Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más tersas, las más exquisitas. El solo hecho de recordarme allí, efervescente y salvaje junto a su desnudez, muslo contra muslo, aislado de los ruidos de la noche por paredes tan gruesas como montañas, oculto y alejado del vulgar barullo de las calles, situado a lado de aquel par de columnas de marfil esculpidas a la perfección y bañadas a su vez por la luz roja, me estremece por completo. La evocación de semejante escena me hace temblar, no tanto de indignación en contra de mí mismo y de mis débiles principios como de febril delirio, de cruel excitación.
Eros o el problema de la vivencia originaria
27 de enero de 2011
Sombra roja de noche
Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más tersas, las más exquisitas. El solo hecho de recordarme allí, efervescente y salvaje junto a su desnudez, muslo contra muslo, aislado de los ruidos de la noche por paredes tan gruesas como montañas, oculto y alejado del vulgar barullo de las calles, situado a lado de aquel par de columnas de marfil esculpidas a la perfección y bañadas a su vez por la luz roja, me estremece por completo. La evocación de semejante escena me hace temblar, no tanto de indignación en contra de mí mismo y de mis débiles principios como de febril delirio, de cruel excitación.
18 de noviembre de 2010
¿Quién ha visto el rostro de Eros? (ALEGORÍA)
¿Quién ha visto el rostro de Eros, de frente y sin miramientos, a través de todos los velos que sostiene nuestra historia? ¿Acaso tú, fiel amigo? ¿Sí? Dime entonces: ¿es hermoso? ¿Es terrible? ¿Es blanco y terso como lo describen los cantos que le alaban, o por el contrario, negro y averrugado como los de aquellos que le injurian? ¿Tiene los cabellos lacios o rizados, obscuros o bermejos? ¿Cómo es su boca: carnosa, o más bien delgada? ¿Sus ojos reflejan la esencia del mundo, o sólo nuestra propia endeblez, como todos los demás espejos? ¿Cómo es su nariz, su frente, su barbilla? ¿Es hombre o mujer, los dos o ninguno? ¿Has probado sus besos, o sus flechas? Deseo saber esto, más que ninguna otra cosa.
25 de septiembre de 2010
Canción popular
En el dedo se mece una rosa,
y la espina se queda en la piel.
Por el valle cabalga un rocín
con pelaje de nieve y de miel.
Viento, viento, ¿a dónde te llevas
las ramitas del diente de león?
¿Dónde puedo salvar mi inocencia
de tus manos, oh, mi corazón?
Suena un vals en las hojas caídas
y un romance en la tierra mojada.
Se oye un trino clarear a lo lejos
junto al río y a su agua, helada.
La voz llama a las cuatro estaciones
entonando sus nombres, gustosa:
Nadia, Esther, Esperanza e Inés.
La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.
En los montes se tejen las nubes
y en las rocas se yergue la flor,
florecilla de mil y un secretos
firme y bella, de suave color.
La muchacha recoje naranjas
con sus dos bellas manos, sin par.
Esa ninfa tan pura, tan limpia
que aún no sabe lo que es el amar.
¡Cuánta dicha en el suave murmullo
de las olas que rompen las costas!
En las sábanas blancas, tendidas,
las arrugas se marcan, angostas.
¡Sopla, viento, con todas tus fuerzas!:
que te escuche la anciana en su lecho
y la niña que juega en el huerto.
La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.
Ya la araña se esconde en sus hilos
y atrás de la leña, el ratón.
Ya se escucha acercarse a la noche
y al búho entonar su canción.
De pequeño miraba las cosas
a través del cristal de mi cuarto.
La ventana, cubierta de vaho.
El calor que se escapa de un salto.
Hambre tengo del pan de los hombres,
de la piel, ese fruto prohibido.
Es la carne que nunca se sacia,
el manjar que se ofrece podrido.
¡Ay, qué lindos se ven tus caireles!
¡Ay, qué hermosas tus amplias enaguas!
¡Baila, nena, al son de estas notas!
La-la-lai,
la-la-lai,
la-la-lai.
5 de septiembre de 2010
Maculada inconcepción
Sentada en el pasto, sobre esa manta que solía cargar con cuadros rojos y blancos, con esa ropa que en su decencia invita más cada vez al deseo y los zapatos que rodean exactamente sus pies, sin que ni un espacio sobre dentro de ellos. Martes, día soleado; ella, colorida toda. Medio día y los placeres de la imaginación no podrían estar más sagaces ante la centelleante viveza de las telas que rodean la apacible ingenuidad —dichosa de gracia y de coquetería— en la que el revuelo del viento y la astucia inmoral de los insectos claman por alcanzar aquello que por Dios mismo es temido, aquello que en su fragilidad suspende el ánimo de cuanto la rodea, en la desesperancia de su fin y en la dicha del ver la armonía primorosa destruida tan solo en un instante, en que se alertará de lo del mundo, en el que el santuario sagrado de su ser se verá colmado del crimen de recibir la noticia del otro que la mira y de la sensación del pasto que la irrita y del peso ligero, pero insoportable, del estambre del suéter con que viste hoy y siempre.
En la tarde, en su casa. Con sus hermanos y sus padres indolentes, insensibles ante su maravilla y ante todo lo que es digno de verse. Se encierra en su cuarto y recuerda el día: las pláticas fútiles, el silencio que carcome durante la siesta fingida, las ganas de reír que se contienen, las ganas de correr, de brincar, de morder que han de quedarse en ella para siempre, que ha de ser digeridas con el hambre y puestas al servicio de la salvaje impotencia y de los impulsos espontáneos y furiosos de hacerse daño y de asfixiar (algo, algo pequeño, algo que haga frente, que rete, que evite, que tiente, que suplique ser llevado a la picota…): el acto sencillo de volearse el dedo durante la clase, hasta que ya no se pueda, hasta que su frágil cuerpo sienta el desmayo próximo y el desperdicio solícito del tiempo (de toda la vida que es el tiempo).
Pero lejos de eso se encuentra ahora. Ahora, sólo puede concentrarse en este tiempo, en esta ventana, en la mirada de la terrosa calle, de los perros juguetones (que juegan ¡Juegan! a pesar del hambre de días y de la fría y húmeda noche que no les permite calma ni sueño: juegan por el sol, que se ha asomado y que les brinda, como a todos, su vida y su muerte)… Entonces, ella también juega, juega a acariciarse los cabellos, juega a desnudarse y a contemplar lo que en el espejo refleja algo de la sacralidad que todos miran, aunque directamente sólo acompaña —inerte y malicioso— la vida en la que ella se destaca. Juega a deslizar sus dedos en la suavidad pasmosa de su piel, a presionar un poco la firmeza admirada de su carne… y voltea en el espejo para sonreír, para decirse «sólo es un juego», para despreciar que su mente sepa y que sus dedos sientan lo que su pecho, sus piernas y su cara también.
Llega la noche y sus muslos están desesperados después del juego, sus caricias no bastan; su rabia tampoco, ¿qué se puede hacer? Las cosas son así. Debo decir que no hay momento en el que la tranquilidad se apodere de un cuerpo que digiere su rabia, porque la rabia que se encarna sólo puede conseguir pena y delirio de vivir. Agua fría, agua caliente. No se puede dormir, no se puede imaginar alguien digno de su desesperación, no se puede acabar la vida a los catorce años…
Todos duermen; ella respira la ausencia de cualquier cosa compartible. Todos se ríen; ella calla y sentencia el absurdo del disfrute, la destrucción inexorable del anhelo y de la poca felicidad a que se aspira. Todos se revuelcan, se mezclan y creen que comparten su alma superflua y sucia del mundo y creen que quieren compartirla; ella piensa, calla, siente y mira con dolor de la eternidad en su mirada. Tanta falsedad y tan pocos a quienes les importa, tantas ganas de hacerlos sonreír con una navaja, tantas ganas de acabar con ellos para siempre.
Búscalo, ahí está, es ése el vestido más bonito, más blanco, más ceñido y elegante. Báñate, límpiate, muérdete los labios, tiende la cama con las sábanas rosas, escribe «váyanse al demonio» «nada tengo más que hacer, nada necesitan de mí, nada yo de ustedes. Mejor suerte otra vez»… otra vez.
Y el charco de sangre inundó su cama, manchó su vestido, palideció su rostro, mientras el resto de la casa dormía plácidamente.
30 de agosto de 2010
Nabí
Dime, profeta, ¿qué es lo que vendrá mañana?
El barniz de la juventud se me cae a pedazos.
Predestinadas
estuvieron
Las flores, y el brillo religioso de tu pecho.
¿Quién es ése, El Demonio, contra el que luchas?
¿Cómo suenan tus ojos sin mí?
He nacido como fábula a partir de tu exhalación.
Me has dado a luz sin siquiera saberlo.
En tus rezos, profeta, resuena el eco de lo múltiple, la seda negra con hilos nácar de colores vivos que componen las microporciones de las que está hecho lo visible. Los pétalos más frescos y suaves del orbe, tirados al azar sobre tus palabras sagradas, describen y dibujan las anécdotas de un lirismo como pocos, un lirismo profético, a través del cual no me es posible mirar la frontera entre lo erótico y lo hierático. Cuando hablas, mi carne entera tiembla, tu roja boca penetra hasta mis huesos, y mi espíritu desfallece, exultante.
¿Es porque eres casto, es acaso esa la razón?
¿Qué tipo de pureza es la tuya,
profeta,
que consigues que ardan las cenizas?
Dulce vapor,
Veneno/Visión/Verdad,
único y genuino amante:
enséñame el camino empedrado hacia la aurora.
Toca las cuerdas de la cítara
y deja el diamante en suspenso
sobre el espejo de mi cráneo.
No hay indulto sin arrojo previo.
El ayuno de los cuerpos es un mágico crisol
por donde las cosas pasan y se transforman en violetas.
Tu enigma es mi esclavo
para el cual trabajo
y por el cual perezco.
17 de junio de 2010
Bêtise merveilleux
La niña abre los ojos.
Finalmente ha despertado.
Despeinada, hermosa, enciende la radio.
Comienza a mover sus pequeñas caderas al ritmo del sol.
Con este sonidito: tik-tak- tikititik-tak...
También canta, con su aguda, encantadora vocecilla.
10:37 am.
Nuestras melodías matinales se filtran por las cortinas de los demás cuartos.
Ella voltea y me dice: '¿verdad que no soy cursi?'
No.
Cuando se es feliz, nunca se es cursi, sino congruente.
Vamos por el desayuno.
Aprovecha la salida para recoger florecitas de jacaranda tiradas en el piso.
Con sus zapatitos rojo brillante, y sus labios carmín.
'¿Quién quieres ser hoy: mi novia, mi hermana o mi hija?', le pregunto.
Sólo sonríe, de manera deliciosa, y me abraza las piernas.
Bosteza.
Brinca de júbilo al ver el carrito de los helados.
'Dos de fresa con choco-chispas, por favor.'
Lame el hielo cremoso con suavidad, con una inocencia luminiscente.
Sus ojos: entrecerrados, entre dormidos y despiertos.
Inolvidables.
Las nubes cambian de posición mientras caminamos.
El césped cambia de tonalidades con el viento.
Las ventanas de los autos reflejan las cosas de manera chistosa.
Nuestros rostros parecen los de otras personas.
'¿Porqué no me abrazas?', me dice.
Y yo la abrazo.
Le doy un beso en la frente, cerca de la ceja.
'¡Globos, glo-bos, glooobooos!', alza la voz de pronto.
Le compro dos: uno en forma de corazón, y otro que parece un gatito.
¿Me siento estúpido? Sí, un poco.
De hecho bastante.
Mientras pienso, algo cálido se apodera de mi vientre.
Una sensación extraña, desconocida para mí.
Una cosquilla que dice: 'tira a la basura tus discursos, no te sirven de nada aquí.'
Una comezón que susurra: 'deja de forcejear, ¿no ves que soy la cumbre de la vida?'
Es que es demasiado bella, ella, la mujercita a mi lado.
¿O sólo soy yo el que lo nota?
También son demasiado bellas las orillas de los objetos, las esquinas y los techos.
Hay treinta y dos canciones desplegadas en mi cerebro.
Yo las canto todas al unísono, y ella sólo tararea una de ellas.
A través de sus suaves, humectados y brillosos labios de carmín.
Con ese alto cuello de adolescente y esas pestañas de ciervo.
Una cervatilla en la ciudad.
Eso es, justamente.
Brincando en cada remanso del río y restregando su delicado lomo en cada campo florido.
Y yo allí, viéndolo todo, como un verdadero idiota.
Pero no sólo viendo, desde lejos, como antes.
Siendo un verdadero idiota: la primera certeza que he experimentado alguna vez.
El mundo es idiota, ¡mira cuánto brilla!
¡Mira cómo me brillan las manos, y las de ella también!
¡Mira cómo se proyectan nuestras sombras sobre las aceras!
Percibo su perfume de pronto.
Esa fragancia que huele a canela, agridulce, tan particular, tan fresca.
Me estremezco de sólo recordarla.
'Te amo', le digo.
Qué vergüenza me da el escucharme.
Soy el idiota más grande del mundo.
Pero ella vuelve a sonreír, y el mundo despliega sus colores sobre mí, uno por uno.
Me obnubila.
No puedo ver nada.
El pavoreal abre su plumaje, y me muestra el reverso de todo.
Mientras se sonroja tímidamente, me abraza con fuerza de nuevo.
Qué maravillosa estupidez.
Sólo espero no abrir los ojos jamás.
16 de mayo de 2010
Algo crece en los puentes (hommage à Mallarmé)
Superada la falacia de todo lo que somos y lo que hemos sido juntos, dime, ¿qué podría salir mal? Muy pocas cosas de valor se han llegado a forjar desde la salvaguarda total de los bienes y de los tesoros propios, aún si las urracas perseveran en triturar con sus envidiosas pupilas las orillas rosáceas de las pulidas intenciones. Deviniendo de manera acre pero suavizada en esa criatura polígama y de muchos puertos que ahora puedo preciarme de ser, es también evidente que la luz ya no nos daba lo mismo, esa esencia de luciérnagas muertas que solían darle forma a nuestras mediocres aspiraciones cuando eran arrojadas desde lo alto de la mañana, plenas de albricias y de cajones vacíos, impregnadas de olor a lavanda y de todas las mágicas nimiedades que nadie pudo alcanzar a capturar, más que tú y yo.
Nos vemos obligados ahora a recuperar esas rígidas y marcadas pausas que se le imponen al intrépido cazador de intensidades, no importando si se es güelfo o gibelino, sino más bien procurando medir, a través de la decantación cuidadosa de las gotas del desprecio hacia lo mundano, lo hermosamente cruel que se logra transparentar a través de los ágiles desenlaces de nuestros secretos encuentros. El momento surge, bosteza, llenándose de árboles hirvientes y de frágiles crestas de vidrio aéreo que no conviene mandar a paseo todavía al soplarles, ni por todas las pausas del mundo. Así es como tú permites que haya lunas, y seda, e insectos de toda clase, manifestándose toda la serie de estructuras cosmológicas y teocráticas que exigen los crédulos y los ingenuos para construir sus diamantes con paja y con heno, como es su costumbre. Sacas el guante con salvaje marrullería, y ensartas las perlas metálicas en el hilo que las mantiene unidas, una por una, logrando así que las barreras que antes separaban el ensueño y la fantasía se quiebren para siempre, como un inútil e innoble jarrón de cemento.
La culpa es tuya, y no del viento. Bien lo sabes, aunque pretendas ocultarlo. Es tiempo ya de sacudirte esa serie de inútiles premisas que no le hacen bien ni al más robusto de los ánimos enfermos, y mucho menos considerando lo particular de tu paisaje interno, desbordante de auroras y descuidado de inextensos atardeceres que han ido floreciendo a la deriva ¿Qué se puede decir sobre el caso, si no viene al caso decir algo? Héme aquí otra vez, atravesado por disímiles puntas de cabello y por primitivas facciones enclaustradas, con todas tus máscaras, todos juntos sentados en la antesala de la auto-conciencia, como esperando el trazo y la sed, la vuelta de todo, el faro encendido de la vereda hacia la serenidad, inútilmente, desde luego ¿Y por qué digo "inútilmente", de dónde ese desprecio, esa farsante pose de víctima, de cordero amagado, de apurada cicuta que se desliza con remordimiento sobre la garganta del sabio? Si estoy aquí hoy contigo, no es por deber ni mucho menos por beneficio propio: es porque me da la gana.
La libertad de arbitrio es un milenario misterio que ni tú ni yo podremos desentrañar jamás, ni siquiera bajo la comunión de nuestras almas, porque nunca se ha visto que un hombre completo arrastre tras de sí las anclas de los pescadores, ni que se ensucie las manos cuando los demás arrecifes han dejado su discurso incompleto. Si hemos sido orillados a amarnos y destruirnos al mismo tiempo, que así sea, y no de otra manera. Retroceder es un gesto impuro, la voz opaca que ahuyenta a las gaviotas. Cálmate, seca tus lágrimas, y regresa tus prendas al lugar que ocupaban antes sobre tu cuerpo, y mejor opta por pensar que, si atinamos en nuestra predestinada jugada, la espiral de las jornadas sabrá recompensarnos.
24 de febrero de 2010
Estampa vespertina (la violence et l'amour)
Cinco cuarenta y cinco de la tarde.
A unos cuantos metros de distancia de la reja plateada que separaba el colegio de la calle, cubierta apenas por la sombra del eucalipto más alto del patio, desde allí, sólo me era posible observar por enmedio de los barrotes, sus blancas y ajustadas calcetas reflejando el ámbar resolana de la tarde. Era patente su coqueteo inconciente al caminar desde ese entonces, esa poderosa y estremecedora inocencia concentrada en un par de piernecillas enfundadas en tela, delgados hilos de carne, gráciles columnitas de papel pintado. Diáfana, airosa, de un solo trazo, sin grandes pensamientos pero con enormes ojos color miel, así, tal cual, saliendo tranquilamente de la escuela primaria todas las tardes, de la mano de su madre. Es así como mejor la recuerdo.
La mamá habla: - ¿Quieres un helado?
- ¡Sí! De fresa con chocolate... ¡también con vainilla!
Se lo compra. Las dos se marchan del local, suben a su auto y se pierden a lo lejos. Mi rostro sabe a sal, se ha secado el sudor. Estoy hecho un asco ¡Mira nada más estos pantalones! Ya no debo de correr tanto en el receso: me lo han dicho mi maestra y mi papá muchas veces. Debo estar todo despeinado y apestoso. A lo mejor por eso ella ya no se me acerca...
Algo explota y se derrumba allá afuera. Posiblemente una bomba cayó muy cerca de mí. Ya casi estoy sordo. No veo más que sombras y luces pequeñas, deslumbrantes, desordenadas, como jugando con lo que queda de mi habilidad para captar lo que se mueve. No siento la mitad de la cara. Bueno, sólo un pedazo de nariz. Si tan sólo pudiera... sólo unos pocos segundos... me sigue pareciendo íncreible cómo pueden persistir tanto tiempo un par de calcetas blancas en la mente de un hombre. Bien colocadas, a la rodilla, justo enmedio de la falda tablonada y de los zapatos negros de charol con un broche. Sí... probablemente poseía las rodillas más finas que jamás he admirado, de niña o de mujer, las corvas de las piernas más graciosas de la escuela. Parecía una cervatilla. Los edificios se caen a pedazos, las llamas los devoran con rapidez; los misiles atraviesan las paredes de concreto y las vuelven escombros, los vidrios vuelan por todas partes, como el rocío de la tarde; el pesado humo difumina y pierde a los tanques, a los jets, a los batallones enteros... ¿En dónde está mi capitán?
- No, es que no me gustas.
- Pe... pe... pero... ¿por qué?
- No sé. No me gustas y ya.
¡Idiota! ¡Yo te amaba! ¡Nunca, ni en mi vida adulta, amé tanto a una mujer como a ti! ¡Estúpida! ¡Ah! ¡Me arden los pies, y la nuca, de sólo pensarlo! ¡Puta madre! Sí... ya empiezo a sentir otra vez... tengo toda húmeda la casaca... pero no puedo ver de qué color es el... ¡Re-puta madre! ¡Capitán! ¡Capitáaaan! ¡Tengo sed! ¡Por favor, déme agua! ¡Agua! Ya sé... necesito... necesito levantar el rifle y me verán... seguro alguien me verá... sólo cambiarlo de posición... lo jalo y... ¡Al carajo! ¡Sólo teníamos diez años, los dos, y todos los demás! ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil en ese entonces? Ahora todo lo que se hace es preparar, apuntar, y disparar... eso es todo. No hay más. No. Antes tenía que pensar las cosas. Razonar mucho, sentir demasiado. Ahora ya casi no siento nada, sobre todo ahora... ¡¡¡capitáaaaaaan!!! ¡¡¡Agua por favoooor!!! Estoy mojado... sí, sí... estoy mojado... mira nada más...
¡Era yo! ¡Era a mí al que debiste de haber besado! ¡No a Matías, por Dios! ¡Qué idiota!
Los contornos de las cosas se iban desvaneciendo lentamente, perdían sustancialidad de manera progresiva. Un olor a combustible quemado mezclado con pólvora cruda le inundaba todo el cerebro, y llegaba hasta su lengua. Sus recuerdos se abrían camino, fluyentes, por enmedio de los hondos surcos que permitían derramar incesantemente aquella sangre, misma que antes fuera su más cálida amiga, la púrpura guardiana de sus secretos más íntimos. De manera súbita, rauda, le pareció que todo lo que había sentido y experiementado a lo largo de su vida era vano, vulgar y barato, incluso ese amor, en comparación con lo que se avecinaba a continuación, con eso que estaba a punto de acontecer. Se encontraba en el umbral en el que dejaba de pertenecer al campo semántico de los hombres, diferente de todos ellos, alertas y vigorosos soldados, que le rodeaban y le pasaban ya por encima como si fuera un costal; dejaban de emparentarse de tajo. Dentro de pronto tampoco tendría ya nada en común con los árboles o con las flores, ni con los peces, ni con las aves ni con las bacterias, ni siquiera con aquella fiel y anciana cigarra que solía frotar sus patas contra su cuerpo de manera puntual y beligerante, todas las noches, desde el jardín de su casa.
Siete treinta y seis de la noche.
- Señor, encontramos el cuerpo del Sargento V. y los de todos los integrantes de su pelotón a un lado de la trinchera oeste, junto con otros cuatro cuerpos más, aún sin reconocer, señor. Señor, Al parecer son civiles, señor.
- ¡Mierda! Es una lástima. ¡Bien! Prepárense para avanzar desde el ala izquierda. Quiero listo el cuarto regimiento, presto a mis órdenes, en menos de diez minutos ¡Muévanse! En cuanto al sargento y sus soldados, entiérrenlos como es debido, pongan en orden todos sus papeles... y mándenle un telegrama a todas las madres de los caídos, de parte mía, con mis conmiseraciones incluídas. Ellas sabrán entender la situación. Que Dios guarde las valientes almas de esos muchachos.
Viéndolo de otra manera, no todo estuvo mal. Durante una jornada en cuarto grado, entre clases, le pregunté: "¿Quién te gusta del salón?". Ella se sonrojó. Me miró tímidamente, con una sonrisita continente de emociones fuertes y privadas, ya casi pubertas, y estalló: "¡Ay, qué te importa!". Echóse a correr hacia donde estaban sus amigas, a murmurar todo lo ocurrido, con cuchicheos y pequeños jalones propios de la edad. Era yo. Uno de ellos. Yo también le gustaba. Sí... estoy seguro... yo también le gustaba. Si no, ¿por qué actuó de esa manera? Sí... era yo uno de ellos. Lo sé. Sí, lo sé... muy bien... lo sé... lo... sé... (.)
- Sí, la verdad sí me gustaba, pero me intimidaba un poco. Sólo un poquito. Era simpático. Me gustaba cómo corría al jugar futbol, sus pecas, sus mejillas rojas y agitadas, y su cabello crespo despeinado. Después crecimos y me dejó de gustar. Pero bueno... al final, ¿qué importancia tiene todo ésto? Jejeje... sólo éramos unos niños, ¿no es así?
6 de febrero de 2010
L' Amour et La Violence
La chica finalmente llegó ante la puerta. Tocó. Él abrió con cortesía y fragilidad, como todas las veces. Las flores del parque eran muy bellas, de colores exuberantes que invitaban a posarse a las abejas, así como sutiles y refrescantes eran las olas que les golpeaban, con suavidad, las plantas de sus pies descalzos, hundidos en la arena. Ese día las nubes eran increíblemente hermosas y extensas, al igual que las estrellas demasiado brillantes, demasiado penetrantes, aún como se encontraban, a lado del sol.
Un par de parpadeos intercambiados bastaron para revelarlo todo, el misterio del universo. Y aún así, ambos se aventuraron a hablar, decidiendo transgredir lo frágil del instante, desviando los caminos. Frente a frente, los dos sabían que esto no debía continuar así. No era sano, no era recomendable ni nada de eso. Pero también sabían que era posible seguir juntos. Y a veces, muy a menudo, sólo lo posible basta para sostener las cosas. Si no, no habría mundo, no habría nada.
Sabían también que habían sido creados de arcilla, como todos nosotros. El frío les calaba hondo en los huesos, y las narices se les hacían cada vez más insensibles, más inexistentes, como era costumbre en los inviernos nevados. Las palmeras soleadas que les circundaban por doquier se agitaban de un lado a otro, en inquieto vaivén danzarín, como agitadas por aquella familiar brisa vespertina de ámbar, de rocío y de espuma; agitados de igual forma se encontraban sus corazones, los ánimos que los mantenían erguidos, cara a cara, isla contra isla.
- ¿Recuerdas cuando teníamos que cruzar la avenida corriendo, en medio de los autos que pasaban, para poder vernos a escondidas del otro lado del fraccionamiento?
- Sí, sí me acuerdo.
Una serie de nudos invisibles los ataban mutuamente, nudos que no apretaban pero que tampoco dejaban escapar. “¿Para qué escapar?”: a veces se inquirían ellos mismos. “No, no, escapar jamás. Eso no”. Sus adolescencias entrecruzadas, sus amaneceres compartidos, sus aromas absorbidos, sus pupilas titilantes de nostálgico deseo. Poderosas y desconocidas fuerzas los mantenían aún juntos, más allá de toda probabilidad. Mediante un solo golpe de suerte, es posible encontrar el tesoro. O la muerte. Con una sola exhalación, les era posible saber qué tan bien les había ido en el trabajo, o cuáles eran las treinta y siete cosas que por lo regular pensaban y sentían, de manera cíclica y recurrente. Él sabía de antemano en qué momento temblaría al recorrer su frágil espalda con roces apenas insinuados. Ella sabía que tenía que colocar un minuto con cincuenta segundos la sopa instantánea dentro del horno de microondas, no más, no menos: la temperatura adecuada para el paladar de su cónyuge. Ambos poseían el mapa ajeno de sus laberintos subterráneos, o al menos una gran parte de éste.
Nada de artificios. Quizás uno o dos, pero los inevitables, los de siempre, aquellos que hacen posible la comunicación entre los hombres. Todo lo demás había sido subsumido al sonido de sus pensamientos, al cálido rumor de sus arroyos subcutáneos. Una multitud de niños pasaron por donde estaban, rozándoles sus ropas; las jalaban a manera de cortina y se escondían, juguetones, detrás de sus cuerpos. También ambos se escondían detrás de sus propios cuerpos. No es seguro si era tan solo un juego para ellos. Quién sabe. Después se dieron cuenta que no eran niños los que jugaban a las escondidillas, sino aves, aves blancas, volando en parvadas ingenuas, muy cerca unas de las otras. La abuela de uno de los dos los miraba desde lejos, con una sonrisa apenas dibujada, portando sus clásicos vestidos de seda, tan famosos en su época ¿Era su abuela, o era un peñasco, o un trozo de vidrio, o un anhelo moribundo? Sí: era su abuela, sin duda. El vestido era inconfundible. También estaban allí sus madres, sus padres, sus dos mejores amigos, y un hijo que aún no había nacido, un pequeñuelo de cuatro años, con caireles dorados y macizas mejillas coloreadas. Todos lejanos espectadores.
- Entonces… dime qué es lo que piensas.
- ¿De qué?
- De mi vida.
Allí estaban, de nuevo. Una vez más, como hace un par de días, como hace un par de siglos, de milenios, de eones, como hace un par de vueltas de la rueca. No más que estatuas mirando hacia los rincones inhóspitos del tiempo, a la mitad de un rascacielos y en contacto directo con las montañas más sublimes, los valles más sensuales y los acantilados más deliciosos, formas ansiosas por dejarse acariciar, por dejarse sacudir de dolor y de solaz, de placer y de agonía. La boca llena de sangre y de dulce miel, apurando el elixir prohibido desde tiempos inmemorables, de manera simultánea. Los dedos, ágiles, de pianista, habían empezado a trazar siluetas amorfas sobre su largo cuello ¿Qué más tenían, sino se tenían el uno al otro? ¡¿Qué?! Una daga atravesada en el hombro, otra en la pierna, otra más en la médula de su orgullo, su dignidad, su egolatría ¿Era posible aún marchar, caminar, arrastrase? ¿En esas condiciones? Sí, sí era posible. Siempre es posible en estos casos. Crueles asesinos a sueldo, dormido uno al lado de otro, desnudos, plácidamente recostados, mientras afuera de su recámara la frágil noche soltaba el sereno despreocupada, unánime, justiciera, en el techo de todas las casas.
De repente un beso. Un hierro candente en los labios. Un pacto sellado. Una condena acordada. Ambos nacían una vez más hacia una irremediable esclavitud. Hacia la más grande de las libertades, quizás.
La chica comenzó a llorar, de alegría, sobre su regazo. Él, no pudo menos que hacer lo mismo. Abrazados, en un instante eterno y por ende ilimitado, toda la comarca se borró, y los telones se cayeron, uno tras de otro, de manera simétrica y acompasada. La flor era dicha, la ola era dicha, las aves eran dicha pura, volando en parvadas blancas. Las nubes eran dichosas, las estrellas también. Las guerras, las pestes, las hecatombes universales, su sombrío destino: todo esto era asimismo dicha, una dicha a gran escala. Una dicha histórica, cosmológica, ontológica. Finalmente, él le hizo pasar hacia dentro de la casa, y la puerta se cerró detrás de ella.
5 de enero de 2010
Bosquejos de una inerme soltería
Cuando llegó a su casa, se quitó los zapatos, suspiró hondamente dos veces y encendió, por inercia, el primer distractor que se cruzó por su camino. Lo único que quedaban del recuerdo de esos senos que había perseguido minutos antes eran jirones mnemotécnicos, trazos geométricos de fantasmas que iban desapareciendo, gradualmente, conforme avanzaban los minutos y los estímulos sensoriales subsiguientes ¿Eran como un círculo achatado de los polos, o tan sólo como un ovalo demasiado redondo; como sandías, o más bien como melones? No obstante, sólo un remanente permanecía todavía de la experiencia anterior: un acre sabor de boca, algo indeseablemente impalpable, obscuro, un malestar inaprehensible, una astilla-verdugo colocada estratégicamente en medio del ceño. Se producía, inconcientemente como lo era siempre, una ebullición saturada de sangre y de altas temperaturas, oleajes púrpura y marejadas tangerinas, terribles y aterciopeladas, justo en la base de sus orquídeas arrugadas. En ese momento de glorioso combate entre dos o más contrincantes en el agón de sus sensaciones, una alocada y dionisíaca imagen emergió de la pantalla de televisión, haciéndole concentrarse de una manera constreñida y omniabarcante sobre una serie de puntos coloreados, micro-mosaicos del rompecabezas fluorescente que constituía en ese instante la pantalla: el par de impresionantes muslos de esa actriz afroamericana, en perfecto ensamblaje con sus glúteos de corcel de batalla decimonónica, del más prestigiado y noble del regimiento, de ésos que pintaba Delacroix suspendidos sobre sus dos patas traseras entre una aura de magnificencia y de sublime libertad, o de aquellos que modelaba amorosamente con cera o con barro Degas de manera casi obsesiva en su estudio; pedazos de carne firme y apetitosa que empujaba y contorsionaba, a la base de sus pródigas caderas de deidad fértil, contra las ingles recostadas de un joven desnudo, como una domadora de fieras encima de su montura, a horcajadas, danzando grácilmente con el tenue vacío de la recámara-set que le rodeaba, atmosféricamente artificiosa. Él, todavía espectador, impávido desde el cómodo pero limitado lecho que le proporcionaba su sofá, se dejó halar furtivamente y sin resistencia alguna por la serie de asociaciones deliciosas que permitía la contemplación de aquel arquetipo femenino al interior de su ya por demás entrenada imaginación, esa capacidad de multiforme fantasía que le proporcionara casi la totalidad de los placeres carnales del mundo, y sin la cuál, muy probablemente se hubiera dado un tiro en la cabeza, sin titubeos, ya desde hace muchos ayeres. Demasiada locura en este mundo de cuerdos. Henchido de esta lluvia de estrellas interior, de fuegos artificiales oficiosos que deslumbraban y dejaban deshabilitado por completo a su razonamiento e ilación causal de los fenómenos presentes, permaneció así por otros tres minutos, hasta que la dúctil imagen de la mamba negra se desvaneció, y él, con esa tensión irresoluta e implacable tirándole desde el extremo más poderoso de su perineo, no pudo hacer otra cosa que levantarse del sillón, apagar el rey electrodoméstico y jugar un rato con él mismo, en la privacidad neblinosa de su propia incognosciblidad: el encuentro más cálido y más intimista al que él, en ese momento preciso de su vida, hubiera podido aspirar.
9 de diciembre de 2009
“Remanentes de Platón: el inmortal deseo del poeta por la mujer como idea” (fragmentos escogidos)
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24 de noviembre de 2009
Entre los brazos de París (Team Sleep’s mémoires)
Que pour une vie
je veux être avec toi,
uniquement avec toi,
dans tes bras avec toi.
À Paris pour une vie
emmène moi avec toi,
ne me laisse pas ici
dans tes bras à Paris
rien à foutre de la vie.
Juste être avec toi:
6h du mat'
dans un hôtel paumé,
complètement drogué,
juste être avec toi,
dans tes bras.
La magie de Paris.
La magie d'une nuit.
Rien à foutre de la vie
juste être avec toi,
juste dans tes bras,
dans tes bras
pour une nuit
à Paris.
Estampas de un perfume lejano. Fuente de magníficos escalofríos. Cera caliente, céfiros flotantes y cristales suspendidos en el tiempo. Pudor dormido a látigos, a besos. Mariposas de ebriedad revoloteando sobre mis sueños. El imperio de lo sensual, para bien y para mal, había triunfado de nuevo.
1 de noviembre de 2009
Delación
Acababa de dejar caer sus setenta y tres kilos de peso sobre la cama limpia y recién tendida que se había preparado para él; acababa de encender un cigarrillo y miraba al techo, y las formas de las manchas que el humo había dejado en el techo le parecían paisajes, animales, plantas, personas… acababa de colgar el teléfono, después de una llamada que le informaba que estaba despedido, que podía pasar por el cheque de su liquidación dentro de la siguiente semana, acababa de tomar tres vasos de whiskey cuando lo pensó: «no me arrepiento».
El cigarro y la botella se consumieron. Llamó a la recepción y pidió un masaje especial, una prostituta joven «la más joven que tengan», pero reconsideró: «pensándolo mejor, preferiría que vinieran dos». Fueron ellas y fueron botellas de vino y champagne, y más whiskey para él y más cigarros para todos, y coca. Él sentado en la cama, contemplándolas embriagarse y divertirse para divertirlo. Eso tenían que hacer, una vestida con una burka, la otra, desnuda completamente; luego, las dos desnudas; luego, las dos con burkas; luego, la otra y la una. Quería escucharlas platicar «como lo hacen con sus amigas, como cuando no importa lo que piense quien las escucha». Las niñas no eran muy brillantes ni tampoco tenían el carácter de las putas de la calle, forjado en la batalla contra las criaturas y las substancias de las noches de la ciudad. Hablaban de sexo, música cursi, zapatos, ropa y chismes; nada extraordinario, salvo que estaban bajo su tutela, estaban sometidas a sus caprichos: eran personas plenamente vivas, plenamente de frente y, sin embargo la experiencia era más bien estética y la ética se perdía en la superioridad monetaria que lo autorizaba a saber que eran personas pero considerarlas como si no lo fueran. Escuchar lo que decían era simplemente hipnótico, pero su actuación estaba como de fondo, como el ruido que se necesita para que los pensamientos tengan la fuerza suficiente en su concepción para no perderse.
Las miraba y se excitaba a ratos, mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza, uno de ellos recurrente «no me arrepiento». Y las niñas decían y desdecían, y él miraba en medio de sus piernas y la perfección casi plástica de su piel y su boca con ese labial rosado, brillante, casi húmedo. Y, de repente, la risa, el furor, el llanto irracional y que venga más alcohol y que no dejen de platicar y de jugar, y que se cojan si quieren. Después pidió que fueran con él y tuvo sexo con ellas, con las dos, de todas las formas que se le ocurrió hasta que no pudo más y se durmió.
Al día siguiente, desnudo todavía, escuchaba lo que había pasado la noche anterior en su cabeza con nitidez, escenas enteras se repetían ni saber por qué, sin recordar exactamente lo que había ocurrido, pero escuchándolo. Tenía hambre, mucha; se sentía sucio: pequeñas punzadas recorrían esporádicamente todo su cuerpo. Se bañó, se vistió y se fue a la calle. Diez kilómetros y una llave perdida lo separaban de su casa; tal vez no había reparado en ello, pero se dirigía hacia allá caminando. Recordaba también, como un instantáneo parpadeo, la cara de una de las prostitutas llena de ternura y de estupidez, tenía tantas ganas de volver a ella, a ese momento esfumándose en la nada de una memoria débil. Decidió entrar a un café y se sentó en un gabinete porque no le gusta que lo molesten.
—¿En qué le puedo servir?
—Quiero un café americano.
—¿Desea algo más, señor?
—No.
Se desparramó. Recordó de pronto que estaba despedido, que había perdido su coche, que no le quedaba nada hacia adelante. Todo volvió de repente, encendió un cigarro, dejó un billete de cincuenta pesos en la mesa y salió de la cafetería si consumir nada. Por horas caminó y esquivó autos y recordó los momentos de prepotencia que había pasado sobre su camioneta, recorrió banquetas agrietadas… y ese olor a drenaje que está por todos lados en la ciudad. Ahora, como nunca antes, sentía empatía: hacia los perros callejeros, con los abandonados, más que con los que nacieron en ella; buscando alimento en los desperdicios de otros, reclamando supervivencia de lo que a los demás no les importa. Caminaba más y pensaba «desde ayer, desde siempre, perdido por ellos. Gracias a ellos. Nunca los he mandado, siempre he sido lo que ellos quieren. No sé quién soy yo; no sé si soy realmente»; verdaderamente que esa criatura pequeña, que ya arrastraba sus pasos en los laberintos inmensurables de una urbe que trasciende por mucho a sus habitantes, ingobernable; esa criatura que andaba con una dirección, pero sin un rumbo parecía más vaporosa que sólida, más fugaz que permanente.
Llegó a su casa y se enfrentó con el alto muro y con el alambre electrificado que mandó poner para su protección. Sin su llave, sin el control remoto, sin servidumbre dentro. Afuera de su casa, solo, destrozado, hambriento, acalorado, irritado… Se sentó en la banqueta y se quedó viendo una fila de hormigas.
Antier hubo una fiesta de aniversario en su oficina, él se quedó hasta tarde; todos bebieron, menos él, que nunca acostumbró hacerlo. Cuando ya casi no había nadie, se encontró a la esposa de su jefe; había llegado y visto a su esposo coqueteando sin recato con varias de las secretarias, sin importarle su presencia. Después de unas copas, se puso necia; su esposo, ya muy ebrio, la golpeó y la dejó lamentándose sola. Cuando la encontró, henchida de rabia, de celos, de vergüenza y de impotencia, se le insinuó, él no quería al principio; ella se subió el vestido y él no pudo contenerse al ver sus piernas y su rostro suplicante, lo hizo más por lástima, por compasión (eso es lo que siempre pensó), lo hizo porque no pudo soportar sus súplicas, sus promesas, sus caricias…
Ayer, sin que realmente hubiera un sincero remordimiento, le habló a su jefe y le dijo lo que había pasado, aunque sin detalles: «es lo correcto y no me arrepiento».
25 de octubre de 2009
Para poder alimentarse
Se supone que un cuchillo sirve para eso: para deslizarse suavemente y conseguir fragmentar lo que estando unido nos era inútil o estorboso. Se supone que la carne de un animal recién muerto puede alimentarnos sin remordimientos. Hay quien dice que alimentarse de animales tales como perros u hombres no está bien, que no se debe destruir el alma de un ente para satisfacer una necesidad que sólo en casos extremos puede ser fatal, que eso es imperdonable y que la imagen de la expresión de ellos jamás nos abandonará si lo hacemos, que se pasará uno pensando y pensando en lo que pudo haber sido y no es, que incluso se siente nostalgia del dolor que le estamos evitando, de la sarna y de la rabia que no lo carcomen, de los delitos que no cometió el que ahora es muerto… Yo no lo sé, quisiera pensar que me interesa, pero no es así. Porque, ¿qué sentido tiene encontrarse todos los días sentado en el mismo asqueroso lugar, haciendo siempre lo mismo? Y repito: la cultura es el mayor de los males de que se tiene noticia; pobres los animales domésticos, que se hallan un poco contagiados.
De todas las maneras en las que se suele presentar un hombre ante otro, hay muy pocas que sean tan desagradables como para provocar una ira tal que el otro acabe por matarle. Eso, en México, parece no ser tan presente como lo era en el porfiriato y antes, y aún más antes. No, por lo menos, con el contraste con el que durante la primera mitad del siglo pasado se enfrentaba la ausencia de respeto por la vida y la muerte propias —y, por lo tanto, ajenas— contra una pretendida inserción en el concierto de las civilizaciones europeas, los derechos humanos y otras cosas realizables sólo en países colonialistas, en los que se pueden saludar los unos a los otros gracias a que en otro lado hay quienes no soportan el peso de la inutilidad de su trabajo o su no trabajo, de su hacer o no hacer, de su vivir o su no vivir. El México rural siempre ha estado encantado, siempre ha conservado la memoria de los tiempos peores, porque ahí siempre son peores; y la ciudad de México que se vio invadida por hordas de los parias que alimentaban las veredas y caminos monteses y que se convirtieron en parias urbanos, vagos, carteristas, violadores, representantes del salvajismo de la gran urbe, los que mueren en cualquier cantina y matan ante cualquier desplante. Fue con luchadores y tianguistas de La Merced que se conformó el batallón Olimpia (1968) que luego fue los Halcones (1971). Hoy, a buen seguro, no es difícil encontrar quien mate por unos pocos pesos; los indígenas que asesinaron materialmente a los integrantes de Las Abejas en Acteal (1997) al parecer lo hacían por quinientos pesos y algo de droga. Muy poco, migajas: no saben al poder que están sirviendo. No hay, ni ha habido desde poco después de 1521 una noción de bien común, ni objetivos comunes; para muchos ni siquiera hay noción de bien particular: los mismos siempre, sin trabajar ganan; y los mismos siempre, trabajando pierden. Y la estupidez general de la humanidad facilita las cosas… Pero los mexicanos no me interesan, aunque ahora resurgen la vida y la muerte fáciles, gracias a la honda pobreza, a la gran humillación, al incansable rencor y al poder del narcotráfico: colgar cadáveres como escarnio, como hace miles de años, siempre la misma lección.
Caminar por las calles y estar pendiente de cada ruido, estar esperando el momento para lanzarte contra la amenaza, pasearse con la tensión perpetua comiéndote y con muy pocas fuerzas para seguir, ¿por qué seguir? Yo no sé… si solamente pudiera matarlos a todos, a todos. A ellos y a los otros, a los que se pasean en sus mustangs y que levantan murallas para que sus creaturas no los alcancen: son la misma basura oportunista y carroñera, son la misma mierda con diferente olor, o con el mismo, pero disfrazado. Todo es igual, todo se mueve igual, por sí mismo y nos usa como instrumentos viles y fácilmente reemplazables. Ni modo, así es la cosa.
Ayer yo no quería, o no estoy seguro, pero en esa calle sin alumbrado lo vi: un tipo cualquiera, con un traje fino, con unos zapatos llenos de lodo, con estrujando a una jovencita, con su sonrisa de simio brabucón, con el insulto en la boca y con un orgullo indecible —por inexplicable— a flor de piel, dispuesto a ser defendido ante cualquier amenaza. Ella no quería, pero él la forzaba; era, al parecer, la sirviente de su casa. A mí nadie me llamó a intervenir, ni siquiera ahora me explico cómo fue, sólo recuerdo que cada paso que daba para alejarme de ahí me dolía indeciblemente, tuve que regresar, tuve que decirle que la dejara. Él me miró, con una erección ridícula y los pantalones a medio bajar, con los ojos enardecidos: «lárgate pinche naco de mierda». Yo sólo lo veía y no me moví; él quiso continuar, pero súbitamente volteo: «¿Por qué no te vas a la chingada pendejo muerto de hambre?, ¿quieres varo?» Sacó un billete de cincuenta sin atreverse a dármelo, más porque pensaba que era mucho para mí que porque dudara en hacerlo. Al final no lo hizo. «¿Quieres a la vieja? ¡Es mía puto, MÍA!». La chica estaba ahí, con la blusa desgarrada, sin moverse; al parecer había salido de la casa huyendo y él la había alcanzado aquí, pero ahora ya no quería huir, esperaba. Yo me limitaba a mirar y él perdió la paciencia, ya no se aguantaba y sólo mi presencia le impedía saciarse de la inmundicia que es. Se me echó encima sin medir las consecuencias; si no lo hubiera hecho yo no me hubiera atrevido a atacarlo, en realidad, hasta ese momento sólo quería largarme de ahí, pero ya no podía, no sin la vergüenza del ridículo, y eso sí no lo soporto. Con facilidad introduje mi cuchillo en su abdomen y me aparté rápidamente, tal vez sin darse cuenta de lo que había pasado se abalanzó otra vez y ahora le corté el brazo. No fue sino hasta que vio la sangre que comenzó a sentir dolor y se tiró al piso lanzando maldiciones. La chica sólo atinaba a chillar hasta que súbitamente se fue sobre de él y le preguntaba si estaba bien y decía de su hijo y de que necesitaba el trabajo y de que no podría volver por él y de que iría a la cárcel. Me propuso que lo lleváramos al hospital y que podíamos decir que fue un asalto; yo, por única respuesta, deslice el cuchillo por el cuello del tipejo aquél y luego se lo clavé en los ojos. Ella chilló más y decía que su hijo estaba en la casa, que no sabía a dónde ir, ni qué hacer y que yo tenía la culpa. Y por un momento sentí culpa. Voltee a verla: su ropa vieja y descolorida, su blusa desgarrada, su cabello despeinado, su cara tierna, deformada por el dolor y por el miedo; de rodillas, chillando como cerdo, sujetando la cabeza de un cadáver sin saber qué hacer. Y yo, que sólo quería salir de ahí, encaminé mis pasos, pero nuevamente me dolían; voltee: me miraba, expectante y suspiraba con la cara enjugada de lágrimas. Me devolví, la alcance, la tomé del brazo y la levanté, la miré de frente, miré sus ojos grandes, enrojecidos y cristalinos… y sus pujidos. Lo más rápido y fuertemente que pude, la degollé también.
Yo creo que es un gran pecado que haya carne muerta y fresca y que se desperdicie de manera cobarde. Por lo menos podré comer cuatro días, pero sobrará mucha que se echará a perder; estoy sondeando a las personas que conozco, pero no parece fácil que la acepten. No quieren, dicen, que la imagen de los muertitos vaya con ellos. A mí me acompaña en las noches, a veces, el rostro del niño de la muchacha. Pero qué va, si la cosa es así…