24 de enero de 2009

De malecones y caminatas

Sólo después de tres horas pudo dejar de ver ese rincón, de recordar los tiempos en que los sabores de las golosinas eran mejores, porque no estaban hechos con basura. Una alacena pequeñita, con pocos trastes; conservas de coacuyul con una consistencia que no se compara con las falsas baratijas que ahora se ofrecen en las afueras de las escuelas… pero eso ya no importa demasiado. Con una acción maquinal enroscó la bufanda en su cuello, y caminó de nuevo, mirando hacia el suelo, contando sus pisadas y observando con atención cada pedazo de banqueta que era cubierto por sus pies, a cada rato. Alzó la vista y apareció una ciudad desquiciada como nunca antes. Caminó más rápido, quería alejarse tan solo, y esconderse en su madriguera, en su refugio contra las hostilidades de lo externo, que son muchas, y últimamente más que antes.

Llegó a un edificio viejo, con más años de construcción de los que él tenía de nacido. Sacó de su bolsillo un llavero, e introdujo la más grande en la puerta, subió cinco pisos y abrió una puerta con el número 404 inscrito en ella. Mismas sillas, misma estufa, mismo catre. Todo como lo esperaba. Aposentó su pesado cuerpo en una silla, junto a una mesa pequeña y cuadrada, llena de legajos sueltos y libros sin separador, y separadores sin libros, una taza de café ya sin café, un par de platos sucios y una botella de vino barato, la cual tomó entre sus manos y examinó detenidamente: «vino barato». Llenó la taza de café, aún con residuos, y la empinó en su boca, y sintió un sabor amargo, que todavía no era vinagre. Pero entonces recuperó la facultad de pensamiento. Sí, podía saberlo con claridad, aquello que se paseaba por su cabeza no eran recuerdos, sino pensamientos auténticos y todos ellos nuevos. Su mano apretaba la botella más fuerte. «Me gusta pensar, pero sólo cuando soy estúpido». Después de dos tazas más la botella quedó vacía, así que se acercó a la pared, donde había algunos huacales encimados y, dentro de ellos, algunos trastes, garrafoncitos de agua y de mezcal, sobres de café, de té, cucharas, cuchillos y una hielera de unicel con carne pudriéndose en su interior. Tomó una garrafa de mezcal y volvió a la mesa. Hasta que vio la hielera no se había dado cuenta de que el olor a podredumbre estaba por todos lados, dentro del cuartucho, fuera del cuartucho; en las calles era igual, pero los demás parecían no notarlo. Al final, unos cuantos gases evaporándose desde lo que una vez había estado lleno de la calidez de la sangre y de la movilidad de una monotonía determinada innatamente, antes de la humanidad y no por los humanos.

Después del primer trago de mezcal se sintió listo y entonces recordó ese día. Pantalón negro, chamarra café obscuro, camisa azul marino. Un oleaje que una persona que pasaba a su lado en aquel día había calificado de “brutal”, con total disgusto de su parte; viento, mucho viento. Pero todos estos detalles siempre los había recordado, lo que buscaba era pensarlos, hacer algo con ellos, estudiarlos, entenderlos… nada que pudiera hacer sin la ayuda de una consciencia alterada, sin alterarse él.

Caminando con la insistente necesidad de tomarla de la mano, y preguntándose «¿por qué?»; y quizás, en el fondo, es esa la única pregunta que existe «¿por qué?». Finalmente, nada es un milagro, todo se reduce a otra cosa, aunque no lo entendamos así. «¿Por qué siento eso, por qué no puedo dejarlo? Es una mano, ¿y qué? Manos yo tengo, cada uno tiene, son muchas, son demasiadas». Pero la necesidad no lo abandonaba, y lo apremiaba cada vez más, sus zapatos se volvieron más pesados. «¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué tengo que respetarla y respetar sus gustos? ¿Por qué no puedo entregarme al infantilismo que nunca he abandonado y que me destruye? Mi destrucción como persona, mi construcción como yo… pero no, no puedo porque yo, solo, no valgo nada». Ahora sí, ahora que lo recordaba: «solo, no valgo nada». ¿Cuánto tiempo realmente pasó? No, claro que no se refería a la valía superficial que la gente entiende, se refería a la valía que sólo unos pocos pueden conocer y que carece de valor consensual y, para la vida en este mundo, no vale nada; y, ¿cómo permanecer en un valor que se funda y se agota en uno mismo? Pero tal vez ella lo comprendiera, ¿cómo saberlo? Es esa una pregunta que no puede ser formulada. «¿Qué es lo que vale?», no podría entender lo que quisiera saber de ella. Tal vez formulada de otra manera, tal vez, «¿por qué no te gusta que te tomen de la mano?» o «¿Por qué no quieres sentir el calor de mi cuerpo?» o «¿Por qué cuando estamos juntos siempre cierras los ojos?, ¿por qué cuando caminamos siempre miras tus pies?, ¿por qué no puedo entender lo que dices?, ¿por qué no puedo quedarme dentro de ti para siempre, por que no me devoras en la inversión de un parto?, ¿por qué no puedo meter mi mano en tu pecho y arrancarte el corazón, y hacerlo parte mi cuerpo cuando todavía está tibio?» Sí, tal vez cualquiera de esas habría resultado mejor; mejor que quedarse callado con una ardorcito quemante en el pecho con la boca del estómago desecha en un limbo sensorial de lo más molesto. De cualquier forma, lo que él sí sabía era su respuesta: porque así es. Esa fue siempre la respuesta en los hechos, y siempre lo será.

Sirvió su segunda taza de mezcal y reconoció en esa una causa perdida. No importa qué, no importa cómo, pero ella nunca iba a comprender la forma en que la quería; nunca, porque así no quieren las mujeres; nunca, porque ella nunca necesitó de veras; nunca, porque no podía comprehender a las personas como personas, sino como agentes, como algo que se hace, que no es; que se manifiestan, que no existe; que hace, que no dice; que mira, que no desea; que llora, que no sufre; que camina por los malecones mirando a los barcos que son agitados a mereced del mar —todavía—azul, no que se desgarra tratando de comprender la lógica de una relación que tiene su fundamento en el más arcano de los deseos y la forma en que ella comprende lo mismo y la causa de que para poder quererlo como él quiere que ella lo quiera tiene que destruirse primero la cause de que él la quiera como la quiere… O, por lo menos eso es lo que él supone.

Toma otro trago y ahora trata de averiguar, de conocer o de suponer la diferencia entre el amor (el verdadero amor) y el deseo (el verdadero deseo) del otro… o entre al amor vulgar y el deseo vulgar del otro. La diferencia entre recargar la cabeza en su regazo y sonreír sin poder evitarlo, sin siquiera pensar en eso, y el sentir sus piernas alrededor de sus caderas, empujando. La diferencia entre decirle “te amo” y la respiración entrecortada y jadeante en su oído.

Mientras, el olor fétido que viene del exterior se ha vuelto más intenso que el que viene de la hielera, y los automovilistas gritan y hacen ruidos sin el concurso de la inteligencia y sin poder advertir que sus vidas pasan, desfilan en una serie de desperdicios que no pueden percibir

[…]

14 de enero de 2009

Aphrodite Kallipygos: the waltz of the marvelous marbels


Si en cada capullo de piel fuera posible aprehender la substancia...


... lejos de las hojas caducas y de la corrupción de los frutos...


...sobrevolando por encima de los protocolos y de los maquillajes...


... y si pudiéramos preservar sólo la llama, el perfume, la voz...


...para llevarlas así a todas partes, como un collar bendito ...


...el arte no sería ya arte: ecos de vida transfigurada.

3 de enero de 2009

Canto ordinario


















La rosa florece en medio de la fuente.
Poco a poco se estira: alcanza finalmente al Sol.
Veo su sombra proyectada sobre la roca.
Toco mi rostro: se encuentra lleno de sal.

Muevo, uno por uno, mis dedos,
jinetes del desierto blanco.
Encaramado el viento sobre tu piel,
estremece los días y las horas.

Recuerdo aún las risas y el eco
y el mudo testigo, el Cielo.
Siento a la edad deslizarse, ligera,
suavemente entre nuestros huesos.

Hace frío: caen copos y arena
del reloj bermellón del crepúsculo.
Me mantengo en espera, erguido,
estoico y ebrio de miradas perdidas.

Un anciano cargando a un niño.
Bálsamo del corazón latente.
Anclo inútilmente mis sueños
sobre las olas fugaces de luz.

Se desata la lluvia implacable
de los sauces y de los calendarios.
Me encojo de hombros, despacio,
para no despertar a las ondas del agua.

Paso mi mano por tus cabellos.
Veleros que surcan los santos hilos.
Veo tus ojos, terribles hondonadas
de insospechado placer y misterio.

Inmóviles, nuestros cuerpos tiritan.
Llamas titilantes de un solo capricho.
Las escamas se desprenden, una a una.
Perdemos materia… la estrella polar.

Te abrazo, te absorbo, y me desintegro.
Calurosa fusión de simples impermanencias.
Se calla el pensamiento, sumergido en sí.
Sólo hablan la noche y los cuerpos.

Serpientes silbantes y necias
enredadas en el frágil momento.
Recorro tus piernas, tiernamente,
mientras la luna te arranca y te arrastra.

Vagos colores sobrevuelan el aire.
Formas que se descomponen y nacen.
La rueca que teje: incesante girar
que eternamente desgarra el vestido.

La rosa se marchita en medio de la fuente.
¿Era blanca, o gris, o negra?
Tus labios: ámbar que antes fue savia.
Mi cristal, talismán protector del olvido.