12 de diciembre de 2008

Ángela (fragmento)

[...] Noches que invadieron mi imaginación, como embarcaciones de tierras cenicientas, con imágenes profundas y vacías. Noches en las que olvidé todo: ¡todo! con dichas inconfesables y con un gato que miraba cómo se movían mis manos; ahora aquí, ahora allá. La ilusión del contacto aconteció no sé cuántas veces. Noche de luna clara y sosiego intranquilo: la tensión quieta de la vida. Noche de octubre en la que demuestro (falsamente) que es posible vivir sin nada, respirar y latir sin necesidad. Y lato, lato, lato, y la espera no es larga porque el sonido de los grillos se escabulle, bailando a través de la ventana mientras una vaga memoria del mar coquetea con mis ojos; y me ilumina. Y no tengo nada, no tengo sufrimiento, no tengo sonrisas cómplices, no tengo pestañeos nerviosos, ni tus ojos de haber visto todas las diferencias del mundo, tus ojos de poeta que pretenden saber todo, bendita imposibilidad de lo aprehensible, no tengo tu aliento a vino añejo ni tus brazos cubriendo mi cintura caliente, tu fuerza que me eleva de mí hacia mí y luego hacia ti, no tengo tu lengua probando la sal de mi cuerpo y mi cuello se contrae añorando la humedad de tu boca y mis piernas tiemblan sin tus manos que les llevan violencia y un temblor de pájaro que apenas deja el nido. No tengo ni la fortuna del tedio, no tengo siquiera deseo. Toco la casa y la casa toca el aire y el aire toca el sonido y el sonido te toca a ti y ya puedes sentir este abandono. Y amaneces al vacío, en la cama de algún hotel en México, y yo en la estúpida rue Fontan sin poder crepuscularme así. Porque dar todo, en mi caso, es darte Nada y no menos. Mi Nada, todas mis nadas, yo toda, toda para ti. Y tan lleno como eres, como de fuego un sol que no siente, lo tomas para que devengamos uno, me tomas aunque tomarme así implique hacerte vacío, echarte a perder, tú con tus palabras que se anulan en la caricia que estremece mi entrepierna, abierta, mojada, oliendo a ti, oliendo a pelo y a agua madura que no germina. Pobre, crees que sabes todo sobre mí y la verdad es que apenas empiezas. Yo voy a ser tu desaparición, tú te pierdes en mí, y yo plácida me encuentro así... fruición de disolverte, hacer solución tú y yo, tú adentro de mí, yo dentro de ti, yo mejor porque tú ni te das cuenta. Y amarte, amarte sin llamarlo así, porque eso no es, pero ¿qué mas va a ser perderme yo también en ti? Ahora tengo espirales de azul mortal y tensiones sonoras del trópico, de cualquier vórtice de alguna ola infinita, de alguna playa en la que hice que me hicieras tuya. Tengo las lucecitas en la rue Fontan, tengo las cenizas de mi padre, y yo sin saber qué hacer con ellas, tengo el piano, ese piano viejísimo en que tocaste a Charlie Parker cuando te conocí, sí el día que te dije que detestaba el jazz y tú con tu cara de conocedor-medio-profano-pero-culto-venido-a-más sin saber qué hacer y yo muriendo de risa por dentro, sólo probándote para que me trataras como a una estúpida, o de menos como a una de poco gusto, pero tú muy amable, seguiste tocando a Monk o a Gillespie, sin saber que tus manos me excitaban, sólo ahí, percutiendo las teclas y yo fumando para disimularme, para huir de ti sin poder, para evitar desearte y ahora ¿dónde estamos? Tengo a la gatita, Lola, la de Jacques, que me mira y se muere poco a poco. Y tú, transfiguras nuestras pobres vidas en sueños de niño que mira los faroles de la calle taciturna y estás repleto de voluntades de absoluto, tan falsas como cualquier filosofía y también así de verdaderas. Estás en busca de metáforas nuevas para representar tu propia vida, como hace todo lo vivo. ¿Será que triunfas? ¿Tal vez por encima de la vida misma? Pero yo tengo una gata blanca que va a morirse. Ella no me toca, no es nada para mí, pero me mira como tú me miras y a ella ya se le han agotado los tropos. Pero he tejido esta invisible armadura -más dura que cualquier metal- que se llama soledad. La he tejido como a una antigua fortaleza de agua y de sal, maestría del dolor que al desaparecer yo como una lluvia, ya no es ningún dolor. Y es que, como concluimos una vez, el dolor es la maestría de lo cotidiano, y la soledad la maestría de ese dolor. Ahora, jadear por un instante, perder la voz y sentir el aliento sureño de tus movimientos y el hálito frío de no ser nada; y tener la facultad casi divina de admirar callada la poesía de tu silencio. Y ese olor dulce a libro viejo y ese placer raro e inacabable de no saber qué danzas ni qué estaciones iluminarán las palabras. Noches de whisky y de ausencias de todo y marchitez de la vacuidad de esas noches, noches que hubiesen querido ser días, días gastados en absolutamente nada. Noches en las que fui y ya no soy, noches en las que fuiste y ya no eres. Pero noches también en las que fuimos y aún somos, eso sí. Eso sí. Una metáfora gastada. [...]

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