6 de febrero de 2010

L' Amour et La Violence

La chica finalmente llegó ante la puerta. Tocó. Él abrió con cortesía y fragilidad, como todas las veces. Las flores del parque eran muy bellas, de colores exuberantes que invitaban a posarse a las abejas, así como sutiles y refrescantes eran las olas que les golpeaban, con suavidad, las plantas de sus pies descalzos, hundidos en la arena. Ese día las nubes eran increíblemente hermosas y extensas, al igual que las estrellas demasiado brillantes, demasiado penetrantes, aún como se encontraban, a lado del sol.

Un par de parpadeos intercambiados bastaron para revelarlo todo, el misterio del universo. Y aún así, ambos se aventuraron a hablar, decidiendo transgredir lo frágil del instante, desviando los caminos. Frente a frente, los dos sabían que esto no debía continuar así. No era sano, no era recomendable ni nada de eso. Pero también sabían que era posible seguir juntos. Y a veces, muy a menudo, sólo lo posible basta para sostener las cosas. Si no, no habría mundo, no habría nada.

Sabían también que habían sido creados de arcilla, como todos nosotros. El frío les calaba hondo en los huesos, y las narices se les hacían cada vez más insensibles, más inexistentes, como era costumbre en los inviernos nevados. Las palmeras soleadas que les circundaban por doquier se agitaban de un lado a otro, en inquieto vaivén danzarín, como agitadas por aquella familiar brisa vespertina de ámbar, de rocío y de espuma; agitados de igual forma se encontraban sus corazones, los ánimos que los mantenían erguidos, cara a cara, isla contra isla.

- ¿Recuerdas cuando teníamos que cruzar la avenida corriendo, en medio de los autos que pasaban, para poder vernos a escondidas del otro lado del fraccionamiento?

- Sí, sí me acuerdo.

Una serie de nudos invisibles los ataban mutuamente, nudos que no apretaban pero que tampoco dejaban escapar. “¿Para qué escapar?”: a veces se inquirían ellos mismos. “No, no, escapar jamás. Eso no”. Sus adolescencias entrecruzadas, sus amaneceres compartidos, sus aromas absorbidos, sus pupilas titilantes de nostálgico deseo. Poderosas y desconocidas fuerzas los mantenían aún juntos, más allá de toda probabilidad. Mediante un solo golpe de suerte, es posible encontrar el tesoro. O la muerte. Con una sola exhalación, les era posible saber qué tan bien les había ido en el trabajo, o cuáles eran las treinta y siete cosas que por lo regular pensaban y sentían, de manera cíclica y recurrente. Él sabía de antemano en qué momento temblaría al recorrer su frágil espalda con roces apenas insinuados. Ella sabía que tenía que colocar un minuto con cincuenta segundos la sopa instantánea dentro del horno de microondas, no más, no menos: la temperatura adecuada para el paladar de su cónyuge. Ambos poseían el mapa ajeno de sus laberintos subterráneos, o al menos una gran parte de éste.

Nada de artificios. Quizás uno o dos, pero los inevitables, los de siempre, aquellos que hacen posible la comunicación entre los hombres. Todo lo demás había sido subsumido al sonido de sus pensamientos, al cálido rumor de sus arroyos subcutáneos. Una multitud de niños pasaron por donde estaban, rozándoles sus ropas; las jalaban a manera de cortina y se escondían, juguetones, detrás de sus cuerpos. También ambos se escondían detrás de sus propios cuerpos. No es seguro si era tan solo un juego para ellos. Quién sabe. Después se dieron cuenta que no eran niños los que jugaban a las escondidillas, sino aves, aves blancas, volando en parvadas ingenuas, muy cerca unas de las otras. La abuela de uno de los dos los miraba desde lejos, con una sonrisa apenas dibujada, portando sus clásicos vestidos de seda, tan famosos en su época ¿Era su abuela, o era un peñasco, o un trozo de vidrio, o un anhelo moribundo? Sí: era su abuela, sin duda. El vestido era inconfundible. También estaban allí sus madres, sus padres, sus dos mejores amigos, y un hijo que aún no había nacido, un pequeñuelo de cuatro años, con caireles dorados y macizas mejillas coloreadas. Todos lejanos espectadores.

- Entonces… dime qué es lo que piensas.

- ¿De qué?

- De mi vida.

Allí estaban, de nuevo. Una vez más, como hace un par de días, como hace un par de siglos, de milenios, de eones, como hace un par de vueltas de la rueca. No más que estatuas mirando hacia los rincones inhóspitos del tiempo, a la mitad de un rascacielos y en contacto directo con las montañas más sublimes, los valles más sensuales y los acantilados más deliciosos, formas ansiosas por dejarse acariciar, por dejarse sacudir de dolor y de solaz, de placer y de agonía. La boca llena de sangre y de dulce miel, apurando el elixir prohibido desde tiempos inmemorables, de manera simultánea. Los dedos, ágiles, de pianista, habían empezado a trazar siluetas amorfas sobre su largo cuello ¿Qué más tenían, sino se tenían el uno al otro? ¡¿Qué?! Una daga atravesada en el hombro, otra en la pierna, otra más en la médula de su orgullo, su dignidad, su egolatría ¿Era posible aún marchar, caminar, arrastrase? ¿En esas condiciones? Sí, sí era posible. Siempre es posible en estos casos. Crueles asesinos a sueldo, dormido uno al lado de otro, desnudos, plácidamente recostados, mientras afuera de su recámara la frágil noche soltaba el sereno despreocupada, unánime, justiciera, en el techo de todas las casas.

De repente un beso. Un hierro candente en los labios. Un pacto sellado. Una condena acordada. Ambos nacían una vez más hacia una irremediable esclavitud. Hacia la más grande de las libertades, quizás.

La chica comenzó a llorar, de alegría, sobre su regazo. Él, no pudo menos que hacer lo mismo. Abrazados, en un instante eterno y por ende ilimitado, toda la comarca se borró, y los telones se cayeron, uno tras de otro, de manera simétrica y acompasada. La flor era dicha, la ola era dicha, las aves eran dicha pura, volando en parvadas blancas. Las nubes eran dichosas, las estrellas también. Las guerras, las pestes, las hecatombes universales, su sombrío destino: todo esto era asimismo dicha, una dicha a gran escala. Una dicha histórica, cosmológica, ontológica. Finalmente, él le hizo pasar hacia dentro de la casa, y la puerta se cerró detrás de ella.

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