18 de noviembre de 2010

¿Quién ha visto el rostro de Eros? (ALEGORÍA)


¿Quién ha visto el rostro de Eros, de frente y sin miramientos, a través de todos los velos que sostiene nuestra historia? ¿Acaso tú, fiel amigo? ¿Sí? Dime entonces: ¿es hermoso? ¿Es terrible? ¿Es blanco y terso como lo describen los cantos que le alaban, o por el contrario, negro y averrugado como los de aquellos que le injurian? ¿Tiene los cabellos lacios o rizados, obscuros o bermejos? ¿Cómo es su boca: carnosa, o más bien delgada? ¿Sus ojos reflejan la esencia del mundo, o sólo nuestra propia endeblez, como todos los demás espejos? ¿Cómo es su nariz, su frente, su barbilla? ¿Es hombre o mujer, los dos o ninguno? ¿Has probado sus besos, o sus flechas? Deseo saber esto, más que ninguna otra cosa.  

A lo largo de las secas estepas y de las sinuosas carreteras de la existencia, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, has marchado durante mucho tiempo. El saco que cargas sobre tus espaldas te  ha pesado enormemente desde entonces y tú, estoico de formación aunque romántico por naturaleza, has diambulado en silencio, mordiéndote la lengua. Has practicado primero el amor cortés que enseñaron los antiguos franceses, y has fallado. Has intentado después el libertinaje hedonista por el que son famosos los franceses modernos, y también has fallado. Has revisado el reverso de las relaciones conyugales, sus pros y sus contras, una y otra vez, con ojo de verdadero artesano, y no has encontrado más que arena gris y hojas muertas. Has gastado lo último que aún te quedaba ahorrado en cosas sin valor alguno. No obstante permaneces de pie, como una noble estatua helena, soportando el dolor sin desfigurar el rostro, de manera bella, admirable, suprahumana, como el viejo Laocoonte.

El desprecio y el despojo lo has experimentado por igual, lo mismo en la carne que en el espíritu, las  dos plataformas ficticias que más admiro. Has probado la amargura del reproche, y el infierno de los celos. A veces cantas tristemente, como las flores, apagadas, de cara al sol que se esconde tras de los montes: "No te vayas, no te mueras aún, no desaparezcas en la obscuridad del olvido... ¿no ves que te amamos?". No sé si las cosas son así porque debieran de serlo, o si lo son sólo por capricho, por negligencia, o por mero azar. Sólo sé que sangran nuestros labios al impactarse contra el suelo, que se nos raspan las rodillas al caer de bruces. Nos levantamos, llenos de polvo, y continuamos nuestra marcha. Así es como sueles hacerlo. Y te admiro profundamente por ello. Eres mi guía, aunque no pueda ya alcanzarte.

Pocos saben o intuyen que el (des)amor individual no es más que una metáfora de algo más grande, de un (des)engaño más complicadamente urdido y de una mayor envergadura, universal y sin tiempo ¿Qué importan nuestras míseras individualidades respecto del todo? ¿A qué clase de dios le interesaría leer nuestros diarios, seguir de cerca nuestras vidas privadas, insípidas copias del mismo modelo desde hace milenios? El gallo negro canta en lo alto del granero sin hacer distinciones, y en las capillas repican con ferocidad solemne las campanas que nos anuncian la caducidad que nos conforma desde aquella mítica caída primigenia. No soy gnóstico ni mucho menos, pero me he caído muchas veces, y gusto de las hipérboles poéticas.

"Seca tus lágrimas. Sigue adelante, sin titubear" - me has dicho. Y es sincero tu consejo, además de sabio. Las lágrimas se congelan rápidamente y se transforman en témpanos, en dagas afiladas que nos alejan de nuestros propósitos, pero sobre todo, de la gente, de las personas vivas, aún de aquellas a las que más amamos, poco a poco, sin que nos demos cuenta. Cuando nuestro núcleo es muy blando, suelen ablandarse los demás miembros que le circundan. Aprovecha hoy que soy más blando que de costumbre, que no opongo demasiada resistencia, así podrás ver a través de mis numerosas máscaras, de los muros helados que levantan el fuerte de mis ásperas conductas. Embísteme de frente, de lado, de espaldas, y realiza el daño al que te has acostumbrado a recibir. Eres mi amigo, el mejor que tengo, y por ende, tienes el derecho a ser, aunque sea por un momento, el mejor de mis verdugos.

¿Cómo es el rostro de Eros, dime? Yo le he visto más de cien caras, y ha logrado confundirme, se ha salido con la suya el muy truhán. Me encuentro perdido, sin ruta, girando sobre algo vago e informe, como un planeta estúpido y burdo. No logro ver la luz entre las grietas de la cueva, me enceguecen las tinieblas de las mutaciones constantes. El instinto me subyuga por el día, y el intelecto me atormenta por la noche. Hay fuego en mis sueños, y vacío en mis actos. Arrójame una soga, si es que puedes o quieres, porque ya no te sigo más, ni puedo seguirte.

{Finalmente, el otro abrió los ojos. Se miraron mucho tiempo.
Una eternidad. 
Después ambos sonrieron, levemente, sin decirse nada}