17 de junio de 2008

Mientras ella tañía el Gu-zheng



Avalanchas de paz cayendo sobre la urbe desatada.

Estandartes de dulzura alzándose por encima de los ecos comunales.

Argumentos melómanos sobrevolando sus trincheras de fina y alba piel, soplo de alelí.

Un pequeño peine de oro en medio de la calle. Resuena sin ser escuchado… un himno como no se ha oído otro jamás. Fluorescentes marquesinas en Hong Kong alertan a mi daimon sobre las frías noches que me esperan a la esquina de mis días.

Nada explota: todo permanece en su núcleo. Un par de zapatillas asoman bajo el biombo de su traje, decorado con fénix dorados y dragones carmesí. Las tiendas de autoservicio no abren hasta dentro de cuatro horas. Decididamente, la madrugada no es la mejor ruta hacia la trascendencia… sólo los altos y ambarinos faros pueden presenciar su hazaña; mi secreto, plácido y momentáneo tesoro.

Una espalda semidesnuda, pálida y deliciosa como las laderas del Fuji, tersa y sumisa como la sedosa experiencia del baño caliente; equidistante tanto del bien como del mal, emanando marejadas de agresivo pudor, llamando tras el opaco pero traslúcido aparador de la derecha, de frente a mis tímpanos.

Dedos ágiles navegan por encima de las rígidas y etéreas cuerdas de metal, tal y como lo hicieren en algún momento aquellos bravos capitanes holandeses sobre los mares desconocidos del orbe. Largos y azabaches cabellos penden hacia las raíces del cielo, brillantes y lacios cual cortina diamantina de negro grafito. Un olor a azul vibrante se escapa de súbito de no sé donde, proveniente quizás de la taza de café de aquella deforme anciana, misteriosamente despierta a esas horas. Una cigarra también toca. La noche sigue. Los ojos miran. La conciencia se olvida de sí misma.

Algo se infla en mi pecho… algo arde, corrompe, penetra y se disuelve dentro. Nada pretencioso, nada ajeno. Ninguna consigna se enarbola hacia las masas en la vacía periferia. Sólo una sombra roja y amarilla, negra y blanca, zarandea mis pensamientos, los desarticula con el arma de su poderosa melodía. Fotográfico momento.

Toda una retractación, toda una acrobacia del alma. Sí… pudo haber sido allí. Pudo ser el primer día que vislumbre aquel accidental espectáculo. Arrogante, velada, arremangada de los ánimos, y tan musical que ni el mismo Orfeo hubiera podido destruir sus muros. Sus codos marcaban la posición del sol, y sus caderas señalaban la orientación con base en las constelaciones, al moverse controladamente allí sentada, en cuclillas frente a su instrumento.


Hermético vestido, brillante satín de tierras tan lejanas que los vapores de los tiempos han borrado de mis anales genéticos. El buen gusto, vulgaridad a su lado. La base de los días, un torpe esbozo comparado con el arco de sus delgadas cejas. Protegida por los espíritus del gélido sereno, mantenía al margen a todos los mortales… incluido éste, su humilde narrador.

Sigue el trabajo constructivo. Permanece remando el remanso y pudiendo el pudendo. Un par de friolentas ratas se asoman, con sus bigotes llenos de escarcha, contemplando al parecer mi estatismo. Mis pies son plomo, mientras mi alma es aserrín tirado al viento.

Un presentimiento: un regalo de manzanas y duraznos antes de dormir, un arcón toca inesperadamente a mi puerta. Casas de bambú que sostienen las trayectorias ajenas en verano. Huesos de perro lanzados al azar que regulan el acontecer en invierno. Blancas ciudades de granizo elevadas desde lo humano, sólo existentes para que aquellas suaves notas, fruto del acompasamiento de sus muñecas, pululen y penetren en todo, con el único fin de rondar sin rumbo, sembrando asiáticos y floridos árboles enanos en nuestros aletargados corazones.

Podría jurarlo: a tres cuadras de distancia de mis oídos, pude conocer el cálido arropamiento de la divina gratitud.
Esa noche, el mundo era mudo… mientras ella tañía el Gu-zheng.

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