5 de agosto de 2009

La lira y el arco


- A veces pienso que la única cosa que nos mantiene juntos es la música. No puedo concebir lo nuestro de otra manera, no encuentro mejor explicación que esa. El gusto por la ópera, por ejemplo. Y nada más.


- ¿Nada más eso?


-Pues así me parece a veces, y de hecho muy a menudo. Si te fijas bien, allí quedan resumidos todos nuestros sentimientos y todos nuestros intereses mutuos: en la ópera. Ponte a pensar en eso.


- Eres un exagerado. Me niego a aceptar que sólo sea eso.


- No, pues yo también me niego a creerlo, pero parece que así es ¿Qué? ¿Te parece poca cosa lo que te acabo de decir?


- No, no me lo parece. Nada más que no puedo aceptar que todo lo que sentimos y lo que somos juntos termine representado sólo por nuestras preferencias musicales. Es absurdo.


- Es que no comprendes la magnitud del problema, la profundidad del asunto.


- Puede ser… aunque lo dudo.


- Ven acá. Dame un beso.


Así comenzó la noche de ese día. La música permanecía en su reproducción fugándose por las bocinas, llenando el apartamento de resonancias soberbias, de resoplidos y cuerdazos simétricos, grandilocuentes; de esas modulaciones de voz que atraviesan la piel y penetran en la médula, como astillas clavadas en los dedos de un niño curioso jugando con un madero. Allí, recostados sobre el diván, sus cuerpos desnudos retozaban juguetonamente y sus ojos se clavaban de vez en cuando en el hipnótico péndulo del reloj viejo colgado sobre la pared, regalo del abuelo. Así permanecían un buen rato, como suspendidos sobre la habitación, hasta que aquel hechizo paralizante se rompía de manera súbita y volvían a las andadas un poco más enérgicos que antes.


- Te repito que con frecuencia me pregunto qué demonios es lo que nos mantiene juntos. No estoy jodiendo: lo digo con toda seriedad (Da una fumada a su cigarro, exhala el humo y deja el cilindro sobre el cenicero). Por ejemplo, a ti te encanta pasear por el parque en las mañanas, junto al quiosco ése; correr como gacelita espantada, con paso jogging y tus Adidas, con tus mallas ajustadas y tu sudadera azul zafiro. Y yo aborrezco las caminatas. Tú lo sabes bien.


- No tienes qué recordármelo.


- Te ves muy bien de mallas, no lo puedo negar. Tienes muy bonitas piernas, atléticas, bien formadas… exquisitas, casi diría. Pero no es mi estilo. No es mi estilo ése, el del sporty way of life. Y en cambio, el tuyo sí. Ya me han señalado varios esa cuestión, que dicen que no creen que estemos juntos. Y de repente a mi también me extraña eso. Me cuesta trabajo.


- Déjalos que digan.


- Sí, sí, claro… que digan. Pero no es nada más eso. Una de mis fascinaciones, por ejemplo, es el vino, el alcohol, la bebida: soy vasallo de Dionisos dirían por allí, jajaja… En cambio, tú eres abstemia, y te duermes por lo regular a las diez de la noche, casi en punto. Yo soy un vampiro, no me duermo antes de las tres de la mañana, todos los días… y si hay fiesta, empeoran las cosas ¿No te parece extraño todo este embrollo?


- Así fui educada. Así crecimos, no es la gran cosa. Déjame ya de joder.


- Es que no es joder. Es en serio. Piénsale. Odio la vida familiar, y tú la buscas como un jodido tesoro: eres una niña mimada, de eso no hay duda. Está bien, no te estoy criticando en lo absoluto, pero en serio, piénsale. Te gustan mucho los gatos, y a mi me provocan alergia. Ese fue un problema al venirnos acá, ¿recuerdas?


- Sí.


- ¿Ves? Me encantan tus senos, míralos, tan tiernos y suaves (Un tierno beso se posa en cada aureola)… y tú en cambio no paras de quejarte de ellos, e incluso piensas en operártelos.


- Les falta “esfericidad”. No es el tamaño. Ya te lo he explicado.


- Lo que sea. Incluso en lo más elemental. Por ejemplo, cuando te miro de frente, directo a los ojos, tú agachas la cabeza, bajas la mirada como tímida puberta. En cambio, en muy raras ocasiones, cuando te sorprendo mirándome a los míos, no dejo de sostenerte la mirada, como queriéndolos absorberte, tragarte como un hoyo negro a través de mis cuencas. Y Luego tú vuelves a agachar la cabeza.


- ¿Y eso qué? Eso no significa nada. Tienes la mirada pesada. Eso es todo.


- Tú crees que no significa nada. Pero yo no lo creo. No es así de fácil.


- Piensas demasiado… y a lo estúpido. Ven, abrázame.


Una pierna entrelazada sobre otra, de diferente textura, una más morena que otra, una más bella y más sólida que otra, apretujándose, estrangulándose placenteramente como dos ofidios deslizándose hacia la copa de los árboles desde la base del tronco. Un brazo fuerte, ancho, y luego el otro, cercando suavemente una estrecha cintura, la cual sirve de base a unas pródigas caderas, amalgama de hueso y músculo finamente esculpida, digna de ser exhibida. Así permanecieron las cosas… veinticinco, quizás treinta minutos. Todo en calma, sin perturbaciones, todo bajo la cálida sábana del etéreo silencio que brinda la compañía del sexo opuesto, aquel momento en el que todo está en su lugar correcto, en el que nada falta ni nada sobra, en que se respira mejor el aire y en el que el hambre y el sueño escapan corriendo por la puerta, huyendo de su miseria, como cegados por una fulgurante luz que los impacta de lleno. Un mosquito impertinente se posa de pronto sobre la nariz de alguien, y ese alguien abre la boca de nuevo, moviéndola repetidas veces junto con su lengua de manera súbita.


- Es que en serio me resulta increíble nuestra situación. No tenemos casi nada en común ¿Te das cuenta? ¡Casi nada! Por eso llegué a la conclusión de que lo único que nos mantiene unidos es la música, lo que sentimos y traemos a cuenta con ella, gracias a su influjo. Porque… ¿si no, qué es?


- ¿Quieres dejar ya eso? Empiezo a ponerme incómoda. Sólo déjalo y ya.


- Sí, sí, de acuerdo… sólo… recuerda… recuerda por ejemplo, el día en que te conocí. Los amigos con los que venías no eran precisamente del tipo de…


- ¡Que te calles ya, con un carajo! ¡Cállate ya! ¡Ya!


Sus miradas se intercambiaron, una llena de desprecio hacia la otra, emulando así el fin de los tiempos, un simulacro del ocaso de un fragmento breve de felicidad que se había abierto paso hasta hace poco, expandiéndose gradualmente hasta tocar todos los rincones del cuarto que habitaban. Allí pudo haber terminado todo: la frágil cuerda pudo haberse tensado de más y romperse para siempre, de una vez por todas, como otras cien mil cuerdas se rompen, una y otra vez, todos los días. Pero no se rompió. Permaneció allí, tensa, a punto de romperse, pero acoplada en su tensión, increíblemente sostenida, como por manos de ángeles o de algún agente externo e invisible que impedía cualquier tipo de catástrofe, cualquier tipo de disolución.


Por las mentes de ambas criaturas cruzaron todos los momentos previos de desacoplamiento, de inconformidad y de caprichos injustificados que terminaban en enojo, de diferencias insalvables bajo las cuales parecía imposible la convivencia mutua… pero, como ya se dijo, nada terrible ocurrió. Una gota más de lluvia. Un sorprendente equilibrio sobre la balanza que sopesa los días y las horas, con precisión impecable. Justo en aquel momento ardientemente obscuro de tensión, logró escaparse de repente un crescendo cúspide del Thaïs de Massenet del reproductor en curso, incrustándose de lleno en sus, en ese momento, frágiles y desnudos corazones, más desnudos incluso que sus cuerpos.

Sin aliento, se miraron inocentemente a los ojos, de manera espontánea y casi por inercia. Ella bajó la mirada rápidamente, agachó la cabeza poco a poco incrustándose finalmente en el regazo ajeno, como de costumbre, con más ternura y suavidad que nunca. Él respondió no menos impetuosamente, de manera recíproca. El reloj de péndulo marcó entonces las diez de la noche. Después de diez o quince minutos, uno de ellos se quedó dormido sobre el otro, igual que sucedía por lo general todos los días a esa misma hora. El otro se quedó despierto un rato más, mirando hacia la nada dulce y apaciguadamente, como quien mira el mar, como el que observa penetrantemente algo sublime y misterioso que lo rebasa por completo.