5 de enero de 2010

Bosquejos de una inerme soltería

Una gran lubricidad asomaba tras las cortinas de sus ropas y chocaba violentamente contra los límites de su cuerpo, se expandía y ascendía gota a gota, estímulo a estímulo; un lúbrico comportarse del que él ni siquiera estaba cierto de su origen o de su causa primera, de su más profunda madriguera. Como es regla general en todos nosotros, todo lo que sabía era lo que sentía: la detestable sensación de estar siendo empujado brutalmente hacia el borde del trampolín de los tiburones sin que uno diera previamente su consentimiento. Ya estaba bastante acostumbrado (adiestrado, casi diríamos) a este tipo de exabruptos incómodos y embarazosos, a estos esclavizantes deslices en medio de cualquier situación del cotidiano. Allí, en el supermercado, en la zona de frutas y legumbres, muy cerca de la de lácteos y carnes, a partir de cierto instante en que la abulia finalmente fue apartada, en lo único en lo que podía clavar la vista fija era en los múltiples escotes de las señoras bien dotadas, quienes, como benévolos dioses domésticos que escogen los aguacates más firmes y los plátanos menos maduros palpándolos con sus palmas juiciosas y abarcadoras, le regalaban sin empachos esta especie de paraísos incesantes e instantáneos, en medio del barullo adormecedor y gris de la economía familiar. A una de ellas, él la fue siguiendo, pasillo por pasillo, hasta sentir ese polar y gélido golpe de los refrigeradores de la comida congelada sobre sus manos, su nariz y sus orejas. Necesitaba comprar yogurth, por tanto, su camuflajeada persecución estaba bien justificada, casi con respaldo teorético y todo el asunto. A la vuelta, junto al anaquel de las cajas de cereal, un par de muslos bien delineados pertenecientes a una notablemente esbelta y tonificada adolescente robaron por un momento su atención; sin embargo, su líbido deliberó sabiamente, en esos momentos de tambaleo y de asomo al precipicio, a favor de la señora de los senos increíbles, por lo que siguió adherido al primer plan de satelitaje humano. Las ruedas del carrito de compras de la dama rechinaron y se pusieron en movimiento una vez más, pues había decidido por fin qué tipo de mermelada quería para sus hijos: no demasiada azúcar, no demasiados pedazos de fresa. Doce, once, diez, nueve, ocho: la numeración de los pasillos avanzaba de manera descendente, según podía notar de reojo, sin despegar disimuladamente y a intervalos su mirada de aquella ofrenda de frutos prohibidos, deliciosos, exquisitas piezas semi-redondas de porcelana, iluminadas de manera desafortunada por las horrendas y poco fulgurantes lámparas de neón que alumbraban aquel lugar; apetecibles par de frutos que por estar tan a la mano estaban así mismo completamente apartados y vedados para él y su voluptuosidad, su auriga implacable.
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Cuando llegó a su casa, se quitó los zapatos, suspiró hondamente dos veces y encendió, por inercia, el primer distractor que se cruzó por su camino. Lo único que quedaban del recuerdo de esos senos que había perseguido minutos antes eran jirones mnemotécnicos, trazos geométricos de fantasmas que iban desapareciendo, gradualmente, conforme avanzaban los minutos y los estímulos sensoriales subsiguientes ¿Eran como un círculo achatado de los polos, o tan sólo como un ovalo demasiado redondo; como sandías, o más bien como melones? No obstante, sólo un remanente permanecía todavía de la experiencia anterior: un acre sabor de boca, algo indeseablemente impalpable, obscuro, un malestar inaprehensible, una astilla-verdugo colocada estratégicamente en medio del ceño. Se producía, inconcientemente como lo era siempre, una ebullición saturada de sangre y de altas temperaturas, oleajes púrpura y marejadas tangerinas, terribles y aterciopeladas, justo en la base de sus orquídeas arrugadas. En ese momento de glorioso combate entre dos o más contrincantes en el agón de sus sensaciones, una alocada y dionisíaca imagen emergió de la pantalla de televisión, haciéndole concentrarse de una manera constreñida y omniabarcante sobre una serie de puntos coloreados, micro-mosaicos del rompecabezas fluorescente que constituía en ese instante la pantalla: el par de impresionantes muslos de esa actriz afroamericana, en perfecto ensamblaje con sus glúteos de corcel de batalla decimonónica, del más prestigiado y noble del regimiento, de ésos que pintaba Delacroix suspendidos sobre sus dos patas traseras entre una aura de magnificencia y de sublime libertad, o de aquellos que modelaba amorosamente con cera o con barro Degas de manera casi obsesiva en su estudio; pedazos de carne firme y apetitosa que empujaba y contorsionaba, a la base de sus pródigas caderas de deidad fértil, contra las ingles recostadas de un joven desnudo, como una domadora de fieras encima de su montura, a horcajadas, danzando grácilmente con el tenue vacío de la recámara-set que le rodeaba, atmosféricamente artificiosa. Él, todavía espectador, impávido desde el cómodo pero limitado lecho que le proporcionaba su sofá, se dejó halar furtivamente y sin resistencia alguna por la serie de asociaciones deliciosas que permitía la contemplación de aquel arquetipo femenino al interior de su ya por demás entrenada imaginación, esa capacidad de multiforme fantasía que le proporcionara casi la totalidad de los placeres carnales del mundo, y sin la cuál, muy probablemente se hubiera dado un tiro en la cabeza, sin titubeos, ya desde hace muchos ayeres. Demasiada locura en este mundo de cuerdos. Henchido de esta lluvia de estrellas interior, de fuegos artificiales oficiosos que deslumbraban y dejaban deshabilitado por completo a su razonamiento e ilación causal de los fenómenos presentes, permaneció así por otros tres minutos, hasta que la dúctil imagen de la mamba negra se desvaneció, y él, con esa tensión irresoluta e implacable tirándole desde el extremo más poderoso de su perineo, no pudo hacer otra cosa que levantarse del sillón, apagar el rey electrodoméstico y jugar un rato con él mismo, en la privacidad neblinosa de su propia incognosciblidad: el encuentro más cálido y más intimista al que él, en ese momento preciso de su vida, hubiera podido aspirar.
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Como por arte de magia, de súbito, la imagen de la despampanante hembra desapareció por completo. Fue expulsada con fuerza, exorcizada ferozmente, llevada por el torbellino de las complacencias autistas, del único diálogo posible del alma consigo misma, la verdadera diánoia platónica. Los segundos inmediatamente posteriores a la erupción volcánica, todo lo que atravesaba por enfrente de su res, eran guijarros, pedazos de luces muertas, navíos varados de formas y de figuras desarticuladas que habíanse soltado en algún momento de infortunio del haz de cosas primigenias del mundo, mismo que antes sostuviera con orden y razón absolutas el puño firme del presuntamente difunto demiurgo, es decir, antes de la brutal sacudida de mástiles y de orografías imaginarias: después, todo volvería a lo normal. Lo que a él le costaba trabajo entender era, a fin de cuentas, cómo era posible que las febriles visiones que le atacaban, desprevenido, sin ningún tipo de sutileza, pasaran tan rápido y sin ninguna importancia, en cabalgata fugaz del olvido, como intrépidos trenes sin estaciones que siguen del largo por los países exóticos y sus riquezas proliferantes hasta finalmente caerse en trompicada por los bordes limítrofes de la Tierra. Allí, extenuado y tendido en su cama, no deseaba articular palabra alguna, pues no podía pensar aún en nada: sagrado deleite muy poco valorado en estos tiempos de vulgar saturación mediática. No obstante, el dragón de siete cabezas no había sido vencido ni mucho menos: sólo se escondía, aguardaba risueño tras la maleza de las horas venideras, del próximo brote de atractivo lascivo, rica miel y anzuelo infalible para las moscas. Él lo sabía muy bien, siempre lo había sabido. No es que fuera creyente, religioso, ni nada de esas muletillas. Las fábulas sobre el pecado natural y las mansiones transmundanas le tenían sin ningún cuidado. Era sólo que los fulgurantes látigos de sus pulsiones no lo dejaban tranquilo nunca. Eso era todo, nada más que esta aparente simpleza. Aunque quizás, bien visto, era peor que sólo eso, debido a su atenuadamente ascética naturaleza. Él, en su papel de estoico obligado por las circunstancias adversas (como todos los estoicos), se encontraba empecinado en no permitir el desbordamiento de su propia animalidad en ocasiones inadecuadas, ni de ceder, así como así, tan fácilmente a la tiranía invasiva de la gula sobre su espíritu, a la completa sodomización de su intelecto y de su voluntad deliberativa: sabía que en esos pantanosos territorios se sumergiría frágil e indefenso con demasiada facilidad, y que no había manera de triunfar sobre lo real de esta manera. Quizás había aprendido eso en la mazmorra. La sombra del buen juicio pesaba demasiado sobre el reloj de arena de sus configuraciones, tratando de luchar a cada momento contra algo que no tenía ni espada ni escudo, ni casco ni peto con qué defenderse ni con qué amortiguar las sólidas invectivas de su lógica marmórea: un “algo” ciego y completamente indeterminado, pero germinado y florecido en él desde dentro a muy tempranas edades, imposible de saciar, imposible de extinguir, imposible de apagarse por completo. Era la capacidad del disfrute que le cedía su trono a la tortura. La tortura, sucedida a su vez por el acérrimo estallido del placer inmediato. Y después, el cántaro que se llena de nuevo. Un Sísifo femenino con seductoras y vaporosas ropas de lino, con una figura moldeada en los talleres del mismo Hefestos, delimitada por suaves curvas y justas proporciones que brindan uno de los espectáculos más bellos del mundo y una de las satisfacciones más entrañables que son posibles de alcanzar sin esfuerzo en el agridulce y sinuoso sendero de nuestra mortandad trazada. Satisfacción significa castigo, y viceversa, una y otra vez, como él sabía, demasiado bien, ya de antemano.
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Después de una semana y media del singular suceso, aconteció una charla de café por aquí, una fiesta por allá, una función de cine el miércoles, una visita al museo el domingo. Salir con una, besar a otra. Prospectos, plausibilidades, meros antojos, descalificaciones y claudicaciones, caras familiares, a veces ridículas y aburridas, a veces interesantes pozos hacia donde mirar en su profundidad. Nada fuera de su espectro, de su todo delimitado dentro de las líneas de gis esbozadas sobre el suelo, trazadas por él mismo. Las pláticas normativas circulaban sin problemas, fluían atropellada pero felizmente, como el decurso del vino sobre las copas y las gargantas de los comensales ebrios: la moda, la familia, la academia, el futuro, el amor, los libros, las tardes perdidas, las rencontradas, los recuerdos de ferias, de niños, de adultos. Quitarle la ropa a una, dejar que se la quite la otra mientras se le mira plácidamente desde una suave esquina llena de almohadas. Gozo extático, idilio, sentido directriz de la existencia. Hilo que se desenreda por sí solo y que cae por los peldaños de una escalera, uno a uno, quién sabe hasta dónde. Novias como barcos de papel, amantes como cometas voladores en una tarde de verano con fuerte viento: nada fijo, nada estable. Lo único que seguía permaneciendo sobre todo y bajo todo era ese rojo hilo conductor que ataba y que anudaba con tirones continuos y con crudo magnetismo a todos sus conyugales pasatiempos. Él sabía bien todo esto, pero parecía no importarle demasiado ya, incluso había aprendido a disfrutar moderadamente de este pícaro y absurdo juego de mesa, avivado por el eco de la risa sarcástica sobre sí mismo y sobre los demás. La única cuestión que le seguía pareciendo grotesca e irrebasable era la de siempre, la de su propia insaciabilidad. Sí: había leído sobre la cupiditas, sobre el Eros y demás mitos contemporáneos ¿Y qué? ¿Era razón suficiente para aceptar tan desgastante peregrinar, tan secular epopeya del destino que no tiene principio, ni medio, ni final que nos ampare y nos dé su cariño de abuela, con chocolates calientes y mantas abrigadoras? Los íconos mutaban, las fachadas se derruían y se montaban otras encima: rubias, morenas, pelirrojas, delgadas, medianas, gruesas, con estilo o sin él, sin inteligencia o con ella, con buen humor o con pésima sensibilidad para el doble sentido, con elegancia admirable o con tropical mal gusto y vulgaridad arrabalera. Lo de menos parecía ser la persona, el contingente humano al que se ceñían sus atenciones y su lujuria decantada sobre un ente particular. Siempre brotaba algo más, un faro augusto en la lejanía, siempre brillaba más fuerte que la anterior una moneda al fondo de la fuente de las añoranzas y de las promesas encantadoras. “Quizás soy demasiado joven todavía”, rezaba ingenuamente para sus adentros. “Quizás en la madurez de mis años, esto cese, o por lo menos, amaine su fuerza y su embrujo”. Esa era su única religión, su único y verdadeo credo, sus únicas mansiones transmundanas con sucursal en el porvenir de sus días. “Ojalá que esto cese, que esto se acabe algún día”: esa su redención, su más preciada anestesia, su anhelado boleto al Paraíso. Muchos años después, con singular orgullo y desdén, pudo notar que, en efecto, la tempestad amainaba, poco a poco, mujer tras mujer, alegría tras alegría, duelo tras duelo. Después, la vejez finalmente le alcanzó y le quitó todos sus dones sexuales, excepto el de seguir deseando. Un fulminante derrame cerebral le mató, un día lunes del mes de julio. Justo en aquella memorable y esperada jornada veraniega, para alivio de sus ángeles de la guarda y de sus genios protectores, pero sobre todo para beneplácito de los filósofos y de los anacoretas de todos los tiempos y de todas las tradiciones, terminó la dictadura.