleado; ella, colorida toda. Medio día y los placeres de la imaginación no podrían estar más sagaces ante la centelleante viveza de las telas que rodean la apacible ingenuidad —dichosa de gracia y de coquetería— en la que el revuelo del viento y la astucia inmoral de los insectos claman por alcanzar aquello que por Dios mismo es temido, aquello que en su fragilidad suspende el ánimo de cuanto la rodea, en la desesperancia de su fin y en la dicha del ver la armonía primorosa destruida tan solo en un instante, en que se alertará de lo del mundo, en el que el santuario sagrado de su ser se verá colmado del crimen de recibir la noticia del otro que la mira y de la sensación del pasto que la irrita y del peso ligero, pero insoportable, del estambre del suéter con que viste hoy y siempre.

En la tarde, en su casa. Con sus hermanos y sus padres indolentes, insensibles ante su maravilla y ante todo lo que es digno de verse. Se encierra en su cuarto y recuerda el día: las pláticas fútiles, el silencio que carcome durante la siesta fingida, las ganas de reír que se contienen, las ganas de correr, de brincar, de morder que han de quedarse en ella para siempre, que ha de ser digeridas con el hambre y puestas al servicio de la salvaje impotencia y de los impulsos espontáneos y furiosos de hacerse daño y de asfixiar (algo, algo pequeño, algo que haga frente, que rete, que evite, que tiente, que suplique ser llevado a la picota…): el acto sencillo de volearse el dedo durante la clase, hasta que ya no se pueda, hasta que su frágil cuerpo sienta el desmayo próximo y el desperdicio solícito del tiempo (de toda la vida que es el tiempo).

Pero lejos de eso se encuentra ahora. Ahora, sólo puede concentrarse en este tiempo, en esta ventana, en la mirada de la terrosa calle, de los perros juguetones (que juegan ¡Juegan! a pesar del hambre de días y de la fría y húmeda noche que no les permite calma ni sueño: juegan por el sol, que se ha asomado y que les brinda, como a todos, su vida y su muerte)… Entonces, ella también juega, juega a acariciarse los cabellos, juega a desnudarse y a contemplar lo que en el espejo refleja algo de la sacralidad que todos miran, aunque directamente sólo acompaña —inerte y malicioso— la vida en la que ella se destaca. Juega a deslizar sus dedos en la suavidad pasmosa de su piel, a presionar un poco la firmeza admirada de su carne… y voltea en el espejo para sonreír, para decirse «sólo es un juego», para despreciar que su mente sepa y que sus dedos sientan lo que su pecho, sus piernas y su cara también.

Llega la noche y sus muslos están desesperados después del juego, sus caricias no bastan; su rabia tampoco, ¿qué se puede hacer? Las cosas son así. Debo decir que no hay momento en el que la tranquilidad se apodere de un cuerpo que digiere su rabia, porque la rabia que se encarna sólo puede conseguir pena y delirio de vivir. Agua fría, agua caliente. No se puede dormir, no se puede imaginar alguien digno de su desesperación, no se puede acabar la vida a los catorce años…

Todos duermen; ella respira la ausencia de cualquier cosa compartible. Todos se ríen; ella calla y sentencia el absurdo del disfrute, la destrucción inexorable del anhelo y de la poca felicidad a que se aspira. Todos se revuelcan, se mezclan y creen que comparten su alma superflua y sucia del mundo y creen que quieren compartirla; ella piensa, calla, siente y mira con dolor de la eternidad en su mirada. Tanta falsedad y tan pocos a quienes les importa, tantas ganas de hacerlos sonreír con una navaja, tantas ganas de acabar con ellos para siempre.

Búscalo, ahí está, es ése el vestido más bonito, más blanco, más ceñido y elegante. Báñate, límpiate, muérdete los labios, tiende la cama con las sábanas rosas, escribe «váyanse al demonio» «nada tengo más que hacer, nada necesitan de mí, nada yo de ustedes. Mejor suerte otra vez»… otra vez.

Y el charco de sangre inundó su cama, manchó su vestido, palideció su rostro, mientras el resto de la casa dormía plácidamente.

30 de agosto de 2010

Nabí






Dime, profeta, ¿qué es lo que vendrá mañana?
El barniz de la juventud se me cae a pedazos.

Predestinadas
estuvieron
las flores en tu cabello.

Las flores, y el brillo religioso de tu pecho.
¿Quién es ése, El Demonio, contra el que luchas?

¿Cómo suenan tus ojos sin mí?
He nacido como fábula a partir de tu exhalación.
Me has dado a luz sin siquiera saberlo.

Al margen del baúl de la memoria, la corrosión muerde el marfil de mis días más jubilosos con singular avidez. Recostada en mi diván de terciopelo, mirando a las estrellas que subyacen en el mar obscuro de mis párpados cerrados, un látigo luminiscente ha reactivado mi deseo, antes completamente muerto. Viene de mis adentros, aunque no puedo saber exactamente de dónde.

En tus rezos, profeta, resuena el eco de lo múltiple, la seda negra con hilos nácar de colores vivos que componen las microporciones de las que está hecho lo visible. Los pétalos más frescos y suaves del orbe, tirados al azar sobre tus palabras sagradas, describen y dibujan las anécdotas de un lirismo como pocos, un lirismo profético, a través del cual no me es posible mirar la frontera entre lo erótico y lo hierático. Cuando hablas, mi carne entera tiembla, tu roja boca penetra hasta mis huesos, y mi espíritu desfallece, exultante.

¿Es porque eres casto, es acaso esa la razón?

La escarcha de la obscenidad recorre mis senos perfumados, transfigurada en una áspid que me va desposeyendo de mi atuendo, lentamente, dejando poco a tu imaginación. Pasa por mi vientre como escalofrío llegando hasta mis firmes muslos de porcelana, de tersa piedra caliza, ésos que te rehúsas a tomar por parecerte demasiado ardientes, demasiado corrompidos, demasiado exquisitos. Mi cabello se encarama sobre mis deliciosos hombros y cuello, tornándose un espeso maremoto de ébano; ahora me mira de frente, con rostro terrible, a contraluz de tu sombra distante y orgullosa. Al mismo tiempo, montado en el corcel de tu galante timidez de asceta, me arrojas con tus pupilas un dardo mitad desprecio / mitad lascivia, una chispa ígnea que cae sobre el territorio fértil de mis sueños pisoteados, de mi lengua experta, de mi piel cauterizada una y mil veces con el roce de otras pieles, de otras lenguas, de otros sueños pisoteados.

¿Qué tipo de pureza es la tuya,
profeta,
que consigues que ardan las cenizas?

Dulce vapor,
Veneno/Visión/Verdad,
único y genuino amante:
enséñame el camino empedrado hacia la aurora.

Toca las cuerdas de la cítara
y deja el diamante en suspenso
sobre el espejo de mi cráneo.

No hay indulto sin arrojo previo.
El ayuno de los cuerpos es un mágico crisol
por donde las cosas pasan y se transforman en violetas.

Tu enigma es mi esclavo
para el cual trabajo
y por el cual perezco.

17 de junio de 2010

Bêtise merveilleux


La niña abre los ojos.
Finalmente ha despertado.
Despeinada, hermosa, enciende la radio.
Comienza a mover sus pequeñas caderas al ritmo del sol.
Con este sonidito: tik-tak- tikititik-tak...
También canta, con su aguda, encantadora vocecilla.
10:37 am.
Nuestras melodías matinales se filtran por las cortinas de los demás cuartos.
Ella voltea y me dice: '¿verdad que no soy cursi?'
No.
Cuando se es feliz, nunca se es cursi, sino congruente.
Vamos por el desayuno.
Aprovecha la salida para recoger florecitas de jacaranda tiradas en el piso.
Con sus zapatitos rojo brillante, y sus labios carmín.
'¿Quién quieres ser hoy: mi novia, mi hermana o mi hija?', le pregunto.
Sólo sonríe, de manera deliciosa, y me abraza las piernas.
Bosteza.
Brinca de júbilo al ver el carrito de los helados.
'Dos de fresa con choco-chispas, por favor.'
Lame el hielo cremoso con suavidad, con una inocencia luminiscente.
Sus ojos: entrecerrados, entre dormidos y despiertos.
Inolvidables.
Las nubes cambian de posición mientras caminamos.
El césped cambia de tonalidades con el viento.
Las ventanas de los autos reflejan las cosas de manera chistosa.
Nuestros rostros parecen los de otras personas.
'¿Porqué no me abrazas?', me dice.
Y yo la abrazo.
Le doy un beso en la frente, cerca de la ceja.
'¡Globos, glo-bos, glooobooos!', alza la voz de pronto.
Le compro dos: uno en forma de corazón, y otro que parece un gatito.
¿Me siento estúpido? Sí, un poco.
De hecho bastante.
Mientras pienso, algo cálido se apodera de mi vientre.
Una sensación extraña, desconocida para mí.
Una cosquilla que dice: 'tira a la basura tus discursos, no te sirven de nada aquí.'
Una comezón que susurra: 'deja de forcejear, ¿no ves que soy la cumbre de la vida?'
Es que es demasiado bella, ella, la mujercita a mi lado.
¿O sólo soy yo el que lo nota?
También son demasiado bellas las orillas de los objetos, las esquinas y los techos.
Hay treinta y dos canciones desplegadas en mi cerebro.
Yo las canto todas al unísono, y ella sólo tararea una de ellas.
A través de sus suaves, humectados y brillosos labios de carmín.
Con ese alto cuello de adolescente y esas pestañas de ciervo.
Una cervatilla en la ciudad.
Eso es, justamente.
Brincando en cada remanso del río y restregando su delicado lomo en cada campo florido.
Y yo allí, viéndolo todo, como un verdadero idiota.
Pero no sólo viendo, desde lejos, como antes.
Siendo un verdadero idiota: la primera certeza que he experimentado alguna vez.
El mundo es idiota, ¡mira cuánto brilla!
¡Mira cómo me brillan las manos, y las de ella también!
¡Mira cómo se proyectan nuestras sombras sobre las aceras!
Percibo su perfume de pronto.
Esa fragancia que huele a canela, agridulce, tan particular, tan fresca.
Me estremezco de sólo recordarla.
'Te amo', le digo.
Qué vergüenza me da el escucharme.
Soy el idiota más grande del mundo.
Pero ella vuelve a sonreír, y el mundo despliega sus colores sobre mí, uno por uno.
Me obnubila.
No puedo ver nada.
El pavoreal abre su plumaje, y me muestra el reverso de todo.
Mientras se sonroja tímidamente, me abraza con fuerza de nuevo.
Qué maravillosa estupidez.
Sólo espero no abrir los ojos jamás.

16 de mayo de 2010

Algo crece en los puentes (hommage à Mallarmé)


Opacado por la penumbra que proyectan las púrpuras cortinas del desengaño amoroso y del cinismo hedonista, mi carácter, desalmado como de costumbre, ha conseguido llegar hasta tus más íntimas comarcas bajo la forma de cordial brisa y de inofensivo polen, impactando azarosamente el templo de cúpulas trigeñas y de pedestales apiñonados que configuran parte importante de lo que eres. Y con aquel dejo de tus carnes manchadas de ese azul tan puro y tan poco sacrílego que soy cuando duermo a tu lado, girando todavía alrededor de las quijadas lánguidas de ángel y de las horas carcomidas por la serie de pantallas en blanco que sólo tú y yo hemos podido rellenar, añoro al fin la sutil retirada. La mayoría de tus dedos, esos mástiles fragmentados y de cojines tallados con jeroglíficos irrepetibles, han señalado el lugar común, pretérito y perfecto, para la consecusión de nuestro deslices y de nuestros desagradables pero apasionados trances, de esa intimidad que se cuela por enmedio de los ilimitados espejos, y que agranda cada vez más el camino entre lo vedado y lo suelto al sol, vociferando palabras áureas todos los días, llenas de un pletórico significado latente.

Superada la falacia de todo lo que somos y lo que hemos sido juntos, dime, ¿qué podría salir mal? Muy pocas cosas de valor se han llegado a forjar desde la salvaguarda total de los bienes y de los tesoros propios, aún si las urracas perseveran en triturar con sus envidiosas pupilas las orillas rosáceas de las pulidas intenciones. Deviniendo de manera acre pero suavizada en esa criatura polígama y de muchos puertos que ahora puedo preciarme de ser, es también evidente que la luz ya no nos daba lo mismo, esa esencia de luciérnagas muertas que solían darle forma a nuestras mediocres aspiraciones cuando eran arrojadas desde lo alto de la mañana, plenas de albricias y de cajones vacíos, impregnadas de olor a lavanda y de todas las mágicas nimiedades que nadie pudo alcanzar a capturar, más que tú y yo.

Nos vemos obligados ahora a recuperar esas rígidas y marcadas pausas que se le imponen al intrépido cazador de intensidades, no importando si se es güelfo o gibelino, sino más bien procurando medir, a través de la decantación cuidadosa de las gotas del desprecio hacia lo mundano, lo hermosamente cruel que se logra transparentar a través de los ágiles desenlaces de nuestros secretos encuentros. El momento surge, bosteza, llenándose de árboles hirvientes y de frágiles crestas de vidrio aéreo que no conviene mandar a paseo todavía al soplarles, ni por todas las pausas del mundo. Así es como tú permites que haya lunas, y seda, e insectos de toda clase, manifestándose toda la serie de estructuras cosmológicas y teocráticas que exigen los crédulos y los ingenuos para construir sus diamantes con paja y con heno, como es su costumbre. Sacas el guante con salvaje marrullería, y ensartas las perlas metálicas en el hilo que las mantiene unidas, una por una, logrando así que las barreras que antes separaban el ensueño y la fantasía se quiebren para siempre, como un inútil e innoble jarrón de cemento.

La culpa es tuya, y no del viento. Bien lo sabes, aunque pretendas ocultarlo. Es tiempo ya de sacudirte esa serie de inútiles premisas que no le hacen bien ni al más robusto de los ánimos enfermos, y mucho menos considerando lo particular de tu paisaje interno, desbordante de auroras y descuidado de inextensos atardeceres que han ido floreciendo a la deriva ¿Qué se puede decir sobre el caso, si no viene al caso decir algo? Héme aquí otra vez, atravesado por disímiles puntas de cabello y por primitivas facciones enclaustradas, con todas tus máscaras, todos juntos sentados en la antesala de la auto-conciencia, como esperando el trazo y la sed, la vuelta de todo, el faro encendido de la vereda hacia la serenidad, inútilmente, desde luego ¿Y por qué digo "inútilmente", de dónde ese desprecio, esa farsante pose de víctima, de cordero amagado, de apurada cicuta que se desliza con remordimiento sobre la garganta del sabio? Si estoy aquí hoy contigo, no es por deber ni mucho menos por beneficio propio: es porque me da la gana.

La libertad de arbitrio es un milenario misterio que ni tú ni yo podremos desentrañar jamás, ni siquiera bajo la comunión de nuestras almas, porque nunca se ha visto que un hombre completo arrastre tras de sí las anclas de los pescadores, ni que se ensucie las manos cuando los demás arrecifes han dejado su discurso incompleto. Si hemos sido orillados a amarnos y destruirnos al mismo tiempo, que así sea, y no de otra manera. Retroceder es un gesto impuro, la voz opaca que ahuyenta a las gaviotas. Cálmate, seca tus lágrimas, y regresa tus prendas al lugar que ocupaban antes sobre tu cuerpo, y mejor opta por pensar que, si atinamos en nuestra predestinada jugada, la espiral de las jornadas sabrá recompensarnos.

24 de febrero de 2010

Estampa vespertina (la violence et l'amour)



¡Estúpida! ¡No es a Héctor al que debes de sonreírle, es a mí... a mí!

Cinco cuarenta y cinco de la tarde.

A unos cuantos metros de distancia de la reja plateada que separaba el colegio de la calle, cubierta apenas por la sombra del eucalipto más alto del patio, desde allí, sólo me era posible observar por enmedio de los barrotes, sus blancas y ajustadas calcetas reflejando el ámbar resolana de la tarde. Era patente su coqueteo inconciente al caminar desde ese entonces, esa poderosa y estremecedora inocencia concentrada en un par de piernecillas enfundadas en tela, delgados hilos de carne, gráciles columnitas de papel pintado. Diáfana, airosa, de un solo trazo, sin grandes pensamientos pero con enormes ojos color miel, así, tal cual, saliendo tranquilamente de la escuela primaria todas las tardes, de la mano de su madre. Es así como mejor la recuerdo.

La mamá habla: - ¿Quieres un helado?

- ¡Sí! De fresa con chocolate... ¡también con vainilla!

Se lo compra. Las dos se marchan del local, suben a su auto y se pierden a lo lejos. Mi rostro sabe a sal, se ha secado el sudor. Estoy hecho un asco ¡Mira nada más estos pantalones! Ya no debo de correr tanto en el receso: me lo han dicho mi maestra y mi papá muchas veces. Debo estar todo despeinado y apestoso. A lo mejor por eso ella ya no se me acerca...

Algo explota y se derrumba allá afuera. Posiblemente una bomba cayó muy cerca de mí. Ya casi estoy sordo. No veo más que sombras y luces pequeñas, deslumbrantes, desordenadas, como jugando con lo que queda de mi habilidad para captar lo que se mueve. No siento la mitad de la cara. Bueno, sólo un pedazo de nariz. Si tan sólo pudiera... sólo unos pocos segundos... me sigue pareciendo íncreible cómo pueden persistir tanto tiempo un par de calcetas blancas en la mente de un hombre. Bien colocadas, a la rodilla, justo enmedio de la falda tablonada y de los zapatos negros de charol con un broche. Sí... probablemente poseía las rodillas más finas que jamás he admirado, de niña o de mujer, las corvas de las piernas más graciosas de la escuela. Parecía una cervatilla. Los edificios se caen a pedazos, las llamas los devoran con rapidez; los misiles atraviesan las paredes de concreto y las vuelven escombros, los vidrios vuelan por todas partes, como el rocío de la tarde; el pesado humo difumina y pierde a los tanques, a los jets, a los batallones enteros... ¿En dónde está mi capitán?

- No, es que no me gustas.

- Pe... pe... pero... ¿por qué?

- No sé. No me gustas y ya.

¡Idiota! ¡Yo te amaba! ¡Nunca, ni en mi vida adulta, amé tanto a una mujer como a ti! ¡Estúpida! ¡Ah! ¡Me arden los pies, y la nuca, de sólo pensarlo! ¡Puta madre! Sí... ya empiezo a sentir otra vez... tengo toda húmeda la casaca... pero no puedo ver de qué color es el... ¡Re-puta madre! ¡Capitán! ¡Capitáaaan! ¡Tengo sed! ¡Por favor, déme agua! ¡Agua! Ya sé... necesito... necesito levantar el rifle y me verán... seguro alguien me verá... sólo cambiarlo de posición... lo jalo y... ¡Al carajo! ¡Sólo teníamos diez años, los dos, y todos los demás! ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil en ese entonces? Ahora todo lo que se hace es preparar, apuntar, y disparar... eso es todo. No hay más. No. Antes tenía que pensar las cosas. Razonar mucho, sentir demasiado. Ahora ya casi no siento nada, sobre todo ahora... ¡¡¡capitáaaaaaan!!! ¡¡¡Agua por favoooor!!! Estoy mojado... sí, sí... estoy mojado... mira nada más...

¡Era yo! ¡Era a mí al que debiste de haber besado! ¡No a Matías, por Dios! ¡Qué idiota!

Los contornos de las cosas se iban desvaneciendo lentamente, perdían sustancialidad de manera progresiva. Un olor a combustible quemado mezclado con pólvora cruda le inundaba todo el cerebro, y llegaba hasta su lengua. Sus recuerdos se abrían camino, fluyentes, por enmedio de los hondos surcos que permitían derramar incesantemente aquella sangre, misma que antes fuera su más cálida amiga, la púrpura guardiana de sus secretos más íntimos. De manera súbita, rauda, le pareció que todo lo que había sentido y experiementado a lo largo de su vida era vano, vulgar y barato, incluso ese amor, en comparación con lo que se avecinaba a continuación, con eso que estaba a punto de acontecer. Se encontraba en el umbral en el que dejaba de pertenecer al campo semántico de los hombres, diferente de todos ellos, alertas y vigorosos soldados, que le rodeaban y le pasaban ya por encima como si fuera un costal; dejaban de emparentarse de tajo. Dentro de pronto tampoco tendría ya nada en común con los árboles o con las flores, ni con los peces, ni con las aves ni con las bacterias, ni siquiera con aquella fiel y anciana cigarra que solía frotar sus patas contra su cuerpo de manera puntual y beligerante, todas las noches, desde el jardín de su casa.

Siete treinta y seis de la noche.

- Señor, encontramos el cuerpo del Sargento V. y los de todos los integrantes de su pelotón a un lado de la trinchera oeste, junto con otros cuatro cuerpos más, aún sin reconocer, señor. Señor, Al parecer son civiles, señor.

- ¡Mierda! Es una lástima. ¡Bien! Prepárense para avanzar desde el ala izquierda. Quiero listo el cuarto regimiento, presto a mis órdenes, en menos de diez minutos ¡Muévanse! En cuanto al sargento y sus soldados, entiérrenlos como es debido, pongan en orden todos sus papeles... y mándenle un telegrama a todas las madres de los caídos, de parte mía, con mis conmiseraciones incluídas. Ellas sabrán entender la situación. Que Dios guarde las valientes almas de esos muchachos.

Viéndolo de otra manera, no todo estuvo mal. Durante una jornada en cuarto grado, entre clases, le pregunté: "¿Quién te gusta del salón?". Ella se sonrojó. Me miró tímidamente, con una sonrisita continente de emociones fuertes y privadas, ya casi pubertas, y estalló: "¡Ay, qué te importa!". Echóse a correr hacia donde estaban sus amigas, a murmurar todo lo ocurrido, con cuchicheos y pequeños jalones propios de la edad. Era yo. Uno de ellos. Yo también le gustaba. Sí... estoy seguro... yo también le gustaba. Si no, ¿por qué actuó de esa manera? Sí... era yo uno de ellos. Lo sé. Sí, lo sé... muy bien... lo sé... lo... sé... (.)

- Sí, la verdad sí me gustaba, pero me intimidaba un poco. Sólo un poquito. Era simpático. Me gustaba cómo corría al jugar futbol, sus pecas, sus mejillas rojas y agitadas, y su cabello crespo despeinado. Después crecimos y me dejó de gustar. Pero bueno... al final, ¿qué importancia tiene todo ésto? Jejeje... sólo éramos unos niños, ¿no es así?

6 de febrero de 2010

L' Amour et La Violence

La chica finalmente llegó ante la puerta. Tocó. Él abrió con cortesía y fragilidad, como todas las veces. Las flores del parque eran muy bellas, de colores exuberantes que invitaban a posarse a las abejas, así como sutiles y refrescantes eran las olas que les golpeaban, con suavidad, las plantas de sus pies descalzos, hundidos en la arena. Ese día las nubes eran increíblemente hermosas y extensas, al igual que las estrellas demasiado brillantes, demasiado penetrantes, aún como se encontraban, a lado del sol.

Un par de parpadeos intercambiados bastaron para revelarlo todo, el misterio del universo. Y aún así, ambos se aventuraron a hablar, decidiendo transgredir lo frágil del instante, desviando los caminos. Frente a frente, los dos sabían que esto no debía continuar así. No era sano, no era recomendable ni nada de eso. Pero también sabían que era posible seguir juntos. Y a veces, muy a menudo, sólo lo posible basta para sostener las cosas. Si no, no habría mundo, no habría nada.

Sabían también que habían sido creados de arcilla, como todos nosotros. El frío les calaba hondo en los huesos, y las narices se les hacían cada vez más insensibles, más inexistentes, como era costumbre en los inviernos nevados. Las palmeras soleadas que les circundaban por doquier se agitaban de un lado a otro, en inquieto vaivén danzarín, como agitadas por aquella familiar brisa vespertina de ámbar, de rocío y de espuma; agitados de igual forma se encontraban sus corazones, los ánimos que los mantenían erguidos, cara a cara, isla contra isla.

- ¿Recuerdas cuando teníamos que cruzar la avenida corriendo, en medio de los autos que pasaban, para poder vernos a escondidas del otro lado del fraccionamiento?

- Sí, sí me acuerdo.

Una serie de nudos invisibles los ataban mutuamente, nudos que no apretaban pero que tampoco dejaban escapar. “¿Para qué escapar?”: a veces se inquirían ellos mismos. “No, no, escapar jamás. Eso no”. Sus adolescencias entrecruzadas, sus amaneceres compartidos, sus aromas absorbidos, sus pupilas titilantes de nostálgico deseo. Poderosas y desconocidas fuerzas los mantenían aún juntos, más allá de toda probabilidad. Mediante un solo golpe de suerte, es posible encontrar el tesoro. O la muerte. Con una sola exhalación, les era posible saber qué tan bien les había ido en el trabajo, o cuáles eran las treinta y siete cosas que por lo regular pensaban y sentían, de manera cíclica y recurrente. Él sabía de antemano en qué momento temblaría al recorrer su frágil espalda con roces apenas insinuados. Ella sabía que tenía que colocar un minuto con cincuenta segundos la sopa instantánea dentro del horno de microondas, no más, no menos: la temperatura adecuada para el paladar de su cónyuge. Ambos poseían el mapa ajeno de sus laberintos subterráneos, o al menos una gran parte de éste.

Nada de artificios. Quizás uno o dos, pero los inevitables, los de siempre, aquellos que hacen posible la comunicación entre los hombres. Todo lo demás había sido subsumido al sonido de sus pensamientos, al cálido rumor de sus arroyos subcutáneos. Una multitud de niños pasaron por donde estaban, rozándoles sus ropas; las jalaban a manera de cortina y se escondían, juguetones, detrás de sus cuerpos. También ambos se escondían detrás de sus propios cuerpos. No es seguro si era tan solo un juego para ellos. Quién sabe. Después se dieron cuenta que no eran niños los que jugaban a las escondidillas, sino aves, aves blancas, volando en parvadas ingenuas, muy cerca unas de las otras. La abuela de uno de los dos los miraba desde lejos, con una sonrisa apenas dibujada, portando sus clásicos vestidos de seda, tan famosos en su época ¿Era su abuela, o era un peñasco, o un trozo de vidrio, o un anhelo moribundo? Sí: era su abuela, sin duda. El vestido era inconfundible. También estaban allí sus madres, sus padres, sus dos mejores amigos, y un hijo que aún no había nacido, un pequeñuelo de cuatro años, con caireles dorados y macizas mejillas coloreadas. Todos lejanos espectadores.

- Entonces… dime qué es lo que piensas.

- ¿De qué?

- De mi vida.

Allí estaban, de nuevo. Una vez más, como hace un par de días, como hace un par de siglos, de milenios, de eones, como hace un par de vueltas de la rueca. No más que estatuas mirando hacia los rincones inhóspitos del tiempo, a la mitad de un rascacielos y en contacto directo con las montañas más sublimes, los valles más sensuales y los acantilados más deliciosos, formas ansiosas por dejarse acariciar, por dejarse sacudir de dolor y de solaz, de placer y de agonía. La boca llena de sangre y de dulce miel, apurando el elixir prohibido desde tiempos inmemorables, de manera simultánea. Los dedos, ágiles, de pianista, habían empezado a trazar siluetas amorfas sobre su largo cuello ¿Qué más tenían, sino se tenían el uno al otro? ¡¿Qué?! Una daga atravesada en el hombro, otra en la pierna, otra más en la médula de su orgullo, su dignidad, su egolatría ¿Era posible aún marchar, caminar, arrastrase? ¿En esas condiciones? Sí, sí era posible. Siempre es posible en estos casos. Crueles asesinos a sueldo, dormido uno al lado de otro, desnudos, plácidamente recostados, mientras afuera de su recámara la frágil noche soltaba el sereno despreocupada, unánime, justiciera, en el techo de todas las casas.

De repente un beso. Un hierro candente en los labios. Un pacto sellado. Una condena acordada. Ambos nacían una vez más hacia una irremediable esclavitud. Hacia la más grande de las libertades, quizás.

La chica comenzó a llorar, de alegría, sobre su regazo. Él, no pudo menos que hacer lo mismo. Abrazados, en un instante eterno y por ende ilimitado, toda la comarca se borró, y los telones se cayeron, uno tras de otro, de manera simétrica y acompasada. La flor era dicha, la ola era dicha, las aves eran dicha pura, volando en parvadas blancas. Las nubes eran dichosas, las estrellas también. Las guerras, las pestes, las hecatombes universales, su sombrío destino: todo esto era asimismo dicha, una dicha a gran escala. Una dicha histórica, cosmológica, ontológica. Finalmente, él le hizo pasar hacia dentro de la casa, y la puerta se cerró detrás de ella.

5 de enero de 2010

Bosquejos de una inerme soltería

Una gran lubricidad asomaba tras las cortinas de sus ropas y chocaba violentamente contra los límites de su cuerpo, se expandía y ascendía gota a gota, estímulo a estímulo; un lúbrico comportarse del que él ni siquiera estaba cierto de su origen o de su causa primera, de su más profunda madriguera. Como es regla general en todos nosotros, todo lo que sabía era lo que sentía: la detestable sensación de estar siendo empujado brutalmente hacia el borde del trampolín de los tiburones sin que uno diera previamente su consentimiento. Ya estaba bastante acostumbrado (adiestrado, casi diríamos) a este tipo de exabruptos incómodos y embarazosos, a estos esclavizantes deslices en medio de cualquier situación del cotidiano. Allí, en el supermercado, en la zona de frutas y legumbres, muy cerca de la de lácteos y carnes, a partir de cierto instante en que la abulia finalmente fue apartada, en lo único en lo que podía clavar la vista fija era en los múltiples escotes de las señoras bien dotadas, quienes, como benévolos dioses domésticos que escogen los aguacates más firmes y los plátanos menos maduros palpándolos con sus palmas juiciosas y abarcadoras, le regalaban sin empachos esta especie de paraísos incesantes e instantáneos, en medio del barullo adormecedor y gris de la economía familiar. A una de ellas, él la fue siguiendo, pasillo por pasillo, hasta sentir ese polar y gélido golpe de los refrigeradores de la comida congelada sobre sus manos, su nariz y sus orejas. Necesitaba comprar yogurth, por tanto, su camuflajeada persecución estaba bien justificada, casi con respaldo teorético y todo el asunto. A la vuelta, junto al anaquel de las cajas de cereal, un par de muslos bien delineados pertenecientes a una notablemente esbelta y tonificada adolescente robaron por un momento su atención; sin embargo, su líbido deliberó sabiamente, en esos momentos de tambaleo y de asomo al precipicio, a favor de la señora de los senos increíbles, por lo que siguió adherido al primer plan de satelitaje humano. Las ruedas del carrito de compras de la dama rechinaron y se pusieron en movimiento una vez más, pues había decidido por fin qué tipo de mermelada quería para sus hijos: no demasiada azúcar, no demasiados pedazos de fresa. Doce, once, diez, nueve, ocho: la numeración de los pasillos avanzaba de manera descendente, según podía notar de reojo, sin despegar disimuladamente y a intervalos su mirada de aquella ofrenda de frutos prohibidos, deliciosos, exquisitas piezas semi-redondas de porcelana, iluminadas de manera desafortunada por las horrendas y poco fulgurantes lámparas de neón que alumbraban aquel lugar; apetecibles par de frutos que por estar tan a la mano estaban así mismo completamente apartados y vedados para él y su voluptuosidad, su auriga implacable.
*
Cuando llegó a su casa, se quitó los zapatos, suspiró hondamente dos veces y encendió, por inercia, el primer distractor que se cruzó por su camino. Lo único que quedaban del recuerdo de esos senos que había perseguido minutos antes eran jirones mnemotécnicos, trazos geométricos de fantasmas que iban desapareciendo, gradualmente, conforme avanzaban los minutos y los estímulos sensoriales subsiguientes ¿Eran como un círculo achatado de los polos, o tan sólo como un ovalo demasiado redondo; como sandías, o más bien como melones? No obstante, sólo un remanente permanecía todavía de la experiencia anterior: un acre sabor de boca, algo indeseablemente impalpable, obscuro, un malestar inaprehensible, una astilla-verdugo colocada estratégicamente en medio del ceño. Se producía, inconcientemente como lo era siempre, una ebullición saturada de sangre y de altas temperaturas, oleajes púrpura y marejadas tangerinas, terribles y aterciopeladas, justo en la base de sus orquídeas arrugadas. En ese momento de glorioso combate entre dos o más contrincantes en el agón de sus sensaciones, una alocada y dionisíaca imagen emergió de la pantalla de televisión, haciéndole concentrarse de una manera constreñida y omniabarcante sobre una serie de puntos coloreados, micro-mosaicos del rompecabezas fluorescente que constituía en ese instante la pantalla: el par de impresionantes muslos de esa actriz afroamericana, en perfecto ensamblaje con sus glúteos de corcel de batalla decimonónica, del más prestigiado y noble del regimiento, de ésos que pintaba Delacroix suspendidos sobre sus dos patas traseras entre una aura de magnificencia y de sublime libertad, o de aquellos que modelaba amorosamente con cera o con barro Degas de manera casi obsesiva en su estudio; pedazos de carne firme y apetitosa que empujaba y contorsionaba, a la base de sus pródigas caderas de deidad fértil, contra las ingles recostadas de un joven desnudo, como una domadora de fieras encima de su montura, a horcajadas, danzando grácilmente con el tenue vacío de la recámara-set que le rodeaba, atmosféricamente artificiosa. Él, todavía espectador, impávido desde el cómodo pero limitado lecho que le proporcionaba su sofá, se dejó halar furtivamente y sin resistencia alguna por la serie de asociaciones deliciosas que permitía la contemplación de aquel arquetipo femenino al interior de su ya por demás entrenada imaginación, esa capacidad de multiforme fantasía que le proporcionara casi la totalidad de los placeres carnales del mundo, y sin la cuál, muy probablemente se hubiera dado un tiro en la cabeza, sin titubeos, ya desde hace muchos ayeres. Demasiada locura en este mundo de cuerdos. Henchido de esta lluvia de estrellas interior, de fuegos artificiales oficiosos que deslumbraban y dejaban deshabilitado por completo a su razonamiento e ilación causal de los fenómenos presentes, permaneció así por otros tres minutos, hasta que la dúctil imagen de la mamba negra se desvaneció, y él, con esa tensión irresoluta e implacable tirándole desde el extremo más poderoso de su perineo, no pudo hacer otra cosa que levantarse del sillón, apagar el rey electrodoméstico y jugar un rato con él mismo, en la privacidad neblinosa de su propia incognosciblidad: el encuentro más cálido y más intimista al que él, en ese momento preciso de su vida, hubiera podido aspirar.
*
Como por arte de magia, de súbito, la imagen de la despampanante hembra desapareció por completo. Fue expulsada con fuerza, exorcizada ferozmente, llevada por el torbellino de las complacencias autistas, del único diálogo posible del alma consigo misma, la verdadera diánoia platónica. Los segundos inmediatamente posteriores a la erupción volcánica, todo lo que atravesaba por enfrente de su res, eran guijarros, pedazos de luces muertas, navíos varados de formas y de figuras desarticuladas que habíanse soltado en algún momento de infortunio del haz de cosas primigenias del mundo, mismo que antes sostuviera con orden y razón absolutas el puño firme del presuntamente difunto demiurgo, es decir, antes de la brutal sacudida de mástiles y de orografías imaginarias: después, todo volvería a lo normal. Lo que a él le costaba trabajo entender era, a fin de cuentas, cómo era posible que las febriles visiones que le atacaban, desprevenido, sin ningún tipo de sutileza, pasaran tan rápido y sin ninguna importancia, en cabalgata fugaz del olvido, como intrépidos trenes sin estaciones que siguen del largo por los países exóticos y sus riquezas proliferantes hasta finalmente caerse en trompicada por los bordes limítrofes de la Tierra. Allí, extenuado y tendido en su cama, no deseaba articular palabra alguna, pues no podía pensar aún en nada: sagrado deleite muy poco valorado en estos tiempos de vulgar saturación mediática. No obstante, el dragón de siete cabezas no había sido vencido ni mucho menos: sólo se escondía, aguardaba risueño tras la maleza de las horas venideras, del próximo brote de atractivo lascivo, rica miel y anzuelo infalible para las moscas. Él lo sabía muy bien, siempre lo había sabido. No es que fuera creyente, religioso, ni nada de esas muletillas. Las fábulas sobre el pecado natural y las mansiones transmundanas le tenían sin ningún cuidado. Era sólo que los fulgurantes látigos de sus pulsiones no lo dejaban tranquilo nunca. Eso era todo, nada más que esta aparente simpleza. Aunque quizás, bien visto, era peor que sólo eso, debido a su atenuadamente ascética naturaleza. Él, en su papel de estoico obligado por las circunstancias adversas (como todos los estoicos), se encontraba empecinado en no permitir el desbordamiento de su propia animalidad en ocasiones inadecuadas, ni de ceder, así como así, tan fácilmente a la tiranía invasiva de la gula sobre su espíritu, a la completa sodomización de su intelecto y de su voluntad deliberativa: sabía que en esos pantanosos territorios se sumergiría frágil e indefenso con demasiada facilidad, y que no había manera de triunfar sobre lo real de esta manera. Quizás había aprendido eso en la mazmorra. La sombra del buen juicio pesaba demasiado sobre el reloj de arena de sus configuraciones, tratando de luchar a cada momento contra algo que no tenía ni espada ni escudo, ni casco ni peto con qué defenderse ni con qué amortiguar las sólidas invectivas de su lógica marmórea: un “algo” ciego y completamente indeterminado, pero germinado y florecido en él desde dentro a muy tempranas edades, imposible de saciar, imposible de extinguir, imposible de apagarse por completo. Era la capacidad del disfrute que le cedía su trono a la tortura. La tortura, sucedida a su vez por el acérrimo estallido del placer inmediato. Y después, el cántaro que se llena de nuevo. Un Sísifo femenino con seductoras y vaporosas ropas de lino, con una figura moldeada en los talleres del mismo Hefestos, delimitada por suaves curvas y justas proporciones que brindan uno de los espectáculos más bellos del mundo y una de las satisfacciones más entrañables que son posibles de alcanzar sin esfuerzo en el agridulce y sinuoso sendero de nuestra mortandad trazada. Satisfacción significa castigo, y viceversa, una y otra vez, como él sabía, demasiado bien, ya de antemano.
*
Después de una semana y media del singular suceso, aconteció una charla de café por aquí, una fiesta por allá, una función de cine el miércoles, una visita al museo el domingo. Salir con una, besar a otra. Prospectos, plausibilidades, meros antojos, descalificaciones y claudicaciones, caras familiares, a veces ridículas y aburridas, a veces interesantes pozos hacia donde mirar en su profundidad. Nada fuera de su espectro, de su todo delimitado dentro de las líneas de gis esbozadas sobre el suelo, trazadas por él mismo. Las pláticas normativas circulaban sin problemas, fluían atropellada pero felizmente, como el decurso del vino sobre las copas y las gargantas de los comensales ebrios: la moda, la familia, la academia, el futuro, el amor, los libros, las tardes perdidas, las rencontradas, los recuerdos de ferias, de niños, de adultos. Quitarle la ropa a una, dejar que se la quite la otra mientras se le mira plácidamente desde una suave esquina llena de almohadas. Gozo extático, idilio, sentido directriz de la existencia. Hilo que se desenreda por sí solo y que cae por los peldaños de una escalera, uno a uno, quién sabe hasta dónde. Novias como barcos de papel, amantes como cometas voladores en una tarde de verano con fuerte viento: nada fijo, nada estable. Lo único que seguía permaneciendo sobre todo y bajo todo era ese rojo hilo conductor que ataba y que anudaba con tirones continuos y con crudo magnetismo a todos sus conyugales pasatiempos. Él sabía bien todo esto, pero parecía no importarle demasiado ya, incluso había aprendido a disfrutar moderadamente de este pícaro y absurdo juego de mesa, avivado por el eco de la risa sarcástica sobre sí mismo y sobre los demás. La única cuestión que le seguía pareciendo grotesca e irrebasable era la de siempre, la de su propia insaciabilidad. Sí: había leído sobre la cupiditas, sobre el Eros y demás mitos contemporáneos ¿Y qué? ¿Era razón suficiente para aceptar tan desgastante peregrinar, tan secular epopeya del destino que no tiene principio, ni medio, ni final que nos ampare y nos dé su cariño de abuela, con chocolates calientes y mantas abrigadoras? Los íconos mutaban, las fachadas se derruían y se montaban otras encima: rubias, morenas, pelirrojas, delgadas, medianas, gruesas, con estilo o sin él, sin inteligencia o con ella, con buen humor o con pésima sensibilidad para el doble sentido, con elegancia admirable o con tropical mal gusto y vulgaridad arrabalera. Lo de menos parecía ser la persona, el contingente humano al que se ceñían sus atenciones y su lujuria decantada sobre un ente particular. Siempre brotaba algo más, un faro augusto en la lejanía, siempre brillaba más fuerte que la anterior una moneda al fondo de la fuente de las añoranzas y de las promesas encantadoras. “Quizás soy demasiado joven todavía”, rezaba ingenuamente para sus adentros. “Quizás en la madurez de mis años, esto cese, o por lo menos, amaine su fuerza y su embrujo”. Esa era su única religión, su único y verdadeo credo, sus únicas mansiones transmundanas con sucursal en el porvenir de sus días. “Ojalá que esto cese, que esto se acabe algún día”: esa su redención, su más preciada anestesia, su anhelado boleto al Paraíso. Muchos años después, con singular orgullo y desdén, pudo notar que, en efecto, la tempestad amainaba, poco a poco, mujer tras mujer, alegría tras alegría, duelo tras duelo. Después, la vejez finalmente le alcanzó y le quitó todos sus dones sexuales, excepto el de seguir deseando. Un fulminante derrame cerebral le mató, un día lunes del mes de julio. Justo en aquella memorable y esperada jornada veraniega, para alivio de sus ángeles de la guarda y de sus genios protectores, pero sobre todo para beneplácito de los filósofos y de los anacoretas de todos los tiempos y de todas las tradiciones, terminó la dictadura.