28 de mayo de 2008

Sobre la (in)corruptibilidad del espíritu.

La primera vez que nos vemos estamos relucientes y completos (perfectos) como esferas, como luces sin tiempo. Murmuramos en la galería a través de los cristales de colores; yo los golpeo a martillazos y se deshacen en miles de pedacitos.
La primera vez que toco sus manos ya ha perdido algunos cabellos: sonríe en la galería (está hecha un desastre) y se gira hacia mí para decir algo pero no alcanzo a oír.
Para la primera vez que nos besamos, ya habíamos perdido las manos. Cuando terminó de escribir algo importante (una canción o un poema, algo que hemos olvidado) la galería se vino abajo; bebimos mucha agua e imaginábamos vidas enteras y sucesos incontables con el sonido de los árboles; hacíamos que la tierra y el polvo se convirtieran en gaviotas y aprendimos incluso a crear cosas sólo con decir la palabra correspondiente.
La primera vez que hacemos el amor, nuestros pies han desaparecido. Nuestros cuerpos desnudos se mojan uno al otro; sobre un lecho de satín negro se obscurece nuestra vista. La oigo respirar, siento su pecho inflándose, siento su corazón latiendo, ella también me siente, me mira a los ojos. Sólo me mira y entonces nos besamos; sentimos a través de la piel y de los labios, a través de sus ojos que siguen mirando, los trazos de una matemática pertinencia, previsiones vagas de algo infinito, algo que nunca deja de ser. (Sentimos miedo; tenemos miedo porque sabemos que cuando caiga el último grano de arena todo habrá terminado, porque no sabemos que pasa después; porque cuando se observa algo muy bello desde lejos no se sabe si lo que se ve es así como se ve o si es sólo una apariencia y un engaño. Después de todo estamos bien, estamos juntos). La mañana siguiente nos hemos quedado sin piernas.
El día que me rompió el corazón, nuestros brazos se esfumaron. La sujeté con fuerza; no quería que se fuera, quería que se quedara conmigo; pero no hizo caso, sólo dejaba que yo la siguiera aferrando. Busqué sus ojos pero ella no me miró, ¿habrá sentido algo cuando la miré así? Eso fue en un bar o en un café; o quizá en la galería.
La tercera vez que la veo hemos perdido casi toda la cabeza. Parece que está feliz otra vez. Está efusiva, brinca de un lado para otro, me abraza y me dice algo pero no he podido escuchar. Yo también intento decir algo pero tampoco escucha. Es el ruido, es la soledad, es porque estamos rodeados de muebles que hablan, de techno alemán programado para parecer humano. Estamos tan solos.
La séptima vez que comimos juntos se desvanecieron nuestros ojos. Con todo, miramos las estrellas en un desierto antiguo. Y ella dijo: “Esa estrella de allí, eres tú. Y yo soy aquella. Ellas nos miran desde lejos pero ya han muerto, ya no existen. Así también, tú y yo las miramos pero no existimos y tan sólo somos luz que persiste a través del tiempo y el espacio. Nunca olvides este día, el día en que fuimos espejos.” Cuando terminó de decir esto, la vieja casa, las estrellas y el desierto desaparecieron.
La sexta vez que bailamos juntos, nuestra piel se ha disuelto y nuestros huesos se han secado. Debajo del mar, pisando la arena caliente en el fondo, jugamos y reímos. Imaginamos que la superficie del mar es como el cielo y que afuera el cielo es otra superficie, fuera de la cual hay otra tierra y otro cielo que es otra superficie y así hasta el infinito. Pero de repente el mar ya no está... todos los mares del mundo se han secado y sólo quedan la noche y la arena.
En los tiempos en que ella y yo nos volvimos nada, todo había cambiado bastante. Los ríos se volvieron negros y el mundo frío. No había ni mar ni superficie, no había dentro ni fuera, ni movimiento ni sonido.
El día que nos conocimos estábamos fuera de la galería, en la playa. Mirábamos una pintura que nos representaba a nosotros mismos mirando una pintura fuera de la galería, en la playa. Ese día le dije: “Recuerda esto: que todas las cosas dejan de ser y que lo único eterno es el presente. Que lo que verdaderamente es, es aquello que se va formando, como los castillos de arena que ahora se derriban con las olas y que vuelven a levantarse con la ayuda de los niños. Que las olas siempre han sido las mismas y seguirán siendo las mismas. Nunca olvides este día, el día en que tú y yo fuimos gotas de agua en forma de esferas.”
La última vez que la vi llevaba un vestido negro. Le conté todo lo que me había sucedido después de tanto tiempo y ella escuchó con atención. Ella me contó sobre sus viajes, sobre sus pasiones, sobre la gente que había conocido, sobre la delicada poesía, sobre lo mucho que le gustaba el teatro. Yo le conté sobre mis obsesiones, sobre mis decepciones, sobre mi soledad; sobre la dulce música, sobre mis libros, sobre la esperanza y sobre lo inevitablemente pasajero de todo. Estábamos reconstruyendo la galería e imaginábamos historias de guerras y de amores mientras escuchábamos música olvidada; pintábamos cuadros donde aparecíamos nosotros dos haciendo un millón de cosas. Nos despedimos y nos dimos cuenta de que habíamos desaparecido.

Ahora es de noche: estoy sentado en la playa y miro las estrellas y el mar e intento escribir lo poco que recuerdo. Los niños están construyendo un castillo de arena. La luz y las olas me susurran memorias lejanas: esta noche todo comenzará de nuevo.


2 comentarios:

Ian Karuna dijo...

Épica remodelación del interior propio. Las olas mojan la arena, pero, coincido, sólo la carne se corrompe... carne significa espíritu...

David Arsallo dijo...

Y así, sólo el espíritu se corrompe. I. e., Hegel como pensador de la finitud: ¡esta caracterización, es uno de los problemas más importantes! Hegel como el pensador del devenir, junto con el filólogo-sofo de Röcken. Uno optimista, pensador del amanecer de todos los valores del espíritu, pensador de la necesidad y el resultado, pensador de la desdicha que se torna dicha volviéndose a sí misma, comprendiendo su determinación (para decirlo con Spinoza) pensador que tiene una fe demasiado noble y demasiado cristiana. El otro, un pesimista, desaliñado en el "orden", pero jamás en el estilo, con la mejor pluma alemana de su tiempo (quizá solo igualada por Goethe o Schiller), pensador de las atrocidades más terribles del espíritu, pensador del descenso y el ocaso, aún con una fe todavía más noble que la del anterior, esta vez anti-cristiana, anti-nihilista, anti-platónica: sólo a favor de la vida y de la muerte. En los dos la cosa del hombre y su espíritu deviene ¡y de qué manera tan diversa y a la vez tan hermanada! Estos dos camaradas, conspirando y siendo cómplices, uno contra el otro en secreto, amigos y enemigos que nunca supieron qué tan íntimamente lo fueron, han destrozado el mundo sin darse cuenta.

Si M. y yo pudiésemos ser la forma concreta de esos dos amigos-enemigos, mi vida tendría ya una parte importante de su sentido. Este texto es el sueño de esa correspondencia, de esa música y esa danza del espíritu, pero no es más que un sueño.