6 de diciembre de 2008

Amor Etéreo

«Hoy no dijo nada, ni salió, ni se asomó por la ventana, ni se levantó de la cama… es probable que no haya abierto los ojos todavía. ¿Y, por qué hoy? Ayer sí, hoy no, sin una razón que pueda hacerme comprenderlo.»

—Ahí está la libertad. La libertad para faltar a la mínima comprensión.

«Algo incomprensible es algo libre; pero hay que entenderlo como es debido. No significa que lo que no comprendamos es libre, sino que lo que no tiene comprensión posible lo es: es libre lo irreductible a otra persona… no, a otra persona no: es libre lo irreductible a otra consciencia.

»La libertad es esa distancia ontológica entre un yo y un tú. Por eso, con completo derecho de hacerlo, me manifiesto contundentemente contra la libertad mía, pero, principalmente y con gran desgarro del alma que alberga en este cuerpo, me manifiesto en contra de que las personas que quiero sean libres… la otras pueden hundirse en la mierda, con gran gusto de mi parte por poder enterarme de ello, pero con indiferencia hacia el fundamento de su actuar y de su ser.

»Particularmente ella, que no se ha levantado de su cama, ni ha abierto los ojos; particularmente ella, que no se levanta y que en su visión ciega del mundo no puede darse cuenta de que por lo menos hay una persona que en este momento ocupa todo su pensamiento en tratar de imaginarse su cara —una cara que es dulce, pero no dulce como el azúcar, sino dulce como vainilla— y el suave movimiento que sus labios hacen tratando de apaciguar alguno de los tormentos con los que sueña, y que ella no sabe que no son reales… Ah, si ella supiera que eso que la hace moverse no existe; y que existo yo, que no puedo dormir cuando ella duerme, porque me asusta que no vuelva de su mudo onírico y que pueda volver a dibujarse mi cara en sus ojos cafés, tan comunes como los míos, pero que están más allá que los de cualquiera; ojos que proyectan y reflejan al mismo tiempo…»

Así lo escribió en una hoja suelta que encontró; tomó un lápiz y se alegró porque con el grafito su letra parece mucho más bonita que con tinta. Así de superficial es este hombre, pequeño hombre entre los pequeños que ya no se afana en encontrarse porque se sabe perdido y entonces decidió que no tenía caso buscar una obscura esfera vacía y colocada a una distancia infinita con la que no podría hacer nada una vez encontrándola, y se le presentó la oportunidad de buscar una esfera igualmente vacía, pero recubierta de mil formas desconocidas e iluminada por lo colores más impredecibles, aunque a una distancia varias veces más infinita. Una búsqueda más entretenida, sin duda, porque aún si no la encontrará —como sabe que es imposible hacerlo— la sola contemplación de sus formas merece ocupar el tiempo que de todos modos se pierde.

Pero hoy no dijo nada, a pesar de que ella se comprometió a decirlo, no con palabras, es cierto, nunca le pronunció “mañana te lo diré”, pero nunca había hecho falta eso en los compromisos que hacían y asumían, o eso pensaba él, que siempre se hunde demasiado en su propia negrura y vacuidad interna. Tal vez lo olvidó, porque los pensamientos que no se dicen se olvidan rápido, y más rápido se van los que no sólo no se dicen, sino que no se piensan, y a penas se sienten… o tal vez eso se lo estaba diciendo. Si no se ha levantado, eso es un dicho en sí mismo… pero no, el compromiso era “mañana te lo diré”, él estaba seguro de eso.

Ayer, cuando después de atravesar la calle tapizada por una plasta pegajosa de origen incierto, se detuvieron enfrente del mercado de flores y él se quedó absorto por un rato, estaba pensando en ella. Contemplaba uno arreglo inacabado, al que estaban agregando unas gladiolas y que se agitaba como en protesta, y él pensaba solamente en la manera en que titubeaban las rosas y otras flores multicoloridas y sin nombre como buscando el lugar para el que habían nacido y como buscando que su muerte no fuera a terminar como si la primavera no tuviera un significado que llegue más allá de junio; y este pensamiento no era sino todo ella, la mujer que lo acompañaba y a la que él dedicaba, desde hace varias semanas, la mayoría de sus pensamientos y, en los últimos veinte minutos, absolutamente no hubo instante en el que no hubiera un ella que acompañara todas sus representaciones. Sin importarle las implicaciones kantiano-ficinianas que hayan surgido de esta condición de su conciencia, él permanecía en la contemplación del arreglo floran en proceso de su acabamiento, y en la idealización y adoración de la divinidad que es la mujer que lo acompaña. Mientras, al mismo tiempo, esa mujer que él ha endiosado está a su lado, percibiendo el ajetreo cotidiano de un mercado público ubicado en la acera de una avenida trazada por el demonio y atrapada entre los gritos más variados que casi tratan de imitar súplicas y sin olvidar la plasta pegajosa de la calle y ha empezado a frustrarse por la desatención en que la tiene él, que sólo se ocupa de las flores y quiere decirle “vámonos de aquí”, pero no se atreve. Si él quiere ver flores, que las vea; si no le importa estar aquí, en medio de tanta cosa hiriente, adelante; y también se da cuenta —porque es cierto— que él no piensa en ella. Y no es que no la tenga en mente, en cierto sentido, pero la mujer en la que mantiene ocupada su mente no cambia, es única y sólo puede ser contemplada; no existe, pero ella sí existe y soporta los olores fétidos que no sabe de dónde llegan y que ya han provocado que se arquee y se lleve las manos a la boca un par de veces. Y mientras él piensa —y siente sinceramente— que no puede encontrar una cosa que él no sea capaz de sacrificar por la comodidad de ella, que así se tratara de un capricho para que estuviera mínimamente más cómoda que implicara un sacrificio o renuncia importante de su parte, él lo haría; mientras eso pasa por su mente, cuando ve las flores, no es capaz de verla en su petición. Es verdad, ella, la que existe, tiene poca importancia, por lo menos cuando se enfrenta con ella, la que no existe.

«18:43. Todavía no se levanta», Escribe. Toma un sorbo de una tasa de té. «Es mentira que no sepa de su compromiso, lo que sucede es que no le importa si deja de cumplirlo. Pero, en cierto sentido, el que no lo valore es ya decir mucho.» Él se hunde cada vez más en una bruma de su negrura, como es costumbre suya hacerlo. «Está bien, si no quiere decir lo que debe decir, está bien. No importa que no tenga ni la cortesía de inventar un pretexto, no importa que no le importe saber que yo estoy aquí, desde la mañana, pensando en ella, que anoche cuidé sus sueños. Cuánta cobardía, cuánta…» Entonces estrelló su lápiz contra el papel y le destrozó la punta, sintió un calor en su estómago y ardor un poco más arriba, unas pocas náuseas, se tira al piso, estira sus brazos y aprieta los puños…

Ella, en su cama, con fiebre, ha vomitado varias veces y ha deseado que él pudiera acompañarla, pero no la ha llamado porque, si no se ha acercado para preguntarle por qué no se levanta, sin no le parece raro que a las 19:00 no se haya aparecido por el exterior ella, entonces, ¿cómo iba a importunarlo?

1 comentario:

Ian Karuna dijo...

El título no puede ir más de acuerdo con el texto. Has tocado, a mi parecer, precisamente el tema que yo vengo dibujando desde hace algunos garabatos (cfr. "Escala Amoris", en este mismo blog): el del contraste y paradójica identidad simultánea entre el Eros Uranio y el Pandemio; aquella entidad erótica perfecta que "no existe", pero que sólo "existe" a través de la que en realidad "sí existe". En último término, emulando al Divino Platón, ¿quién sabe cuál "existe" más de las dos?

De alguna manera se muestra ese mismo hilo conductor en el tema de lo erótico, pero de una manera mucho más desembarazada, más intimista y más adecuada al prosaico tiempo de la narrativa que manejas. Un bello texto, sin duda. Creo que le va a gustar bastante al Arsallo.