24 de febrero de 2010

Estampa vespertina (la violence et l'amour)



¡Estúpida! ¡No es a Héctor al que debes de sonreírle, es a mí... a mí!

Cinco cuarenta y cinco de la tarde.

A unos cuantos metros de distancia de la reja plateada que separaba el colegio de la calle, cubierta apenas por la sombra del eucalipto más alto del patio, desde allí, sólo me era posible observar por enmedio de los barrotes, sus blancas y ajustadas calcetas reflejando el ámbar resolana de la tarde. Era patente su coqueteo inconciente al caminar desde ese entonces, esa poderosa y estremecedora inocencia concentrada en un par de piernecillas enfundadas en tela, delgados hilos de carne, gráciles columnitas de papel pintado. Diáfana, airosa, de un solo trazo, sin grandes pensamientos pero con enormes ojos color miel, así, tal cual, saliendo tranquilamente de la escuela primaria todas las tardes, de la mano de su madre. Es así como mejor la recuerdo.

La mamá habla: - ¿Quieres un helado?

- ¡Sí! De fresa con chocolate... ¡también con vainilla!

Se lo compra. Las dos se marchan del local, suben a su auto y se pierden a lo lejos. Mi rostro sabe a sal, se ha secado el sudor. Estoy hecho un asco ¡Mira nada más estos pantalones! Ya no debo de correr tanto en el receso: me lo han dicho mi maestra y mi papá muchas veces. Debo estar todo despeinado y apestoso. A lo mejor por eso ella ya no se me acerca...

Algo explota y se derrumba allá afuera. Posiblemente una bomba cayó muy cerca de mí. Ya casi estoy sordo. No veo más que sombras y luces pequeñas, deslumbrantes, desordenadas, como jugando con lo que queda de mi habilidad para captar lo que se mueve. No siento la mitad de la cara. Bueno, sólo un pedazo de nariz. Si tan sólo pudiera... sólo unos pocos segundos... me sigue pareciendo íncreible cómo pueden persistir tanto tiempo un par de calcetas blancas en la mente de un hombre. Bien colocadas, a la rodilla, justo enmedio de la falda tablonada y de los zapatos negros de charol con un broche. Sí... probablemente poseía las rodillas más finas que jamás he admirado, de niña o de mujer, las corvas de las piernas más graciosas de la escuela. Parecía una cervatilla. Los edificios se caen a pedazos, las llamas los devoran con rapidez; los misiles atraviesan las paredes de concreto y las vuelven escombros, los vidrios vuelan por todas partes, como el rocío de la tarde; el pesado humo difumina y pierde a los tanques, a los jets, a los batallones enteros... ¿En dónde está mi capitán?

- No, es que no me gustas.

- Pe... pe... pero... ¿por qué?

- No sé. No me gustas y ya.

¡Idiota! ¡Yo te amaba! ¡Nunca, ni en mi vida adulta, amé tanto a una mujer como a ti! ¡Estúpida! ¡Ah! ¡Me arden los pies, y la nuca, de sólo pensarlo! ¡Puta madre! Sí... ya empiezo a sentir otra vez... tengo toda húmeda la casaca... pero no puedo ver de qué color es el... ¡Re-puta madre! ¡Capitán! ¡Capitáaaan! ¡Tengo sed! ¡Por favor, déme agua! ¡Agua! Ya sé... necesito... necesito levantar el rifle y me verán... seguro alguien me verá... sólo cambiarlo de posición... lo jalo y... ¡Al carajo! ¡Sólo teníamos diez años, los dos, y todos los demás! ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil en ese entonces? Ahora todo lo que se hace es preparar, apuntar, y disparar... eso es todo. No hay más. No. Antes tenía que pensar las cosas. Razonar mucho, sentir demasiado. Ahora ya casi no siento nada, sobre todo ahora... ¡¡¡capitáaaaaaan!!! ¡¡¡Agua por favoooor!!! Estoy mojado... sí, sí... estoy mojado... mira nada más...

¡Era yo! ¡Era a mí al que debiste de haber besado! ¡No a Matías, por Dios! ¡Qué idiota!

Los contornos de las cosas se iban desvaneciendo lentamente, perdían sustancialidad de manera progresiva. Un olor a combustible quemado mezclado con pólvora cruda le inundaba todo el cerebro, y llegaba hasta su lengua. Sus recuerdos se abrían camino, fluyentes, por enmedio de los hondos surcos que permitían derramar incesantemente aquella sangre, misma que antes fuera su más cálida amiga, la púrpura guardiana de sus secretos más íntimos. De manera súbita, rauda, le pareció que todo lo que había sentido y experiementado a lo largo de su vida era vano, vulgar y barato, incluso ese amor, en comparación con lo que se avecinaba a continuación, con eso que estaba a punto de acontecer. Se encontraba en el umbral en el que dejaba de pertenecer al campo semántico de los hombres, diferente de todos ellos, alertas y vigorosos soldados, que le rodeaban y le pasaban ya por encima como si fuera un costal; dejaban de emparentarse de tajo. Dentro de pronto tampoco tendría ya nada en común con los árboles o con las flores, ni con los peces, ni con las aves ni con las bacterias, ni siquiera con aquella fiel y anciana cigarra que solía frotar sus patas contra su cuerpo de manera puntual y beligerante, todas las noches, desde el jardín de su casa.

Siete treinta y seis de la noche.

- Señor, encontramos el cuerpo del Sargento V. y los de todos los integrantes de su pelotón a un lado de la trinchera oeste, junto con otros cuatro cuerpos más, aún sin reconocer, señor. Señor, Al parecer son civiles, señor.

- ¡Mierda! Es una lástima. ¡Bien! Prepárense para avanzar desde el ala izquierda. Quiero listo el cuarto regimiento, presto a mis órdenes, en menos de diez minutos ¡Muévanse! En cuanto al sargento y sus soldados, entiérrenlos como es debido, pongan en orden todos sus papeles... y mándenle un telegrama a todas las madres de los caídos, de parte mía, con mis conmiseraciones incluídas. Ellas sabrán entender la situación. Que Dios guarde las valientes almas de esos muchachos.

Viéndolo de otra manera, no todo estuvo mal. Durante una jornada en cuarto grado, entre clases, le pregunté: "¿Quién te gusta del salón?". Ella se sonrojó. Me miró tímidamente, con una sonrisita continente de emociones fuertes y privadas, ya casi pubertas, y estalló: "¡Ay, qué te importa!". Echóse a correr hacia donde estaban sus amigas, a murmurar todo lo ocurrido, con cuchicheos y pequeños jalones propios de la edad. Era yo. Uno de ellos. Yo también le gustaba. Sí... estoy seguro... yo también le gustaba. Si no, ¿por qué actuó de esa manera? Sí... era yo uno de ellos. Lo sé. Sí, lo sé... muy bien... lo sé... lo... sé... (.)

- Sí, la verdad sí me gustaba, pero me intimidaba un poco. Sólo un poquito. Era simpático. Me gustaba cómo corría al jugar futbol, sus pecas, sus mejillas rojas y agitadas, y su cabello crespo despeinado. Después crecimos y me dejó de gustar. Pero bueno... al final, ¿qué importancia tiene todo ésto? Jejeje... sólo éramos unos niños, ¿no es así?

1 comentario:

Arsallo dijo...

Me gustó todo el humor implícito, creo que sí reí horas... raro en tus textos... sí, tiene su encanto