25 de septiembre de 2010

Canción popular

114

En el dedo se mece una rosa,
y la espina se queda en la piel.
Por el valle cabalga un rocín
con pelaje de nieve y de miel.

Viento, viento, ¿a dónde te llevas
las ramitas del diente de león?
¿Dónde puedo salvar mi inocencia
de tus manos, oh, mi corazón?

Suena un vals en las hojas caídas
y un romance en la tierra mojada.
Se oye un trino clarear a lo lejos
junto al río y a su agua, helada.

La voz llama a las cuatro estaciones
entonando sus nombres, gustosa:
Nadia, Esther, Esperanza e Inés.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

En los montes se tejen las nubes
y en las rocas se yergue la flor,
florecilla de mil y un secretos
firme y bella, de suave color.

La muchacha recoje naranjas
con sus dos bellas manos, sin par.
Esa ninfa tan pura, tan limpia
que aún no sabe lo que es el amar.

¡Cuánta dicha en el suave murmullo
de las olas que rompen las costas!
En las sábanas blancas, tendidas,
las arrugas se marcan, angostas.

¡Sopla, viento, con todas tus fuerzas!:
que te escuche la anciana en su lecho
y la niña que juega en el huerto.

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

Ya la araña se esconde en sus hilos
y atrás de la leña, el ratón.
Ya se escucha acercarse a la noche
y al búho entonar su canción.

De pequeño miraba  las cosas
a través del cristal de mi cuarto.
La ventana, cubierta de vaho.
El calor que se escapa de un salto.

Hambre tengo del pan de los hombres,
de la piel, ese fruto prohibido.
Es la carne que nunca se sacia,
el manjar que se ofrece podrido.

¡Ay, qué lindos se ven tus caireles!
¡Ay, qué hermosas tus amplias enaguas!
¡Baila, nena, al son de estas notas!

La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.

5 de septiembre de 2010

Maculada inconcepción

Sentada en el pasto, sobre esa manta que solía cargar con cuadros rojos y blancos, con esa ropa que en su decencia invita más cada vez al deseo y los zapatos que rodean exactamente sus pies, sin que ni un espacio sobre dentro de ellos. Martes, día soleado; ella, colorida toda. Medio día y los placeres de la imaginación no podrían estar más sagaces ante la centelleante viveza de las telas que rodean la apacible ingenuidad —dichosa de gracia y de coquetería— en la que el revuelo del viento y la astucia inmoral de los insectos claman por alcanzar aquello que por Dios mismo es temido, aquello que en su fragilidad suspende el ánimo de cuanto la rodea, en la desesperancia de su fin y en la dicha del ver la armonía primorosa destruida tan solo en un instante, en que se alertará de lo del mundo, en el que el santuario sagrado de su ser se verá colmado del crimen de recibir la noticia del otro que la mira y de la sensación del pasto que la irrita y del peso ligero, pero insoportable, del estambre del suéter con que viste hoy y siempre.

En la tarde, en su casa. Con sus hermanos y sus padres indolentes, insensibles ante su maravilla y ante todo lo que es digno de verse. Se encierra en su cuarto y recuerda el día: las pláticas fútiles, el silencio que carcome durante la siesta fingida, las ganas de reír que se contienen, las ganas de correr, de brincar, de morder que han de quedarse en ella para siempre, que ha de ser digeridas con el hambre y puestas al servicio de la salvaje impotencia y de los impulsos espontáneos y furiosos de hacerse daño y de asfixiar (algo, algo pequeño, algo que haga frente, que rete, que evite, que tiente, que suplique ser llevado a la picota…): el acto sencillo de volearse el dedo durante la clase, hasta que ya no se pueda, hasta que su frágil cuerpo sienta el desmayo próximo y el desperdicio solícito del tiempo (de toda la vida que es el tiempo).

Pero lejos de eso se encuentra ahora. Ahora, sólo puede concentrarse en este tiempo, en esta ventana, en la mirada de la terrosa calle, de los perros juguetones (que juegan ¡Juegan! a pesar del hambre de días y de la fría y húmeda noche que no les permite calma ni sueño: juegan por el sol, que se ha asomado y que les brinda, como a todos, su vida y su muerte)… Entonces, ella también juega, juega a acariciarse los cabellos, juega a desnudarse y a contemplar lo que en el espejo refleja algo de la sacralidad que todos miran, aunque directamente sólo acompaña —inerte y malicioso— la vida en la que ella se destaca. Juega a deslizar sus dedos en la suavidad pasmosa de su piel, a presionar un poco la firmeza admirada de su carne… y voltea en el espejo para sonreír, para decirse «sólo es un juego», para despreciar que su mente sepa y que sus dedos sientan lo que su pecho, sus piernas y su cara también.

Llega la noche y sus muslos están desesperados después del juego, sus caricias no bastan; su rabia tampoco, ¿qué se puede hacer? Las cosas son así. Debo decir que no hay momento en el que la tranquilidad se apodere de un cuerpo que digiere su rabia, porque la rabia que se encarna sólo puede conseguir pena y delirio de vivir. Agua fría, agua caliente. No se puede dormir, no se puede imaginar alguien digno de su desesperación, no se puede acabar la vida a los catorce años…

Todos duermen; ella respira la ausencia de cualquier cosa compartible. Todos se ríen; ella calla y sentencia el absurdo del disfrute, la destrucción inexorable del anhelo y de la poca felicidad a que se aspira. Todos se revuelcan, se mezclan y creen que comparten su alma superflua y sucia del mundo y creen que quieren compartirla; ella piensa, calla, siente y mira con dolor de la eternidad en su mirada. Tanta falsedad y tan pocos a quienes les importa, tantas ganas de hacerlos sonreír con una navaja, tantas ganas de acabar con ellos para siempre.

Búscalo, ahí está, es ése el vestido más bonito, más blanco, más ceñido y elegante. Báñate, límpiate, muérdete los labios, tiende la cama con las sábanas rosas, escribe «váyanse al demonio» «nada tengo más que hacer, nada necesitan de mí, nada yo de ustedes. Mejor suerte otra vez»… otra vez.

Y el charco de sangre inundó su cama, manchó su vestido, palideció su rostro, mientras el resto de la casa dormía plácidamente.