9 de diciembre de 2009

“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos)


“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos): conferencia magistral impartida por el Dr. Evaristo Adalid en la Universidad Autónoma de Bramante, durante la celebración del coloquio “De Beatrices, Dulcineas y Julietas: la figura histórica de la mujer en nuestra poesía contemporánea”, el 11 de Marzo de 1986.


(…) De ninguna manera podemos reducir una mujer a un solo fenómeno palpable e inmediatamente clasificable. Traicionaríamos su esencia más íntima, lo cual nunca podríamos perdonarnos a nosotros mismos. Sin embargo, no es posible imaginarse ni señalar la enorme cantidad de hembras individuales que transgreden este principio, que violan y violentan su propia constitución día con día, generación tras generación. Una verdadera lástima para el mundo y sus derivados. Aquellos seres inherentes con el misterio, nacidos para alcanzar las cumbres más borrosas y los abismos más inaccesibles que otorga la sensibilidad humana, forjados y templados dentro de las profundidades ígneas de los hornos del Dios Vulcano y al mismo tiempo bendecidos por las refrescantes y nubosas venias del Dios Urano, de pronto, sin previo aviso, deciden sumergirse de lleno en los monótonos fangos de la mediocridad y la limitación de sus posibilidades existenciales ¿Porqué? ¿Cómo es que se da esto? ¿Cómo es que se llega a tan lamentable situación para ellas, para nosotros, para todos?
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(…) No es lo mismo hacer preso a la fuerza a un individuo libre para convertirlo en rehén dentro de una guerra o en algún golpe de estado, que alguien que se presenta y se entrega voluntariamente ante tus pies con la cabeza gacha y las rodillas flexionadas. Es así como la mujer, hoy por hoy, se entrega por sí sola a la simplificación arquetípica del empobrecimiento cultural y a toda empresa reduccionista sexual que no conviene ni empata mucho menos con su inefable naturaleza. Una completa denigración, en toda la extensión de la palabra. No pretendo aquí establecer una distinción entre oficios o trabajos denigrantes y no denigrantes: no se me malentienda, por favor. Todo esto responde más bien a un problema ético, es decir, de coherencia consigo mismo: no es denigrante el trabajo o el oficio que desempeñe tal o cual mujer en la sociedad, sino más bien la toma de posición ética que asumen ante las comunidades o los núcleos sociales particulares y enormemente diversificados. Pero sobre todo, la denigración recae y se muestra, antes y después que a nadie, ante ellas mismas.
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Las mujeres de hoy no saben sincerarse frente a su soledad, frente a lo que ellas son, y nada más que eso. Se esconden por inercia tras maquillajes, artificios, juegos inconsistentes que ni ellas mismas comprenden ni quieren seguir en el fondo, fantasmas e inseguridades varias, gérmenes de ídolos culturales e históricos putrefactos que apestan desde hace ya varios siglos, pero que no logran descomponerse aún. A nuestras mujeres les falta esa resistencia, ese estoicismo, esa fortaleza, ese temple originario volcánico-uranio. Prefieren caer en las facilidades de lo banal, el lugar común y lo dado de manera inmediata por mediación de los esquemas de los mediocres y los limitados, esa abrumadora mayoría pertenecientes al sexo masculino castrado de espíritu: aquellos que desde la antigüedad se han conocido y catalogado bajo el nombre de “idiotas”, que, recalco, son los más (pueblo llano e intelectuales da igual, la erudición no importa casi nada en nuestra distinción cualitativa). Las mujeres, en su mayoría, no se conocen ellas mismas, no ha podido realizar con éxito tal ejercicio. Existen muchas que no se imaginan siquiera lo que representan, de lo que podrían ser capaces. Y aquí, toda puya feminista que pretenda ser lanzada contra mis aseveraciones, encontrará un argumento inobjetable: la mujer de nuestros días es apta y capaz para todo, para cualquier cosa, menos para ser mujer.
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(…) En la poesía, para poder asir la verdadera esencia de una mujer, la precisión de las letras empleadas tendría que ser magistral en su uso y su despliegue, casi una talla acabada en mármol, en ébano, lo mismo que el ritmo y el sentido endotérico de nuestros vocablos. Todo esto se da de esta manera porque los poetas somos en esencia idealistas. Si fuéramos realistas, la peor enfermedad que puede aquejar a los de nuestra raza, tendríamos que enfrentarnos al mismo problema que al solíamos enfrentarnos antes al crear cualquier poema tratando de ser siempre coherentes con la realidad: necesitaríamos antes que tomar como paradigma a una verdadera mujer, y de allí partir hacia la creación desenvuelta ¿Que qué creo que es una verdadera mujer, se preguntarán ustedes? Muy fácil: aquella que pueda portar con dignidad y perfecta adecuación el nombre que la postula como tal: adecuatio intellectus ad rem ¿Qué es aquello que la caracteriza de manera más evidente? Erotismo, dirá la mayoría. Pues no, de ninguna manera. La esencia de una mujer no puede reducirse puramente al ámbito erótico: ésta no es simplemente aquel instinto palpitante que se alberga domesticado dentro de la ramera entrenada o desmesurado en una ninfómana en ebullición: es otra cosa. De allí la dificultad de partir de la realidad, pues la mayoría de las mujeres de hoy, al igual que todos los idiotas masculinos, tienen en alta estima aquella concepción cosificadora de lo que se debe hacer como imperativo categórico contemporáneo en relación con nuestro erotismo: “gozar de la sexualidad”. Nada más idiota, impreciso y falto de perspectiva teleológica que esto.
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Pese a que el término erotismo traiga a cuenta una especie de “técnica de lo sexual”, y en ese sentido, un desarrollo de lo artístico que tiene la sexualidad animal en bruto (como bien señala Octavio Paz en su “Pan, Eros, Psique”), la mujer, en tanto mujer esencial, trasciende el ámbito del perfeccionamiento técnico del instinto de reproducción y de otorgamiento mutuo de placer sensorial. La esencia de la mujer toca esos caminos ineludibles y enigmáticos, indescriptibles, que los hijos de Prometeo hemos terminado por traer a cuenta con el nombre de belleza. Bien es cierto que la belleza se entrelaza muy a menudo con las pulsiones libidinales y se hermanan en su tendencia humana al deseo del otro, pero, si alguien en verdad es poeta, durante algunos privilegiados momentos dentro de su breve existencia en este mundo, tendrá el honor de asistir a la contemplación de la belleza impoluta de la esencia de la mujer en sí misma, lejos de los intereses particulares de satisfacción instintiva y de las manías colectivas llamadas “gusto” o “canon estético”. Es un rayo de luz cegadora, que lastima a la vez que fascina: en ese momento, no es posible sino agradecer al todo, en abstracto, sólo poniendo las energías en el acto mismo de contemplar y temblar junto con lo contemplado. Eso pasa con la belleza de la mujer, un aspecto poderosísimo de su esencia, quizás el principal. Es una rareza divina que escapa, como gas finísimo, la mayor parte de nuestro tiempo, con la mayor parte de las mujeres particulares con las que nos relacionamos cotidianamente, de cualquier rutinaria manera. El arte genuino se propone atrapar y congelar esa sustancia huidiza como su principal objetivo, y sí que lo logra cuando es tal.
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(…) Sin embargo, es pertinente diferenciar la idea de mujer de la mujer particular, sobre todo en el oficio que se supone que nos ajusta y que nos reúne a todos hoy bajo este honorable techo hoy: el de ser poetas. Un poeta, antes que nada, trabaja con ideas: son las ideas son su argamasa, sus ladrillos, su bloque en bruto en donde poder desplegar su poder creativo y mitológico, a la vez que su cincel y su martillo. En ese sentido, el poeta es un platónico. Pero no sólo es eso. Es también un spinozista. Spinozista porque logra encontrar en el lenguaje poético la unidad en la diferencia, lo uno en lo múltiple, la sustancia en los atributos, la trascendencia en la inmanencia, lo divino en lo humano. Para el poeta, la mujer particular es sólo un pretexto, una plataforma de lanzamiento hacia lo infinito misterioso, hacia lo luminoso e intangible que se muestra a través de las cortinas cristalinas del arte, de la condensación más contundente del espíritu humano. Lo importante para el poeta es la idea de mujer: es eso lo que le produce y le impele verdadera motivación, verdadero deseo. Una mujer particular no puede contener todas las cualidades divinas que posee y que es posible de desplegar a mansalva la idea de mujer en la poesía y en el arte, sus divinos dones en amalgama unitaria, plena de completud. Es demasiado para la carne contingente, para la vaciedad posible dentro de una singularidad dada. No podemos negar sin embargo que, escondidas entre la maleza, hay excepciones a la regla afortunadísimas en las que pueden aterrizar en carne de mujer algunos varios de los nueve atributos cabalísticos de perfección sin fricción alguna, danzar como libélulas en los jardines de los pasatiempos del perfecto y cerúleo Krsna, el ente más completo del mundo por ser tan femenino aún siendo un dios masculino. Aparece ante nosotros entonces, de vez en cuando en medio de nuestra cotidianeidad, algo muy cercano a una verdadera mujer. Toda una revelación. Y son a ellas a las que el poeta, si es que no quiere pasar sus días solo e incompleto, debe tender sus redes en pos de una buena pesca, la pesca de su propio reflejo embellecido en otra carne, en otro despliegue de su misma idealidad. Sólo ella, para el poeta, es digna de su amor. También es muy probable que nunca llegue a encontrarla, y es por ello que no la debe buscar. El egoísmo erótico del poeta es el más noble de los pecados mortales en la tierra, y por ende, el más placentero, el más doloroso. Es una cuerda que él mismo tiende sobre su cuello.
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(…) Dejemos de lado por un momento la cuestión del criterio selectivo para señalar a la mujer ideal. Hace ya veintitrés años, platicando con mi entrañable amigo y poeta Zacarías Buosso, surgió justo la cuestión de la denigración de la mujer como idea, y de cómo esta afecta a los poetas y a los espíritus sensibles que se resisten férreamente (muy a menudo contra su voluntad) a conformarse sólo con los placeres inmediatistas, la practicidad económica de las relaciones humanas y todos esos aparatos de coacción y de sometimiento generales que se aplican dentro de nuestra serie de sistemas regulativos en los que nos vemos inmersos (Sigmund Freud y su “malestar” cultural como estandarte más representativo de esto último). En esa ocasión, Buosso señalaba que, en efecto estaba de acuerdo con la mayoría de mis intempestivas, pero que parte de mi visión pecaba de un reduccionismo terminológico, y que, contrario a lo que yo aspiraba dentro del quehacer poético, dejaba mucho que desear en cuestión de apreciación real de la figura de la mujer en tanto metáfora útil para hacer poesía, de integrar la multiplicidad fluctuante en el núcleo unitario de lo femenino ideal. Para él, la mujer ideal no era más que una patraña utópica que debía de ignorarse tanto en la poesía como en la vida práctica, y conformarse con lo que ofrece la rica viña de los placeres mundanos, sin preocuparse demasiado por ningún tipo de criterio o de prejuicio previo sobre la mujer ideal o cualquier tipo de idealidad. Ante este revés, no tuve opción más que objetarle a Buosso que mi supuesto reduccionismo se encontraba completamente justificado en la realidad, y que a las pruebas me remitía, ya que si era verdad que él era poeta, no podría nunca, de ninguna manera, quedar satisfecho con tales determinaciones hedonistas y pragmatistas, y sería siempre un idealista aunque no se percatara de ello. Él sonrío burlonamente de manera leve y dejó el lugar después de pagar la cuenta. A los dos años se suicidó, definitivamente debido a crueldades del amor insatisfecho y de anhelos no cumplidos, de idealizaciones no realizadas, no actualizadas en la concretud de sus relaciones sentimentales. Un poeta como él (pues demostró serlo), al final, asintió mi teoría con su dolorosa muerte. Era verdad que yo ni siquiera poseía una teoría de la mujer ideal como tal (toda mi “argumentación” estaba basada en intuiciones, y él lo sabía bien), y de ninguna manera me precio de haberle ganado el duelo a mi amigo. Siempre es una lástima, una pérdida insalvable para la riqueza de la vida, que los verdaderos poetas, así como las verdaderas mujeres, abandonen este mundo prematuramente.
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(…) Es comprensible, hasta cierto punto, que una mujer pueda transformarse en una piltrafa manipuladora y sonsacadora para poder sobrevivir, pues así ha sido educada toda su vida y ha estado rodeada de infinitos ejemplos de la misma calaña; no obstante, tal conducta en una verdadera mujer no es justificable en absoluto: eso es cosa de inteligencias bajas, de sensibilidades viles. Bien es cierto que alguien nunca se siente tan vivo como cuando se está en contacto con una mujer, algo con algún sesgo de verdadera feminidad. Pero la realidad es que ciertos vicios e inconsistencias basadas en la ignorancia de su verdadera esencia destruyen y disipan por completo cualquier posibilidad de sublimación de los atributos que hacen e integran la idea de mujer, la vivacidad misma que impele lo mujeril. Tales máculas lo opacan, lo ennegrecen, lo corrompen a tal grado que se olvida todo tipo de admiración y embelesamiento, y se intercambia por contraste con una cruel repelencia abismática hacia ellas: se convierten en objetos, y nada más que eso. Repelencia y náusea aún más poderosas que las que se sienten por un hombre malogrado espiritualmente, pues se conoce el potencial de la mujer particular que tiende a idea, del ser más delicado y potente del mundo capaz de abrir constantemente brechas hacia territorios inexplorados de la experiencia vital, aquellos en donde se localiza el maná impoluto de lo latente e increado.
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(…)Los engaños y los espejismos pululan en nuestro intento poético de relacionarnos con lo femenino concreto. Una vez, por error, me relacioné con una mujer bastante necia, sumamente atractiva, corporalmente exquisita, pero demasiada necia, estúpida al fin. El principal problema con ella era que, mientras trataba de demostrarme que era algo más que un pedazo de carne que podía lamer y penetrar con singular gusto una y otra vez, me amenazaba con la posibilidad de lanzarse a los brazos de toda una horda de hombres idiotas, hambrientos de tenerla haciendo largas filas, si yo no era capaz de valorarla como ser humano, sensible e inteligente. Es decir, ella me decía que “si estaba conmigo y no con otros veinte”, era por que yo era especial para ella, pues yo era profundo y llenaba aquellas expectativas que su mundo vacío y superficial en el que desenvolvía antes no había podido otorgarle. El atractivo físico, como todos sabemos, no disipa la inseguridad personal (por el contrario a veces la termina acrecentando), provocando el impulso de querer generar, mediante prácticas y poses varias, la ilusión cosmética de inteligencia: cosa que, al igual que la sensibilidad y que el talento creativo, no es posible fingir. Intimidada por mi supuesta intelectualidad y mi refinamiento estético, lloraba y replicaba mi adjudicada arrogancia y desprecio implícito hacia su persona, exigiéndome respeto y comprensión, pues al parecer ella también se esforzaba mucho en culturizarse y en embellecer su alma, tarea que ejercía libremente por placer y por necesidad, al igual que yo ¿Pueden imaginarse algo más repugnante que esta situación en materia de relaciones humanas? Por supuesto, la dejé de inmediato. Sin duda esta experiencia propia funciona como una clara demostración práctica y material de lo que les vengo exponiendo hoy. Ahora debe estar casada con algún semental rico que la valora y que la ama tal y como ella es. El polvo al polvo, la idea a la idea. Qué felicidad la nuestra.
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(…) ¿Que qué me merece Platón? ¿Es en serio la pregunta? (Risas) ¿Pues qué me va a merecer? Nada más que gratitud, más allá que admiración. Como poeta me ha expulsado en La república, y como verdadero poeta me ha recibido en El banquete, me ha invitado de su vino. Es mi mayor enemigo y mi más grande maestro: a él le debo todo lo que odio y todo lo que sé. A través de sus diálogos, he podido empezar a conocerme a mí mismo, y por ende, al Universo. Salud en su nombre.