14 de septiembre de 2008

La última cena


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…Entonces él grita. Y todo se calma de nuevo. Desliza su mano por la pantorrilla… sube, sube y sube.

- ¿Quién eres ahora? – le pregunta de manera dulce.

El calor se mantiene. Pequeño remanso en la iracunda corriente. El sudor escurre, se dibuja en el lienzo. Son dos para las cinco. Las cortinas de vez en cuando dejan pasar la ambarina resolana, ingenua espectadora del ambicioso suceso.

Por fin se callaron los perros que ladraban afuera… ¿Qué se avecina? Nadie puede describirlo aún. El vidrio de la ventana, medio flojo, se tambalea solo con ayuda del viento. Y él sigue subiendo. Sus ojos arden, centellean en ellos demonios mitológicos y días del juicio, sodomía y misas negras en las que los invitados son obligados a lamer objetos irreconocibles y a fornicar con sujetos desconocidos.

Un increíble ruido sale de la femenina laringe de la víctima. No es convencional: resulta parecido a esos gemidos que emite el cisne durante sus últimos días en la tierra, o como un puerco vomitando la última sangre de su cuerpo, colgando cabeza abajo en algún rastro clandestino.

- ¿Te gusta?- vuelve a preguntarle.

Sus deliciosos y delicados hombros desnudos tiemblan, como la llama de la vela que accidentalmente se apagó ayer a la medianoche, cuando ambos todavía eran confidentes y contertulios, cuando aún no había revelado Cerbero sus otras dos cabezas. El victimario pasa la hoja afilada por su barbilla, le besa uno de sus dos pezones erectos; erectos ya por la adrenalina, ya por las horribles delicias que siguen haciendo estallar su carne interior, flagelada incisiva e insistentemente por las emociones sufridas durante las últimas veinte horas.

- ¿Quieres que cambie de canción?- insiste en entablar una conversación, inútilmente.

Una y otra vez se ha repetido en el reproductor, “The Downward Spiral” de Nine Inch Nails, sin descanso, durante todo el abrupto trayecto, produciendo ya una especie de efecto hipnótico en ambos que oscila entre la exacerbación y la náusea. Pero no importa. Todo está bajo control. Casi toda la extensión de su cuerpo ha sido besada y lamida, delicadamente, de manera angelical. Sólo algunas de sus partes han sido deliberadamente quemadas y cortadas. Pero es un pequeño sacrificio que hay que pagar por el hedonismo más elevado, por el más puro de los tantrismos.

- ¿Aprietan mucho las vendas, mi amor? ¿Quieres que las aflojemos?-.

Una mano, fuerte, como de piedra, toma una de sus nalgas y la acerca hacia él. Hace lo mismo con la otra. Dirige una mirada explosiva al techo, santificando aquel día y aquellas cuatro paredes que apadrinaron su obra. Por doceava vez consecutiva, la penetra: una vez por cada apóstol de Cristo. No requiere más que de algunos minutos para recuperar su energía y su rigidez entre apóstol y apóstol. Su bestial aliento emerge con cada exhalación, rojo púrpura invisible, como de una chimenea del Tártaro: sólo las moscas y los muertos pueden verlo. Permanece vedada para los normales semejante fluorescencia. Se rompe la porcelana contra el acantilado. Se desgarra la seda al pasar junto a las espinas del rosal abandonado.

- ¿Recuerdas lo mejor de tu vida ahora, linda?- vomita risueño.

Los ojos desorbitados y lacrimosos de la joven, expelen un olor crispado de dolor insoportable y de desbordante placer que, junto a sus pechos blancos y redondos que penden de su tronco y sus alargadas y curvilíneas piernas que yacen flexionadas, conforman la poesía estridentista más bella que jamás se ha escrito, el pañuelo mejor bordado de toda Europa, de toda Asia. Sólo dos días antes su amable e ingenua vocecilla le había invitado, a aquel pulcro y enigmático mancebo, a cenar a su apartamento. Sería divertido, agradable. Dos botellas del mejor vino, un pavo horneado que perduraría en su paladar mnemotécnico toda su vida. Coito. Un affaire. Eso era todo. Pero es mejor no confiar siempre en la costumbre: a veces los presentimientos emiten palabras más profundas, más duraderas. A veces ver por el ojo de la cerradura no basta.

- El pavo estuvo delicioso, he de admitirlo. Eres buena cocinera, anfitriona, y amante sin duda. Aunque el vino… mmmhh… no sé… dejó un poco que desear. ¿Qué cosecha dices que era? - .

Un movimiento rápido sobre el cuello. Un último beso en la frente. Una úlcera en el corazón. Una paloma blanca escapa presurosa de la alcoba. Largos y rubios cabellos adornan la alfombra persa, manchada de juventud. Limpia su hoja en las sábanas santas. La enfunda. Se levanta. Se marcha. El reproductor sigue tocando…

He escuchado que no hay mejor manera de conocerse mutuamente en la intimidad que jugando al equilibrista sobre los bordes de la sensación misma, desnuda de toda pretensión y de toda significación: la escenografía entera se cae y es posible asomarse tras bambalinas. Al menos eso es lo que se dice…

1 comentario:

David Arsallo dijo...

Un texto de un carácter bizarramente grotesco al principio y de una luminosidad victoriosamente velada al final. Me gusta sobre todo ese final, creo que es misterioso y tétricamente esperanzador, o quizá no he entendido bien. No me gusta mucho el contraste de los elementos poéticos con los cerdos, vómitos y fornicaciones con cabras ¿o corderos? en fin, eso atañe quizá sólo a mi juicio de gusto (ja, como si esa cuestión "de gusto" no fuese determinante para cualquier juicio y no fuese en sí misma un problema inefable). Su mayor virtud es la belleza de las últimas líneas y su mayor defecto, en mi opinión, el desequilibrio en el estilo. El contraste pues de lo grotesco y lo luminoso (así interpreto yo el cuento en su totalidad) es certero sin duda, en cuanto a lo que tiene que ser resaltado y narrado en el texto; pero la manera en que narras lo grotesco parece desorbitada, fuera de lugar. Por lo demás tengo que admitir que me hizo sentir miedo, lo cual Poe y Quiroga logran de una manera similar, un miedo inexpresable, un miedo sin objeto, un miedo respecto a lo que, en la frontera de lo luminoso, aparece como sombra, el horizonte que queda más allá de toda luz. Y lo peor es que en un momento de debilidad, y siendo éste el lugar en el que lo publicas, podría uno llegar a decir que ese miedo no es otro que el que se siente hacia lo erótico mismo, esa otredad carnicera que con disfraz de mística nos impulsa al conocimiento, al respeto y a la angustia. Pero ¿conocimiento de qué y respeto de qué y angustia de qué? No es una reducción al absurdo, sino una genuina (e ingenua) pregunta.