24 de noviembre de 2009

Entre los brazos de París (Team Sleep’s mémoires)


A lo largo de nuestras vidas nos encontramos con sucesos imposibles de olvidar, de subsanar, momentos que no se logran sepultar así como así dentro de los fosos circunscritos de la memoria huidiza, o al menos no de maneras hasta ahora conocidas. Allí estaban de pronto, justo ante mí: un fragante par de obscuros ojos europeos, engalanados por unas cejas tupidas y augustas que extendían sus fibras sobre un tamiz de alba dermis como dóciles campos de trigo negro en medio de la taciturna noche, susurrando secretos y canciones de cuna con ayuda del viento, danzando grácilmente al ritmo del misterio. Ella se quedó mirándome de manera profunda y fatal, inocentemente agresiva, como quien domina por completo la habilidad de tirar cuerdas al abismo de los hombres. De pronto, sin ningún tipo de advertencia, entreabrió sus jugosos y carmines labios, esculturas voluptuosas labradas en coral humano, sólo para vociferar en un timbre quedo, dulce y amable, pero lleno de fogosidad iridiscente a manera de recital, las siguientes palabras muy cerca de mi oído:



Que pour une vie

je veux être avec toi,

uniquement avec toi,

dans tes bras avec toi.

À Paris pour une vie

emmène moi avec toi,

ne me laisse pas ici

dans tes bras à Paris

rien à foutre de la vie.




Juste être avec toi:

6h du mat'

dans un hôtel paumé,

complètement drogué,

juste être avec toi,

dans tes bras.

La magie de Paris.

La magie d'une nuit.

Rien à foutre de la vie

juste être avec toi,

juste dans tes bras,

dans tes bras

pour une nuit

à Paris.



Sobre la pared colgaba un cuadro dorado rococó, enmarcando bellamente a la nada. Un cigarro encendido dibujaba espirales de humo azulado sobre el vacío. Un collar de perlas nacaradas pendía horizontalmente sobre su espigado y delicioso cuello. Un fino négligé de encaje blanco y seda resguardaba celoso los tesoros ardientes de la carne. Unas sombras de ojos de un gris acero valiente, desafiaban cualquier quimera trazada sobre los territorios impolutos de las propias fantasías implausibles. Y debajo de todo, un diván rojo escarlata, esponjoso incendio aterciopelado, servía como recipiente de todos nuestros placeres privados. No recuerdo siquiera cómo es que llegué hasta allí, a su cómodo lecho, hasta su oculta morada, al límite de nuestra vida y de nuestra muerte. Quizás con ayuda del vino, quizás más con la del azar. Por la ventana, la vista magnífica de la Torre Eiffel, erguida, soberbiamente iluminada e impuesta sobre nuestra frágil finitud, ennoblecía de manera especial nuestra estancia en ese espacio.

Estampas de un perfume lejano. Fuente de magníficos escalofríos. Cera caliente, céfiros flotantes y cristales suspendidos en el tiempo. Pudor dormido a látigos, a besos. Mariposas de ebriedad revoloteando sobre mis sueños. El imperio de lo sensual, para bien y para mal, había triunfado de nuevo.

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