11 de junio de 2008

Desnudez

















Bajo la luz del árbol, un suave soplido aletargante. Un rincón, una lúcida obscuridad, un imaginario de idolatrías y de promesas cosechadas. Una dulce arrogancia, un desplante que huele a miel, a cristales puros y avejentados. El asomo por la ventana, el agitar de manos durante la épica despedida, la caricia con los ojos desde el mágico asiento de piel. Todo un barrer, todo un recogimiento, todo un baño aséptico de las bajas pasiones. Lucubraciones y afanes aparte, caminando erguido hacia el altar postizo, hacia el espectro de gloria que se vislumbra tras las cortinas. Ninguna sospecha, ninguna duda, nada que posibilite el impedimento de la deliciosa transición.


Suavidad de materia orgánica, delicado durazno trémulo, curvilíneo recipiente de deseos. El siseo de la tetera, el hilo de sol que se cuela por el techo, la morera de concreto que aguarda ser descubierta de entre las grietas de la acera. Afuera no importa, adentro es donde uno existe. En la alcoba, bajo lo translúcido de las sábanas y en la corteza del colchón, allí está la provincia, se enarbolan las ciudades y se articulan los pueblos. Madera, cieno, boca granate y cejas pobladas. Delgados dedos, uñas admirablemente simétricas, falanges dispuestos como ladrillos palaciegos, derrochadores de maestría.



Simetría en la atmósfera. Masajes y besos que nadie ha visto, por que nadie nunca los imaginó de esta manera. Imprevisto e impetuoso, lo penetrante del momento escapa y se une al vuelo de las gaviotas. Ángulos impensables, pero perfectamente plausibles. Morada de un domingo, nomadismo de un lunes o de un martes. Numerología y fe, aderezo del simple y del agnóstico. Angostas espaldas, ceñidas cinturas, un espejo humano retorcido. Un bello aparecer, una detestable sensación de exceso de placer que empalaga el espíritu, que funde la carne.



Duermo y regreso. Sobresalto e imaginación. Objetos que corren hacia mí, aunque mi conciencia huya de ellos. Calidez y verdadero respeto, recorrido por las caderas y los Himalayas, por el cisne, por el fruto. Adorno del Cosmos, clave áurea que abre fronteras, irrupción en las limitantes de lo posible metamórfico. Una suave pluma baja por sus prados, se asienta en sus llanuras y le arranca una cosquilla, un hilarante terremoto. Introspección de un otro mismo, un sumergirse en los azures arrecifes de la reciprocidad.



Anclado en tierras ajenas, señales de humo al viajero, botellas con mensajes al navegante. Maneras fallidas de comunicar lo incomunicable. Atavíos sin chiste, estructuras demasiado frágiles como para mantenerse derrumbadas. Una conexión latente entre los dos continentes, entre las dos masas transoceánicas que antes eran Pangea, madre de todos los cortejos y de todas las cópulas. Diosas de piedra, de metal, de nubes y de polvo planetario: de una o de otra manera portadoras del cetro divino, del yelmo y la armadura de su hermosura corporal, de su hipnótico canto al instinto. Pero, en este momento en particular: tú. Ahora… justo y sólo ahora…



Hoy eres todas. Hoy no hay lugar para otro tipo de experiencia, para otro tipo de desnudez.



Simplemente, no existe. No podría ni siquiera ser pensado.

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