8 de octubre de 2009

Esta mañana

Cuando cierro los ojos y me encuentro con eso yo sé que es real y que está ahí, yo sé que lo que miro cuando no miro nada más es lo más visible de todo. No espero que lo entiendan los que no lo viven, pero presiento que todos lo hacen, presiento que en el fin de los tiempos de esta condenada raza de malditos eso estará encontrando mejor lugar de inoculación, de envenenamiento, de enfermizo arraigamiento, de putrefacción y de satisfacción.

No he podido evitar que la mirada suya llegara a alcanzarme y he tenido, entonces, que pasearme por ahí en su compañía. No es que su cuerpo gordo y tres veces mayor que el mío me moleste tanto —es decir, sí, pero no tanto—, no es que la casi estridencia de su respirar me parezca enfermiza, o asustada y pusilánime —es decir, sí, pero no tanto—, no es que el movimiento ondulado y lento de su maldita grasa me haga querer atravesarlo con una barra metálica —es decir, sí, pero no tanto—: es que no quiero que se entere de mi odio, es que cuando lo veo y me da asco me siento sucio, enfermo, ¿cómo es posible que sienta asco por algo así? Es absurdo… insignificancia… eso es, pero eso no siento. La mañana de hoy no he podido evitar que me mirara y que se me acercara y que me pidiera que lo acompañara a dónde su madre estaba vendiendo quesadillas, en un pasaje infame a la salida del metro: quería dinero; cien pesos para embriagarse con destilado de caña… yo le hubiera dado quinientos por alejarse de mí, yo le hubiera partido el cuerpo en dos, en cuatro, en ocho para que se largara, pero lo acompañe, porque lo que hubiera sido no es lo que soy. Su madre es igual que él, quizá si fueran de la misma edad no habría manera de distinguirlos, como no fuera ese par de chiches caídas y arrugadas que se asomaban por un escote que su vestido viejo y percudido no podía evitar y que de lejos se mimetizaban con su panza, todo debajo de por lo menos cuatro prendas que inexplicablemente custodiaban la piel de la señora de la mirada de los choferes de peceras y de los vagabundos otro tanto infames. Antes de irnos de ahí alcancé a ver una mancha de semen sobre su vestido y que uno de los pepenadores que ya a esa hora comienzan a deambular por las ruinas de lo que en el día fue un tianguis arruinado se acercaba y permanecía detrás de ella. ¿Qué pasará luego?: Los dos se irán a la parte menos iluminada, ella se levantará su vestido y él, perdido en la locura incontenible del calor y del escape de la muerte se le echará encima como un perro, y comenzará a rugir como un perro, mientras ella no sentirá nada y de vez en cuando pujirá, mientras el indigente la jalará de las orejas y le azotará la cabeza contra las bolsas de basura que habrán tomado como lecho y ella comienza a llorar, sin saber por qué; y él la insultará con tanto odio en su voz que ella le parecerá que de nuevo vive y él le morderá la nuca hasta hacerla sangrar y le escupirá en la cara y seguirá esperando que ella empiece a gemir y a gritar, pero sus únicos gritos y jemidos serán de dolor; y luego él terminará con un grito ahogado y se irá a mear al poste más cercano, mientras ella permanecerá como inherte sobre la basura y él se alejará sin pronunciar palabra… sí, eso seguramente…

Pero, ¿por qué sigo con él?, ¿por qué tuvo que verme esta mañana? En este lugar, afuera de su casa, donde aún esperamos a su madre y donde los dos estamos ebrios y él habla de que alguna vez estuvo a punto de agarrar una puta para que se la mamara, pero que se dio cuenta de que no llevaba dinero cuando se estaba bajando los pantalones y me cuenta también de la vez en la que él y uno de sus amigos se encontraron con esa chica borracha en el callejón, y dice que le hicieron de todo, pero que se desmayó antes de la mamada y habla de cuánto añora su mamada y de las veces que la ha perdido y de que no es posible, que todos sus cuates ya y que la chingada. Y a mí que más sus tonterías; yo, con mis ganas de partirlo en dos y con la maldita calle vacía mirándome… se queda dormido hablando de un video que tenía en su celular, y de que hay que ir por más alcohol y yo veo que es mi oportunidad y me levanto y me encamino hacia la avenida para buscar un taxi que me saque de aquí, de este maldito lugar, tendría que irme de la ciudad… o no, sólo nunca más aparecerme por el rumbo… ¿por qué tenía que verme en el mañana? Bueno, yo también estoy ebrio, no podría decirse que de lo que hice soy completamente responsable y eso me entristece, pero cuando menos hecho está. A ver qué taxi anda por aquí a estas horas, a ver cuál no se fija en la sangre de mi ropa, a ver si nadie sale ahorita y encuentra el cadáver del maldito ese…

1 comentario:

Ian Karuna dijo...

Ecos de Juan Rulfo resuenan en tu texto, sin deseo de comparaciones, sólo que fuera del contexto rural. Ese olor a animal descompuesto junto a la carretera, ese sabor citadino a náusea en la lengua, esa sensación de odio infinito a la indigencia y a lo demasiado humano que circula a nuestro alrededor, que nos llega de imprevisto, que nos golpea en el despliegue subdesarrollado y tercermundista de nuestra realidad del día a día. Amor y odio a lo humano vienen ligados casi siempre: es menester no olvidarnos de tal fenómeno. Restos de aquel miasma que emerge cuando uno osa levantarle las faldas a la vida, ver sus entresijos.