27 de enero de 2011

Sombra roja de noche


Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más tersas, las más exquisitas. El solo hecho de recordarme allí, efervescente y salvaje junto a su desnudez, muslo contra muslo, aislado de los ruidos de la noche por paredes tan gruesas como montañas, oculto y alejado del vulgar barullo de las calles, situado a lado de aquel par de columnas de marfil esculpidas a la perfección y bañadas a su vez por la luz roja, me estremece por completo. La evocación de semejante escena me hace temblar, no tanto de indignación en contra de mí mismo y de mis débiles principios como de febril delirio, de cruel excitación.

Todo comenzó desde las siete de la noche. 
-Aclaro que esto no es una fiesta, sino una reunión literaria, una tertulia.
-No importa: trajimos vino.
-Bien. Bebamos... pero sólo un poco.

Ella leía en voz alta. El otro sujeto que le acompañaba le escuchaba con detenimiento (al menos en apariencia: seguramente pensaba en otras cosas, es decir, en ella), aunque al mismo tiempo su mirada se mantenía un poco distraída con los muebles y la decoración del apartamento, desviando su atención de momento en momento. "Aquí hay puras reliquias", diría después. Yo simplemente no podía dejar de mirarla, persistentemente. Experimentaba el hambre de belleza que corre a raudales, como un río subterráneo, a través de los cuerpos jóvenes, indetenible, furibunda, recalcitrante; se manifestaban en mí esos ojos que abren boquetes en las cosas, que perforan edificios y estructuras por igual, y que son capaces de penetrar la piel de cualquier criatura viva que despierte su apetito en demasía, de llegar hasta sus huesos mediante una sola y persistente mirada. Todos leímos un poco, y nos seguimos escuchando de manera mutua, respetuosa, por un tiempo.

Después de unas cuantas páginas, no muchas ni pocas, el libro se quedó a un lado de nosotros, cerrado, sobre la mesa de centro. Las copas se llenaban. La botella se vaciaba. Risas intercaladas con exclamaciones y suspiros lentos inundaban la sala, en crescendo. Había que pensar en algo, y pronto. El plan se consumó: ir por más vino. En realidad no eran copas las que se llenaban una y otra vez, sino tazas: tazas de té, pequeñas, de porcelana blanca, manchadas por la tintura roja, quizás de manera permanente. Rojo obscuro, moscatel, rojo casi negro que llenaba las tazas y que vaciaba las mentes, desangrando las horas, gota a gota, una y otra vez.

- ¿En dónde está la música?

Caderas danzantes: semejante figura hizo acto de presencia de manera súbita y despampanante, un monolito de gracia en movimiento, el símbolo que se hizo eterno aquella velada. Caderas contorsionistas, lascivas, de ofidio, sacudiéndose al ritmo de los tambores modernos con la gracia de una sacerdotisa cretense, plena dueña de su fiereza flagrante, la sensual estupidez hecha carne, y humo. Carne y humo: par de humores que se elevan, nos envuelven y conducen desde nuestras fosas nasales, nuestra lengua y nuestra piel hasta los confines de nuestros instintos, sublimando así nuestras bajezas, expulsándonos de nosotros mismos e iniciándonos sutilmente en los ritos mistéricos de la timidez rota, la inocencia resquebrajada, la virginidad de lo privado. El pecado apenas empezaba esa noche. Su acompañante también la observaba penetrantemente ahora, alterado hasta los límites del conocimiento, tratando de contener su enorme turbación frente a la  prohibida efigie de su mejor amiga que bailaba, distante y provocadora, frente a nosotros. "No tienes porque ocultarlo: ve y tócala. Tócala toda, aún en contra de su voluntad. No tienes por qué sufrir así, no tenemos por qué sufrir así", me hubiera gustado decirle, ahora que lo pienso con detenimiento.

El cuerpo de las horas perdía cada vez más sangre. Soplaba ya el frío de la madrugada. Los cuerpos se agotan pronto envueltos en su propio frenesí, consumiéndose en su propia llama: las miradas que antes se contenían disimuladas dentro de sí mismas, después de explotar con violencia hacia el mundo que las estimula, regresaban a su núcleo, ajetreadas, con menos de la mitad de su fuerza. Uno acaba de comprender esto recién ha terminado la convulsión de nuestros pensamientos más vigorosos, el terremoto de nuestras impresiones sensoriales incendiadas de colores y de formas. Pero el deseo no muere. No, el deseo nunca muere. Eso lo comprobé esa noche.

- ¿Se puede fumar aquí adentro?
- No.
- Entonces ven, acompáñame afuera.

Sentados en la escalera del patio, ha comenzado a llover. Me preocupa mi salud: no es una tormenta, es cierto, ni siquiera una lluvia fuerte, pero siempre he sido muy susceptible a las enfermedades respiratorias. A ella parece no importarle nada, como de costumbre. Sólo desea hablar, y hablar... y hablar ¿Sufres? ¿No encuentras tu centro? ¿Te agobia la vida? Déjalo ir, suéltalo y déjalo ir...

- Mi padrastro abusó de mí cuando era pequeña. Mi madre se enteró de todo y no obstante... siguió con él... no hizo nada... ¡nada! ¡Eso no se le hace a una niña! ¡Por eso la odio, los odio a los dos! ¡Más a ella que a él!

Terrible historia: un par de monstruos morales, sin duda alguna. Puedes confiarme lo que sea: yo también soy uno de tus mejores amigos, incluso más confiable y comprensivo que ése que se ha quedado dormido allá adentro, en el sofá de mi sala. Yo estoy aquí, bajo la lluvia, desprotegido, a la intemperie, con los flecos de mis cabellos goteando, junto a ti, haciéndote compañía en tus momentos de mayor fragilidad ¿Te hago compañía porque te aprecio? Sin duda ¿Porque eres mi amiga, una de mis más entrañables compañeras desde hace ya varios años? Por supuesto. Escucho tus problemas, tus quejas y tus lamentos, uno a uno... ¿pero... es por eso realmente? ¿Me importa resolver tus conflictos, aconsejarte bien, mejorar tu existencia en lo sucesivo? ¿Soy un filántropo acaso, un alma noble que se compadece de su prójimo, un ser humano ejemplar, culto, sensible?

No.

Estoy aquí afuera, contigo, porque tengo hambre. Tú empezaste esto, y es menester que lo termines ¿Creíste que podías atizar el fuego sin sufrir las consecuencias, eh? Estabas muy equivocada, mujer de cortos alcances. Quiero besar tu piel, morder tus labios, lamer tu espalda, exprimir tus senos con mis manos, deslizarme por enmedio de tus deliciosas piernas, furiosamente, hasta el fondo. Tus palabras, sollozos y lamentos se me resbalan, como las gotas que cuelgan de los flecos de mis cabellos y caen hacia el suelo, sin ninguna trascendencia. Espero con ansias a que termines de hablar, a que cese tu llanto. Estás demasiado ebria. Pobrecilla. Me importas en demasía, por lo que quiero ayudarte: ven, entremos a la casa. Vamos a secarnos. Quitémonos la ropa, pieza por pieza, en mi recámara, antes de que cojas un resfriado. Así está mejor. Lo hago por tu bien. Sólo por tu bien. Es lo menos que podría hacer un amigo, ¿recuerdas?, uno de los mejores y más entrañables que posees (no como el otro que ha venido contigo, que se ha quedado dormido, de ebrio).

Se enciende el rojo. Y nos baña con su luz. Esta luz obscura, apagada, casi sombra. Una serie de femeninos relieves yacen sobre el lecho, curvas sobre una gran planicie, claroscuro de vilezas, susurros suaves y exquisitos de las pasiones más bajas que habitan en los hombres. Relieves trémulos, apetitosos, todavía húmedos, superficies rojas y negras que se han sumergido en los territorios de Morfeo con gran facilidad, en picada, después de la tormenta. Esta luz no redime: al contrario, nos ensucia con su fulgor ¿Y qué somos en última instancia sino puercos insaciables, incapaces de contener nuestros hocicos frente a un buen bocado de estiercol, de dulce y bello estiercol, el más hermoso y perfumado que pudiéramos encontrar? Mi lengua y mis dedos navegan finalmente a sus anchas, descubriendo horizontes insospechados de trecho en trecho, tierras quizás abandonadas por otras naves hace algunas jornadas, quién sabe cuántas.  Mis manos exprimen sus frutos con violencia y desenfreno, y yo bebo de su sucio néctar, encantado. Me encumbro de espaldas, riendo, edificando una mueca desfigurada, en silencio.

Ella duerme profundamente, olvidada de sí, de todo y de todos. A veces despierta a intervalos cortos y me opone resistencia, murmurando quejumbrosamente y aplicando un poco de fuerza en contra de mis brazos desquiciados que la recorren y la estrujan con vigor, pero tarde o temprano vuelve a sumergirse en el abismo de la inconciencia, como si nada. Es una náufraga. Un pedazo de carne humeante varado en estos lares hasta el amanecer. Pasto de buitres y chacales como yo, de monstruos alados y de hocicos largos bañados en rojo, con las plumas hediondas y el pelaje apestoso, emanando deleite. La compasión, desollada. La buena voluntad, decapitada. Y junto unas piernas, tan suaves, tan deliciosas, tan bien formadas, las más bellas del mundo. Podría jurarlo.

- ¿Qué hora es?
- Las siete de la mañana.
- Ya tengo que irme... ¿en dónde está...?
- Dormido, en el sofá.
- Mmmh... eh... me siento algo rara... ¿me pasas mi ropa, por favor?
- Sí: aquí está.
- Gracias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un texto ambiguo y necesariamente ambiguo, no por falta de autoconciencia, sino con plena voluntad. El monstruo rojo que a la vez piensa en su monstruosidad, la reconoce, la es (pero también la rechaza y no-es-esa-monstruosidad). Ambigüedad que entonces hace que el viaje hacia el desenlace esté lleno de tensiones, de esas violencias que el mismo personaje se permite (¿se permitió?): ¿al final fue el monstruo o no? Porque la mujer parece sugerir que no... ¿y si ella misma no supo de la monstruosidad?, ¿hace falta necesariamente nuestra conciencia de ser monstruos, para serlos realmente? Tener conciencia de la ambigüedad, ¿nos exime? Tal vez no, pero escribir sobre esa ambigüedad ya es un acto mucho más complejo, que pone en la mesa las luces rojas.... DA