26 de junio de 2008

Nadamás viendo

Vio sus ojos y nada más necesitó ser visto. Un día la acompañó y todo el camino supuso familiar una ruta desconocida para llegar a un punto al que, en toda su vida, poco tiempo había abandonado. Ese lugar era pequeño y estaba circunscrito por un cilindro de luz, de la única luz que había en todo lo que alcanzaba a ver, pero antes le pareció todo tan claro. Y ahí, los dos solos, con la vista dirigida cada uno hacia el rostro del otro pero sin mirarse, viendo sólo colores de una figura sin forma, viendo algo que no es posible, comenzaron con una danza de manos. Todo de ellos, excepto sus brazos, permanecía inmóvil. Sus mentes también se movían, sin duda, pero cada movimiento era ocultado por el sucesivo y la inmovilidad era lo que aparecía cada vez, cada momento era quietud, así que la suma de los momentos lo era también.


Ese lugar, que parecía el único lugar, se veía blanco, se sentía blanco y se soñaba eterno pero finito en el espacio: después de todo, sólo es un lugar, uno solo, el mismo siempre que es a la vez todos y ninguno porque está libre de todas las determinaciones, excepto de las suyas, un lugar que él inventa y hasta donde había sido llevado por ella, siguiendo un camino desconocido con un descuido imperdonable.


La danza de los brazos continuaba. Era aquello como estar tocando una estatua cálida y suave, como de un mármol que acaso había sido divinizado por alguno de los tantos y tantos olímpicos que ya no se acuerdan de nosotros y que, aunque débiles, siguen presidiendo nuestras vidas. Sea así o sea de otra manera; al cabo de un tiempo las manos dejaron de sentir, tal vez de tantas sensaciones. Pero también los otros sentidos cada uno a su turno, gradualmente, sigilosos y amables: mundos evanescentes, retirados de la realidad, apartados de la conciencia: cuatro de los cinco míos, cuatro de los infinitos de Dios. Así pasó hasta quedar en un mundo bidimensional, de sólo formas y colores, que sin los demás andaba muy confundido. Quedaron los dos en un mundo plano, donde el espacio ya no existía, donde se había ocultado cobardemente para evitar ser derrotado, donde la distancia era infranqueable, inasible, inconcebible.


Era él sólo vista; el rostro de ella y su figura se le manifestaban, pero todo era plano, era mudo, era inodoro: era una pintura. Se dio cuenta de su impotencia, de su insignificancia. Un mundo, más pequeño que el anterior pasaba frente a él, pero sólo pasaba: él ya no estaba dentro. Entonces, el deseo: ansia, desesperación, terror: «¿Dónde está ella?: enfrente de mí, ahí está aparece. Pero eso no es ¿Dónde su voz calmante, soporífera, violeta? ¿Dónde su olor a flores, a sudor, a mugre? ¿Dónde sus suaves manos, sus escondidos pliegues, sus tibias secreciones? ¿Dónde está ella?: eso no es». Trató inútilmente de moverse, trató inútilmente de abrir la boca, trató inútilmente de decirle, de hacerle, de oírla, de sentirla, de probarla, de asquearse de ella, de retorcerse en su vientre, de esconder su nariz entre sus cabellos, de resbalar la yema de sus dedos sobre su frágil cuello, de encontrar todo lo encontrable en ese cuerpo tan material, tan humano. Fracaso, frustración: dolor interno que no podía se inhibido por otro ninguno, de ninguna especie: máximo dolor (soledad absoluta).


La vista cambió, súbitamente fue recorriendo la luz, hasta ver sólo eso. Lo más probable es que su cuerpo haya caído, y sus ojos hayan quedado fijos en un horizonte eternamente blanco. De eso no podía estar seguro; de lo que sí, es de que duraría para siempre.


Entonces y sólo entonces se dio cuenta de la infinita separación que siempre hubo entre ellos.

1 comentario:

Ian Karuna dijo...

"Vaivén delicioso y enérgico. Las barreras infranqueables de los otros."