23 de agosto de 2008

Infancia

En un tropel inesperado que ahora baja por la buhardilla, mientras el coro de pianos, voces, guitarras y gritos inundan el lugar, no puedo creer que aparezcas. Martín permanece con Muriel, acariciándose las manos mutuamente, sin darse cuenta por encima del griterío que allí estás, que permaneces con tu collar de rubíes falsos de siempre (la sempiterna voz de mamá llega a mí a través de tu mirada, profunda y extrañada) y entiendo quién eres, hermana mía.

Todos siguen entonando canciones y algunos cuantos se besan, o simplemente charlan en alguna esquina o alguna mesita de mármol, al compás de las luces caóticas de nuestro recinto, las luces rojas y verdes y anaranjadas y amarillas y azules de este lugar, tan dado a la extinción y al olvido. Aldo, con su saco café, sus gafas que recuerdan a algún galán francés en algún bar sepultado, escribe, escribe, escribe y tambalea las flores mullidas y dobladas (tulipanes) que ha poco Angélica le ha rechazado. (Ella, mirando al cielo, fingiendo no reparar en el presente, le ha dicho:

>>)(ANGÉLICA: –Usted vuela sobre aires y redes que a mí me sofocan y hacen arder la piel. Ojalá pudiera yo compartir sus intenciones de terciopelo, de satín y de seda; sus miradas desbocadas que alumbran puentes de textura salina entre usted y yo. ¿Me comprende? Soy frágil como una luz mortecina, el azul de mis ojos se lo confirma con cada suspiro; temo romper sus artificios con mi trémula movilidad, parecida a la de un colibrí, que describe y descifra con abatimiento de alas y aritméticas, los enigmas del espacio.–)
>>)(ALDO: –Estas flores son el cadalso y la aldaba, el pestillo y también la discreta llave. No hace falta que yo mire sus ojos, sino que usted mire los míos (un poco de gato y un poco de fuego). Comprenda que no hace falta deshilvanar distancias, ni aún componer los hilos fosforescentes que insuflan el espacio que usted y yo habitamos. Es cuestión de regocijo y de melodía, de fiesta {y} de vecindad, de lumbre y cadencia, usted y yo, usted y yo, usted y yo.>>).

Y es esto lo que Aldo escribe y lo que Angélica piensa. Y me incluyen a mí, que te miro escuchando la distancia y la música, y a ti, que te detienes como una eternidad sobre la escalera de madera, con tu presencia de madera que en cualquier momento hará combustión y me abrasará.

Muriel y Martín te han mirado ya y desdibujan, por encima del clamor violento y rebelde de la música, las imágenes que antes, meramente ideales, ahora transparecen efectivas, en abrazos y besos hacia ti, transformadas en materia, y tú respondes con la misma transposición, luminosa y feliz de verlos de nuevo, tu hogar, tu hogar, al fin tu hogar. Los pianos atrabancados gritan y es en verdad goce lo que los une a las manos implacables y enloquecidas de mis mejores amigos músicos, unos locos de remate, de Schoenberg y de Viena (igual que Schoenberg).

(Nietzsche dijo, aunque ya todos lo mastiquen sin reparar en el sabor y la textura, y aunque cualquiera finja saberlo, “La vida sin música sería un error”. Pero la música sin vida es lo mismo y yo quiero vivir aquí, en esta morada sin bocinas, con las cuerdas y los saxofones y los coros de voces que se vuelven verdades irrevocables para cualquiera como yo y como tú.)

Y la horda de verdades desemboca en ti, que saludas a todos los viejos amigos y con gracilidad de ave llevas memorias a todos, como una aurora añorada desde lejanías de tiempo y distancia, la misma , la misma, la misma.

Abajo en mis zapatos aún resuenan las olas que nos mecieron a ti y a mí, con un fragor inaudible, la primera vez que nos vimos, como si desde entonces un mar mudo e inmóvil hubiese inundado el mundo entero, cubriéndonos y enlazándolos por medio de ocultas cadenas de esferas de agua, de aire, de tierra y de fuego. (Así, cuando alguno de los dos agitara la mano, sintiendo miedo, el otro lo sabría en cualquier lugar).

Martín, con su innegable presencia deslumbrante, y Muriel, con su encanto inexplicable y sutil, se despiden de todos, agitando brazos mientras todo el mundo baila, descontroladamente, apurando vasos y fumando cigarrillos, sosteniendo conversaciones mundanas y no, hojeando los libros sobre las terribles imágenes de Goya y las otras desenfrenadas de algún pintor holandés, sobre la poesía oculta tras un árbol de Varo y el surrealismo, sobre el cinismo y la vanguardia de Hirst y de Barney. Angélica ahora entra por la escalera y se queda mirando a Aldo, que la observa fijamente.

¡Milagro de la simetría!

“Eres una perla secreta, cuya verdadera ubicación sólo yo conozco, ajena al bullicio de la festividad circundante; tu secreta existencia es un faro al que nunca llegaré (eso lo sé muy bien, mi jazzgirl) pero cuya luz brilla con intensidad, siempre, siempre, siempre.”

Contigo (con esa constancia de torre inmarcesible) ninguna angustia ni ningún miedo pueden atemorizarme, porque te quedas aquí y yo me quedo contigo, en cualquier lugar. Me das una confianza que sólo hombres antiguos conocieron, pero tú no eres un Dios, terrible e imposible, sino carne, cómplice de mi sangre y de mi espíritu.

Aldo y Angélica estarán bien. A ella le agrada jugar, como si cazara algo, como una abeja reina completamente sola y aún así llena de riquezas. A él le gusta el sufrimiento como una práctica de vuelo, se eleva y en verdad flota por encima de todo y alcanza alturas imprevistas cuando se flirtea con el dolor. Y así, ella tiene un poco de ave y él un poco de abeja. (¿Pero y si todo esto muriera? Tú no podrías negarlo en serio y sin embargo eres una niña y serías pródiga hasta con la muerte y hasta con los plenos y ricos de espíritu. Eres digna y hasta perdonas la arrogancia de quien es verdaderamente grande. ¿No será que, en medio de este salón desvencijado y lleno de humo, tú también eres grande y te alzas, inmensa, por encima de nosotros, cubriéndonos a todos? ¿No sentirías tú también vergüenza de no ser digna de tu propia grandeza?

Claro que todo esto no ha pasado esta noche y todo esto yo no lo sé (¿cómo podría saberlo?) pero es la verdad, como sabrás (y ahora te guiño los ojos: “como tú quieras quiero”).

Lo que importa es que estamos aquí, ahora, ahora, ahora. Fatales, como una brisa de verano, nos hemos encontrado. Tú sonríes y miras, como esperando. Yo te miro con ojos entornados, como sin poder creer que eres la misma, ¡la misma! La misma. Y yo, yo, yo permanezco callado, contigo. Es una seriedad exquisita.

Y así, nos rodeamos con los brazos, a través de separaciones irreales y por encima de los hombros vemos, como encerrados dentro de una esfera hecha de espejos. Vaya felicidad. Tu honestidad me pone así. ¡Con qué ojos infantiles te miro!

Una niña, como hecha de flores pregunta: ¿qué quiere decir ahora? ¿Qué quiere decir tiempo? ¿Qué quiere decir siempre y nunca y luego?

Estamos así, ahora y aquí, no importa más. Y aquí hacemos una digresión con Platón y sus Ideas y también en contra de algún Borges trasnochador: el molde es la cosa misma y la cosa es también el molde. El café, las notas del piano, la sonrisa, la pluma, el azúcar, los amigos, el cigarrillo, la servilleta, el humo, la carcajada, la lágrima, el techo, el verde, el faro, las flores, la metáfora, la cajita, el castaño, la inocencia, el abrigo, la pintura, la mirada, el ruido (y el fondo), la risa, el cuaderno, la taza.

Así deben ser los funerales, como una fiesta que celebra con vehemencia la vida y la muerte: tú y yo; yo y tú.
Sin lugar a dudas estoy seguro de que prácticas de vuelo es el mejor texto que verá el sturm und drang. Como sea, me da gusto salirme justo después de haberlo leído, porque al leerlo me doy cuenta de que no tengo nada qué hacer como parte del sturm und drang. Adios y gracias por ese texto.

22 de agosto de 2008

Prácticas de vuelo

Y justo cuando la vio supo que ahí comenzaba el camino; apenas otro paso, otro escalón; que acaso cuando él piensa, privilegia lo que no existe por encima de lo que existe, (que eso es el arte) hacer posible lo imposible, aunque sea en el modo de la irrealidad. Uno, dos, tres, cuatro peldaños y aún sigue: no se ha dado cuenta de que ya ha bajado, de que ya está abajo: y ella le mira a los ojos, pero no comprende; quizá lo sepa, y hasta le plazca saberlo, pero no hay duda de que no le comprende; a ella el tiempo le pasa como si nada, como si en los poros se filtrase el agua y la desaparición fuese cosa de todos los días; esto último es verdad. Así es.

Pero a él el tiempo le pasa de otra manera. Se levantó de la mesa, se puso el sombrero, envolvió la opacidad de su corazón en un pañuelo y lo guardó con cuidado en el bolsillo del saco. Abrió el paraguas -aún posee la extraña nobleza de proteger su amargura- y pensó que la tristeza es una posibilidad fácil, aún así, la suya, la única suya. En algún otro tiempo, este hombre también tuvo que bajar, también pudo oler su cabello y ahogarse en sus ojos. Ahora se va, como si irse fuera cosa de todos los días.

Un intento y he podido explanar el pañuelo que soy yo mismo. Me alcé por encima de todas las alturas, como quien vuela en espacios sublimes, rotos de tanto color, densos por causa del polen.

Dos intentos y he vuelto a caer. Ella se llamaba nada y lo que más le gustaba hacer era el vacío. Contradicción eterna pareció en otro tiempo. Porque parecía en verdad que un día iba a ser algo.

Tres intentos y he vuelto a caer. Ella fue mi cuerpo, y también la sutileza de un suspiro incisivo. Yo estuve ahí en el suyo (en su cuerpo), la gravité como quien espera derrumbarse en millones de cristales, como quien espera precipitarse para mojar el universo.

Cuatro intentos y me sostuve un segundo. He vuelto a caer. Allí estaba la resolución, el cuarto con los vitrales que alojan todas las formas, el estante con todos los libros. Y la puerta vacía, esa puerta vacía que con dolor se aleja de mí (una amiga mía ha desvanecido sus pinceladas encima de mí).

Cinco intentos y pude tocar una nube; una cirrus de sangre. Y he vuelto a caer. Ella es todos los cuerpos, y arrogante, ha iniciado un gesto de elevación que amenaza con quebrar el mundo.

Ahora, yo he elevado mis manos a las alturas que nunca merecí y me convierto en un pequeño gesto de niño distraído y mentiroso, aspirando a la belleza que nunca fue mía, buscando unos ojos que maúllan y que, resueltos sobre su propio destino, han decidido ya el último decurso de una vida (¡de una vida entera!) y en los que nado como un intruso infantil, deseando que dormir en esos ojos, para que ellos también duerman en mí, sea a la vez encontrar la bendita dignidad de la muerte.

Morir. Morir como se muere un viento de oeste, morir como alguna antigua canción de serenidad, cuya armonía se desmorona. Morir como alguna estrella o como se muere un amor, lleno de fuego y lleno de altura; pleno de ninguna cosa. Como el niño que fui y que solía abrazar la vida como si eso fuera cosa de todos los días.

Para Marlon Orozco Baños.