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Acababa de dejar caer sus setenta y tres kilos de peso sobre la cama limpia y recién tendida que se había preparado para él; acababa de encender un cigarrillo y miraba al techo, y las formas de las manchas que el humo había dejado en el techo le parecían paisajes, animales, plantas, personas… acababa de colgar el teléfono, después de una llamada que le informaba que estaba despedido, que podía pasar por el cheque de su liquidación dentro de la siguiente semana, acababa de tomar tres vasos de whiskey cuando lo pensó: «no me arrepiento».
El cigarro y la botella se consumieron. Llamó a la recepción y pidió un masaje especial, una prostituta joven «la más joven que tengan», pero reconsideró: «pensándolo mejor, preferiría que vinieran dos». Fueron ellas y fueron botellas de vino y champagne, y más whiskey para él y más cigarros para todos, y coca. Él sentado en la cama, contemplándolas embriagarse y divertirse para divertirlo. Eso tenían que hacer, una vestida con una burka, la otra, desnuda completamente; luego, las dos desnudas; luego, las dos con burkas; luego, la otra y la una. Quería escucharlas platicar «como lo hacen con sus amigas, como cuando no importa lo que piense quien las escucha». Las niñas no eran muy brillantes ni tampoco tenían el carácter de las putas de la calle, forjado en la batalla contra las criaturas y las substancias de las noches de la ciudad. Hablaban de sexo, música cursi, zapatos, ropa y chismes; nada extraordinario, salvo que estaban bajo su tutela, estaban sometidas a sus caprichos: eran personas plenamente vivas, plenamente de frente y, sin embargo la experiencia era más bien estética y la ética se perdía en la superioridad monetaria que lo autorizaba a saber que eran personas pero considerarlas como si no lo fueran. Escuchar lo que decían era simplemente hipnótico, pero su actuación estaba como de fondo, como el ruido que se necesita para que los pensamientos tengan la fuerza suficiente en su concepción para no perderse.
Las miraba y se excitaba a ratos, mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, uno de ellos recurrente «no me arrepiento». Y las niñas decían y desdecían, y él miraba en medio de sus piernas y la perfección casi plástica de su piel y su boca con ese labial rosado, brillante, casi húmedo. Y, de repente, la risa, el furor, el llanto irracional y que venga más alcohol y que no dejen de platicar y de jugar, y que se cojan si quieren. Después pidió que fueran con él y tuvo sexo con ellas, con las dos, de todas las formas que se le ocurrió hasta que no pudo más y se durmió.
Al día siguiente, desnudo todavía, escuchaba lo que había pasado la noche anterior en su cabeza con nitidez, escenas enteras se repetían ni saber por qué, sin recordar exactamente lo que había ocurrido, pero escuchándolo. Tenía hambre, mucha; se sentía sucio: pequeñas punzadas recorrían esporádicamente todo su cuerpo. Se bañó, se vistió y se fue a la calle. Diez kilómetros y una llave perdida lo separaban de su casa; tal vez no había reparado en ello, pero se dirigía hacia allá caminando. Recordaba también, como un instantáneo parpadeo, la cara de una de las prostitutas llena de ternura y de estupidez, tenía tantas ganas de volver a ella, a ese momento esfumándose en la nada de una memoria débil. Decidió entrar a un café y se sentó en un gabinete porque no le gusta que lo molesten.
—¿En qué le puedo servir?
—Quiero un café americano.
—¿Desea algo más, señor?
—No.
Se desparramó. Recordó de pronto que estaba despedido, que había perdido su coche, que no le quedaba nada hacia adelante. Todo volvió de repente, encendió un cigarro, dejó un billete de cincuenta pesos en la mesa y salió de la cafetería si consumir nada. Por horas caminó y esquivó autos y recordó los momentos de prepotencia que había pasado sobre su camioneta, recorrió banquetas agrietadas… y ese olor a drenaje que está por todos lados en la ciudad. Ahora, como nunca antes, sentía empatía: hacia los perros callejeros, con los abandonados, más que con los que nacieron en ella; buscando alimento en los desperdicios de otros, reclamando supervivencia de lo que a los demás no les importa. Caminaba más y pensaba «desde ayer, desde siempre, perdido por ellos. Gracias a ellos. Nunca los he mandado, siempre he sido lo que ellos quieren. No sé quién soy yo; no sé si soy realmente»; verdaderamente que esa criatura pequeña, que ya arrastraba sus pasos en los laberintos inmensurables de una urbe que trasciende por mucho a sus habitantes, ingobernable; esa criatura que andaba con una dirección, pero sin un rumbo parecía más vaporosa que sólida, más fugaz que permanente.
Llegó a su casa y se enfrentó con el alto muro y con el alambre electrificado que mandó poner para su protección. Sin su llave, sin el control remoto, sin servidumbre dentro. Afuera de su casa, solo, destrozado, hambriento, acalorado, irritado… Se sentó en la banqueta y se quedó viendo una fila de hormigas.
Antier hubo una fiesta de aniversario en su oficina, él se quedó hasta tarde; todos bebieron, menos él, que nunca acostumbró hacerlo. Cuando ya casi no había nadie, se encontró a la esposa de su jefe; había llegado y visto a su esposo coqueteando sin recato con varias de las secretarias, sin importarle su presencia. Después de unas copas, se puso necia; su esposo, ya muy ebrio, la golpeó y la dejó lamentándose sola. Cuando la encontró, henchida de rabia, de celos, de vergüenza y de impotencia, se le insinuó, él no quería al principio; ella se subió el vestido y él no pudo contenerse al ver sus piernas y su rostro suplicante, lo hizo más por lástima, por compasión (eso es lo que siempre pensó), lo hizo porque no pudo soportar sus súplicas, sus promesas, sus caricias…
Ayer, sin que realmente hubiera un sincero remordimiento, le habló a su jefe y le dijo lo que había pasado, aunque sin detalles: «es lo correcto y no me arrepiento».
Se supone que un cuchillo sirve para eso: para deslizarse suavemente y conseguir fragmentar lo que estando unido nos era inútil o estorboso. Se supone que la carne de un animal recién muerto puede alimentarnos sin remordimientos. Hay quien dice que alimentarse de animales tales como perros u hombres no está bien, que no se debe destruir el alma de un ente para satisfacer una necesidad que sólo en casos extremos puede ser fatal, que eso es imperdonable y que la imagen de la expresión de ellos jamás nos abandonará si lo hacemos, que se pasará uno pensando y pensando en lo que pudo haber sido y no es, que incluso se siente nostalgia del dolor que le estamos evitando, de la sarna y de la rabia que no lo carcomen, de los delitos que no cometió el que ahora es muerto… Yo no lo sé, quisiera pensar que me interesa, pero no es así. Porque, ¿qué sentido tiene encontrarse todos los días sentado en el mismo asqueroso lugar, haciendo siempre lo mismo? Y repito: la cultura es el mayor de los males de que se tiene noticia; pobres los animales domésticos, que se hallan un poco contagiados.
De todas las maneras en las que se suele presentar un hombre ante otro, hay muy pocas que sean tan desagradables como para provocar una ira tal que el otro acabe por matarle. Eso, en México, parece no ser tan presente como lo era en el porfiriato y antes, y aún más antes. No, por lo menos, con el contraste con el que durante la primera mitad del siglo pasado se enfrentaba la ausencia de respeto por la vida y la muerte propias —y, por lo tanto, ajenas— contra una pretendida inserción en el concierto de las civilizaciones europeas, los derechos humanos y otras cosas realizables sólo en países colonialistas, en los que se pueden saludar los unos a los otros gracias a que en otro lado hay quienes no soportan el peso de la inutilidad de su trabajo o su no trabajo, de su hacer o no hacer, de su vivir o su no vivir. El México rural siempre ha estado encantado, siempre ha conservado la memoria de los tiempos peores, porque ahí siempre son peores; y la ciudad de México que se vio invadida por hordas de los parias que alimentaban las veredas y caminos monteses y que se convirtieron en parias urbanos, vagos, carteristas, violadores, representantes del salvajismo de la gran urbe, los que mueren en cualquier cantina y matan ante cualquier desplante. Fue con luchadores y tianguistas de La Merced que se conformó el batallón Olimpia (1968) que luego fue los Halcones (1971). Hoy, a buen seguro, no es difícil encontrar quien mate por unos pocos pesos; los indígenas que asesinaron materialmente a los integrantes de Las Abejas en Acteal (1997) al parecer lo hacían por quinientos pesos y algo de droga. Muy poco, migajas: no saben al poder que están sirviendo. No hay, ni ha habido desde poco después de 1521 una noción de bien común, ni objetivos comunes; para muchos ni siquiera hay noción de bien particular: los mismos siempre, sin trabajar ganan; y los mismos siempre, trabajando pierden. Y la estupidez general de la humanidad facilita las cosas… Pero los mexicanos no me interesan, aunque ahora resurgen la vida y la muerte fáciles, gracias a la honda pobreza, a la gran humillación, al incansable rencor y al poder del narcotráfico: colgar cadáveres como escarnio, como hace miles de años, siempre la misma lección.
Caminar por las calles y estar pendiente de cada ruido, estar esperando el momento para lanzarte contra la amenaza, pasearse con la tensión perpetua comiéndote y con muy pocas fuerzas para seguir, ¿por qué seguir? Yo no sé… si solamente pudiera matarlos a todos, a todos. A ellos y a los otros, a los que se pasean en sus mustangs y que levantan murallas para que sus creaturas no los alcancen: son la misma basura oportunista y carroñera, son la misma mierda con diferente olor, o con el mismo, pero disfrazado. Todo es igual, todo se mueve igual, por sí mismo y nos usa como instrumentos viles y fácilmente reemplazables. Ni modo, así es la cosa.
Ayer yo no quería, o no estoy seguro, pero en esa calle sin alumbrado lo vi: un tipo cualquiera, con un traje fino, con unos zapatos llenos de lodo, con estrujando a una jovencita, con su sonrisa de simio brabucón, con el insulto en la boca y con un orgullo indecible —por inexplicable— a flor de piel, dispuesto a ser defendido ante cualquier amenaza. Ella no quería, pero él la forzaba; era, al parecer, la sirviente de su casa. A mí nadie me llamó a intervenir, ni siquiera ahora me explico cómo fue, sólo recuerdo que cada paso que daba para alejarme de ahí me dolía indeciblemente, tuve que regresar, tuve que decirle que la dejara. Él me miró, con una erección ridícula y los pantalones a medio bajar, con los ojos enardecidos: «lárgate pinche naco de mierda». Yo sólo lo veía y no me moví; él quiso continuar, pero súbitamente volteo: «¿Por qué no te vas a la chingada pendejo muerto de hambre?, ¿quieres varo?» Sacó un billete de cincuenta sin atreverse a dármelo, más porque pensaba que era mucho para mí que porque dudara en hacerlo. Al final no lo hizo. «¿Quieres a la vieja? ¡Es mía puto, MÍA!». La chica estaba ahí, con la blusa desgarrada, sin moverse; al parecer había salido de la casa huyendo y él la había alcanzado aquí, pero ahora ya no quería huir, esperaba. Yo me limitaba a mirar y él perdió la paciencia, ya no se aguantaba y sólo mi presencia le impedía saciarse de la inmundicia que es. Se me echó encima sin medir las consecuencias; si no lo hubiera hecho yo no me hubiera atrevido a atacarlo, en realidad, hasta ese momento sólo quería largarme de ahí, pero ya no podía, no sin la vergüenza del ridículo, y eso sí no lo soporto. Con facilidad introduje mi cuchillo en su abdomen y me aparté rápidamente, tal vez sin darse cuenta de lo que había pasado se abalanzó otra vez y ahora le corté el brazo. No fue sino hasta que vio la sangre que comenzó a sentir dolor y se tiró al piso lanzando maldiciones. La chica sólo atinaba a chillar hasta que súbitamente se fue sobre de él y le preguntaba si estaba bien y decía de su hijo y de que necesitaba el trabajo y de que no podría volver por él y de que iría a la cárcel. Me propuso que lo lleváramos al hospital y que podíamos decir que fue un asalto; yo, por única respuesta, deslice el cuchillo por el cuello del tipejo aquél y luego se lo clavé en los ojos. Ella chilló más y decía que su hijo estaba en la casa, que no sabía a dónde ir, ni qué hacer y que yo tenía la culpa. Y por un momento sentí culpa. Voltee a verla: su ropa vieja y descolorida, su blusa desgarrada, su cabello despeinado, su cara tierna, deformada por el dolor y por el miedo; de rodillas, chillando como cerdo, sujetando la cabeza de un cadáver sin saber qué hacer. Y yo, que sólo quería salir de ahí, encaminé mis pasos, pero nuevamente me dolían; voltee: me miraba, expectante y suspiraba con la cara enjugada de lágrimas. Me devolví, la alcance, la tomé del brazo y la levanté, la miré de frente, miré sus ojos grandes, enrojecidos y cristalinos… y sus pujidos. Lo más rápido y fuertemente que pude, la degollé también.
Yo creo que es un gran pecado que haya carne muerta y fresca y que se desperdicie de manera cobarde. Por lo menos podré comer cuatro días, pero sobrará mucha que se echará a perder; estoy sondeando a las personas que conozco, pero no parece fácil que la acepten. No quieren, dicen, que la imagen de los muertitos vaya con ellos. A mí me acompaña en las noches, a veces, el rostro del niño de la muchacha. Pero qué va, si la cosa es así…
Cuando cierro los ojos y me encuentro con eso yo sé que es real y que está ahí, yo sé que lo que miro cuando no miro nada más es lo más visible de todo. No espero que lo entiendan los que no lo viven, pero presiento que todos lo hacen, presiento que en el fin de los tiempos de esta condenada raza de malditos eso estará encontrando mejor lugar de inoculación, de envenenamiento, de enfermizo arraigamiento, de putrefacción y de satisfacción.
No he podido evitar que la mirada suya llegara a alcanzarme y he tenido, entonces, que pasearme por ahí en su compañía. No es que su cuerpo gordo y tres veces mayor que el mío me moleste tanto —es decir, sí, pero no tanto—, no es que la casi estridencia de su respirar me parezca enfermiza, o asustada y pusilánime —es decir, sí, pero no tanto—, no es que el movimiento ondulado y lento de su maldita grasa me haga querer atravesarlo con una barra metálica —es decir, sí, pero no tanto—: es que no quiero que se entere de mi odio, es que cuando lo veo y me da asco me siento sucio, enfermo, ¿cómo es posible que sienta asco por algo así? Es absurdo… insignificancia… eso es, pero eso no siento. La mañana de hoy no he podido evitar que me mirara y que se me acercara y que me pidiera que lo acompañara a dónde su madre estaba vendiendo quesadillas, en un pasaje infame a la salida del metro: quería dinero; cien pesos para embriagarse con destilado de caña… yo le hubiera dado quinientos por alejarse de mí, yo le hubiera partido el cuerpo en dos, en cuatro, en ocho para que se largara, pero lo acompañe, porque lo que hubiera sido no es lo que soy. Su madre es igual que él, quizá si fueran de la misma edad no habría manera de distinguirlos, como no fuera ese par de chiches caídas y arrugadas que se asomaban por un escote que su vestido viejo y percudido no podía evitar y que de lejos se mimetizaban con su panza, todo debajo de por lo menos cuatro prendas que inexplicablemente custodiaban la piel de la señora de la mirada de los choferes de peceras y de los vagabundos otro tanto infames. Antes de irnos de ahí alcancé a ver una mancha de semen sobre su vestido y que uno de los pepenadores que ya a esa hora comienzan a deambular por las ruinas de lo que en el día fue un tianguis arruinado se acercaba y permanecía detrás de ella. ¿Qué pasará luego?: Los dos se irán a la parte menos iluminada, ella se levantará su vestido y él, perdido en la locura incontenible del calor y del escape de la muerte se le echará encima como un perro, y comenzará a rugir como un perro, mientras ella no sentirá nada y de vez en cuando pujirá, mientras el indigente la jalará de las orejas y le azotará la cabeza contra las bolsas de basura que habrán tomado como lecho y ella comienza a llorar, sin saber por qué; y él la insultará con tanto odio en su voz que ella le parecerá que de nuevo vive y él le morderá la nuca hasta hacerla sangrar y le escupirá en la cara y seguirá esperando que ella empiece a gemir y a gritar, pero sus únicos gritos y jemidos serán de dolor; y luego él terminará con un grito ahogado y se irá a mear al poste más cercano, mientras ella permanecerá como inherte sobre la basura y él se alejará sin pronunciar palabra… sí, eso seguramente…
Pero, ¿por qué sigo con él?, ¿por qué tuvo que verme esta mañana? En este lugar, afuera de su casa, donde aún esperamos a su madre y donde los dos estamos ebrios y él habla de que alguna vez estuvo a punto de agarrar una puta para que se la mamara, pero que se dio cuenta de que no llevaba dinero cuando se estaba bajando los pantalones y me cuenta también de la vez en la que él y uno de sus amigos se encontraron con esa chica borracha en el callejón, y dice que le hicieron de todo, pero que se desmayó antes de la mamada y habla de cuánto añora su mamada y de las veces que la ha perdido y de que no es posible, que todos sus cuates ya y que la chingada. Y a mí que más sus tonterías; yo, con mis ganas de partirlo en dos y con la maldita calle vacía mirándome… se queda dormido hablando de un video que tenía en su celular, y de que hay que ir por más alcohol y yo veo que es mi oportunidad y me levanto y me encamino hacia la avenida para buscar un taxi que me saque de aquí, de este maldito lugar, tendría que irme de la ciudad… o no, sólo nunca más aparecerme por el rumbo… ¿por qué tenía que verme en el mañana? Bueno, yo también estoy ebrio, no podría decirse que de lo que hice soy completamente responsable y eso me entristece, pero cuando menos hecho está. A ver qué taxi anda por aquí a estas horas, a ver cuál no se fija en la sangre de mi ropa, a ver si nadie sale ahorita y encuentra el cadáver del maldito ese…
- A veces pienso que la única cosa que nos mantiene juntos es la música. No puedo concebir lo nuestro de otra manera, no encuentro mejor explicación que esa. El gusto por la ópera, por ejemplo. Y nada más.
- ¿Nada más eso?
-Pues así me parece a veces, y de hecho muy a menudo. Si te fijas bien, allí quedan resumidos todos nuestros sentimientos y todos nuestros intereses mutuos: en la ópera. Ponte a pensar en eso.
- Eres un exagerado. Me niego a aceptar que sólo sea eso.
- No, pues yo también me niego a creerlo, pero parece que así es ¿Qué? ¿Te parece poca cosa lo que te acabo de decir?
- No, no me lo parece. Nada más que no puedo aceptar que todo lo que sentimos y lo que somos juntos termine representado sólo por nuestras preferencias musicales. Es absurdo.
- Es que no comprendes la magnitud del problema, la profundidad del asunto.
- Puede ser… aunque lo dudo.
- Ven acá. Dame un beso.
Así comenzó la noche de ese día. La música permanecía en su reproducción fugándose por las bocinas, llenando el apartamento de resonancias soberbias, de resoplidos y cuerdazos simétricos, grandilocuentes; de esas modulaciones de voz que atraviesan la piel y penetran en la médula, como astillas clavadas en los dedos de un niño curioso jugando con un madero. Allí, recostados sobre el diván, sus cuerpos desnudos retozaban juguetonamente y sus ojos se clavaban de vez en cuando en el hipnótico péndulo del reloj viejo colgado sobre la pared, regalo del abuelo. Así permanecían un buen rato, como suspendidos sobre la habitación, hasta que aquel hechizo paralizante se rompía de manera súbita y volvían a las andadas un poco más enérgicos que antes.
- Te repito que con frecuencia me pregunto qué demonios es lo que nos mantiene juntos. No estoy jodiendo: lo digo con toda seriedad (Da una fumada a su cigarro, exhala el humo y deja el cilindro sobre el cenicero). Por ejemplo, a ti te encanta pasear por el parque en las mañanas, junto al quiosco ése; correr como gacelita espantada, con paso jogging y tus Adidas, con tus mallas ajustadas y tu sudadera azul zafiro. Y yo aborrezco las caminatas. Tú lo sabes bien.
- No tienes qué recordármelo.
- Te ves muy bien de mallas, no lo puedo negar. Tienes muy bonitas piernas, atléticas, bien formadas… exquisitas, casi diría. Pero no es mi estilo. No es mi estilo ése, el del sporty way of life. Y en cambio, el tuyo sí. Ya me han señalado varios esa cuestión, que dicen que no creen que estemos juntos. Y de repente a mi también me extraña eso. Me cuesta trabajo.
- Déjalos que digan.
- Sí, sí, claro… que digan. Pero no es nada más eso. Una de mis fascinaciones, por ejemplo, es el vino, el alcohol, la bebida: soy vasallo de Dionisos dirían por allí, jajaja… En cambio, tú eres abstemia, y te duermes por lo regular a las diez de la noche, casi en punto. Yo soy un vampiro, no me duermo antes de las tres de la mañana, todos los días… y si hay fiesta, empeoran las cosas ¿No te parece extraño todo este embrollo?
- Así fui educada. Así crecimos, no es la gran cosa. Déjame ya de joder.
- Es que no es joder. Es en serio. Piénsale. Odio la vida familiar, y tú la buscas como un jodido tesoro: eres una niña mimada, de eso no hay duda. Está bien, no te estoy criticando en lo absoluto, pero en serio, piénsale. Te gustan mucho los gatos, y a mi me provocan alergia. Ese fue un problema al venirnos acá, ¿recuerdas?
- Sí.
- ¿Ves? Me encantan tus senos, míralos, tan tiernos y suaves (Un tierno beso se posa en cada aureola)… y tú en cambio no paras de quejarte de ellos, e incluso piensas en operártelos.
- Les falta “esfericidad”. No es el tamaño. Ya te lo he explicado.
- Lo que sea. Incluso en lo más elemental. Por ejemplo, cuando te miro de frente, directo a los ojos, tú agachas la cabeza, bajas la mirada como tímida puberta. En cambio, en muy raras ocasiones, cuando te sorprendo mirándome a los míos, no dejo de sostenerte la mirada, como queriéndolos absorberte, tragarte como un hoyo negro a través de mis cuencas. Y Luego tú vuelves a agachar la cabeza.
- ¿Y eso qué? Eso no significa nada. Tienes la mirada pesada. Eso es todo.
- Tú crees que no significa nada. Pero yo no lo creo. No es así de fácil.
- Piensas demasiado… y a lo estúpido. Ven, abrázame.
Una pierna entrelazada sobre otra, de diferente textura, una más morena que otra, una más bella y más sólida que otra, apretujándose, estrangulándose placenteramente como dos ofidios deslizándose hacia la copa de los árboles desde la base del tronco. Un brazo fuerte, ancho, y luego el otro, cercando suavemente una estrecha cintura, la cual sirve de base a unas pródigas caderas, amalgama de hueso y músculo finamente esculpida, digna de ser exhibida. Así permanecieron las cosas… veinticinco, quizás treinta minutos. Todo en calma, sin perturbaciones, todo bajo la cálida sábana del etéreo silencio que brinda la compañía del sexo opuesto, aquel momento en el que todo está en su lugar correcto, en el que nada falta ni nada sobra, en que se respira mejor el aire y en el que el hambre y el sueño escapan corriendo por la puerta, huyendo de su miseria, como cegados por una fulgurante luz que los impacta de lleno. Un mosquito impertinente se posa de pronto sobre la nariz de alguien, y ese alguien abre la boca de nuevo, moviéndola repetidas veces junto con su lengua de manera súbita.
- Es que en serio me resulta increíble nuestra situación. No tenemos casi nada en común ¿Te das cuenta? ¡Casi nada! Por eso llegué a la conclusión de que lo único que nos mantiene unidos es la música, lo que sentimos y traemos a cuenta con ella, gracias a su influjo. Porque… ¿si no, qué es?
- ¿Quieres dejar ya eso? Empiezo a ponerme incómoda. Sólo déjalo y ya.
- Sí, sí, de acuerdo… sólo… recuerda… recuerda por ejemplo, el día en que te conocí. Los amigos con los que venías no eran precisamente del tipo de…
- ¡Que te calles ya, con un carajo! ¡Cállate ya! ¡Ya!
Sus miradas se intercambiaron, una llena de desprecio hacia la otra, emulando así el fin de los tiempos, un simulacro del ocaso de un fragmento breve de felicidad que se había abierto paso hasta hace poco, expandiéndose gradualmente hasta tocar todos los rincones del cuarto que habitaban. Allí pudo haber terminado todo: la frágil cuerda pudo haberse tensado de más y romperse para siempre, de una vez por todas, como otras cien mil cuerdas se rompen, una y otra vez, todos los días. Pero no se rompió. Permaneció allí, tensa, a punto de romperse, pero acoplada en su tensión, increíblemente sostenida, como por manos de ángeles o de algún agente externo e invisible que impedía cualquier tipo de catástrofe, cualquier tipo de disolución.
Sólo después de tres horas pudo dejar de ver ese rincón, de recordar los tiempos en que los sabores de las golosinas eran mejores, porque no estaban hechos con basura. Una alacena pequeñita, con pocos trastes; conservas de coacuyul con una consistencia que no se compara con las falsas baratijas que ahora se ofrecen en las afueras de las escuelas… pero eso ya no importa demasiado. Con una acción maquinal enroscó la bufanda en su cuello, y caminó de nuevo, mirando hacia el suelo, contando sus pisadas y observando con atención cada pedazo de banqueta que era cubierto por sus pies, a cada rato. Alzó la vista y apareció una ciudad desquiciada como nunca antes. Caminó más rápido, quería alejarse tan solo, y esconderse en su madriguera, en su refugio contra las hostilidades de lo externo, que son muchas, y últimamente más que antes.
Llegó a un edificio viejo, con más años de construcción de los que él tenía de nacido. Sacó de su bolsillo un llavero, e introdujo la más grande en la puerta, subió cinco pisos y abrió una puerta con el número 404 inscrito en ella. Mismas sillas, misma estufa, mismo catre. Todo como lo esperaba. Aposentó su pesado cuerpo en una silla, junto a una mesa pequeña y cuadrada, llena de legajos sueltos y libros sin separador, y separadores sin libros, una taza de café ya sin café, un par de platos sucios y una botella de vino barato, la cual tomó entre sus manos y examinó detenidamente: «vino barato». Llenó la taza de café, aún con residuos, y la empinó en su boca, y sintió un sabor amargo, que todavía no era vinagre. Pero entonces recuperó la facultad de pensamiento. Sí, podía saberlo con claridad, aquello que se paseaba por su cabeza no eran recuerdos, sino pensamientos auténticos y todos ellos nuevos. Su mano apretaba la botella más fuerte. «Me gusta pensar, pero sólo cuando soy estúpido». Después de dos tazas más la botella quedó vacía, así que se acercó a la pared, donde había algunos huacales encimados y, dentro de ellos, algunos trastes, garrafoncitos de agua y de mezcal, sobres de café, de té, cucharas, cuchillos y una hielera de unicel con carne pudriéndose en su interior. Tomó una garrafa de mezcal y volvió a la mesa. Hasta que vio la hielera no se había dado cuenta de que el olor a podredumbre estaba por todos lados, dentro del cuartucho, fuera del cuartucho; en las calles era igual, pero los demás parecían no notarlo. Al final, unos cuantos gases evaporándose desde lo que una vez había estado lleno de la calidez de la sangre y de la movilidad de una monotonía determinada innatamente, antes de la humanidad y no por los humanos.
Después del primer trago de mezcal se sintió listo y entonces recordó ese día. Pantalón negro, chamarra café obscuro, camisa azul marino. Un oleaje que una persona que pasaba a su lado en aquel día había calificado de “brutal”, con total disgusto de su parte; viento, mucho viento. Pero todos estos detalles siempre los había recordado, lo que buscaba era pensarlos, hacer algo con ellos, estudiarlos, entenderlos… nada que pudiera hacer sin la ayuda de una consciencia alterada, sin alterarse él.
Caminando con la insistente necesidad de tomarla de la mano, y preguntándose «¿por qué?»; y quizás, en el fondo, es esa la única pregunta que existe «¿por qué?». Finalmente, nada es un milagro, todo se reduce a otra cosa, aunque no lo entendamos así. «¿Por qué siento eso, por qué no puedo dejarlo? Es una mano, ¿y qué? Manos yo tengo, cada uno tiene, son muchas, son demasiadas». Pero la necesidad no lo abandonaba, y lo apremiaba cada vez más, sus zapatos se volvieron más pesados. «¿Por qué no puedo hacerlo? ¿Por qué tengo que respetarla y respetar sus gustos? ¿Por qué no puedo entregarme al infantilismo que nunca he abandonado y que me destruye? Mi destrucción como persona, mi construcción como yo… pero no, no puedo porque yo, solo, no valgo nada». Ahora sí, ahora que lo recordaba: «solo, no valgo nada». ¿Cuánto tiempo realmente pasó? No, claro que no se refería a la valía superficial que la gente entiende, se refería a la valía que sólo unos pocos pueden conocer y que carece de valor consensual y, para la vida en este mundo, no vale nada; y, ¿cómo permanecer en un valor que se funda y se agota en uno mismo? Pero tal vez ella lo comprendiera, ¿cómo saberlo? Es esa una pregunta que no puede ser formulada. «¿Qué es lo que vale?», no podría entender lo que quisiera saber de ella. Tal vez formulada de otra manera, tal vez, «¿por qué no te gusta que te tomen de la mano?» o «¿Por qué no quieres sentir el calor de mi cuerpo?» o «¿Por qué cuando estamos juntos siempre cierras los ojos?, ¿por qué cuando caminamos siempre miras tus pies?, ¿por qué no puedo entender lo que dices?, ¿por qué no puedo quedarme dentro de ti para siempre, por que no me devoras en la inversión de un parto?, ¿por qué no puedo meter mi mano en tu pecho y arrancarte el corazón, y hacerlo parte mi cuerpo cuando todavía está tibio?» Sí, tal vez cualquiera de esas habría resultado mejor; mejor que quedarse callado con una ardorcito quemante en el pecho con la boca del estómago desecha en un limbo sensorial de lo más molesto. De cualquier forma, lo que él sí sabía era su respuesta: porque así es. Esa fue siempre la respuesta en los hechos, y siempre lo será.
Sirvió su segunda taza de mezcal y reconoció en esa una causa perdida. No importa qué, no importa cómo, pero ella nunca iba a comprender la forma en que la quería; nunca, porque así no quieren las mujeres; nunca, porque ella nunca necesitó de veras; nunca, porque no podía comprehender a las personas como personas, sino como agentes, como algo que se hace, que no es; que se manifiestan, que no existe; que hace, que no dice; que mira, que no desea; que llora, que no sufre; que camina por los malecones mirando a los barcos que son agitados a mereced del mar —todavía—azul, no que se desgarra tratando de comprender la lógica de una relación que tiene su fundamento en el más arcano de los deseos y la forma en que ella comprende lo mismo y la causa de que para poder quererlo como él quiere que ella lo quiera tiene que destruirse primero la cause de que él la quiera como la quiere… O, por lo menos eso es lo que él supone.
Toma otro trago y ahora trata de averiguar, de conocer o de suponer la diferencia entre el amor (el verdadero amor) y el deseo (el verdadero deseo) del otro… o entre al amor vulgar y el deseo vulgar del otro. La diferencia entre recargar la cabeza en su regazo y sonreír sin poder evitarlo, sin siquiera pensar en eso, y el sentir sus piernas alrededor de sus caderas, empujando. La diferencia entre decirle “te amo” y la respiración entrecortada y jadeante en su oído.
Mientras, el olor fétido que viene del exterior se ha vuelto más intenso que el que viene de la hielera, y los automovilistas gritan y hacen ruidos sin el concurso de la inteligencia y sin poder advertir que sus vidas pasan, desfilan en una serie de desperdicios que no pueden percibir
[…]